Lollapalooza, divino tesoro
El evento inició este jueves una nueva versión en Chicago centrada casi totalmente en el público que ronda los 20 años, e incluso menos, en una muestra de los vientos que corren para la música. "Amamos esa audiencia", dice Perry Farrell, gran jefe de la cita.
Las coincidencias muchas veces no son sólo coincidencias y representan mucho más que una jugarreta del azar. Este miércoles se anunció oficialmente la cancelación del evento que celebraría los 50 años de Woodstock, el Big Bang de los grandes festines musicales, debido a la falta de inversionistas y al desinterés de los músicos ya invitados, todo bajo la indiferencia incluso del público vinculado con ese hito que cerró los 60, sin campañas de salvataje ni hashtag del tipo #salvemosaWoodstock. Es el gran fiasco de la temporada.
Pero en esa misma jornada -un poco más al norte del enclave neoyorquino que hace cinco décadas cobijó al desmadre hippie-, Chicago se alistaba para su propia fiesta: el festival Lollapalooza que partió este jueves como uno de los encuentros más millonarios de la música global, hinchado de marcas, comunicado a través de las aplicaciones de teléfonos móviles, con un público efervescente que en su mayoría no supera los 30 años y una programación de artistas que acreditan militancia en el pop, el R&B, la electrónica y el hip hop, con las guitarras de eso que alguna vez llamaron rock remitidas al sótano, a un escalón categóricamente secundario.
Si a un habitante de 1969 le hubieran dicho que imaginara los festivales del futuro, quizás habría fantaseado con una fiesta corporativa, en pleno centro de una ciudad de parques y rascacielos, con escenarios luminosos, un público disciplinado y vestido según el manual de la cita, con poleras, gorros o calcetines con el logo del espectáculo comercializándose a varios dólares, y con artistas que en general tienen como eje los sonidos programados y las computadoras: sin saberlo, habría soñado con Lollapalooza 2019. Las coincidencias muchas veces no son sólo coincidencias.
De hecho, el número más clásico del Lolla EE.UU. que se extiende hasta este domingo son The Strokes, que apenas irrumpieron en 2001, cuando mucho del público del actual festival aún no nacía o no aprendía a caminar, por lo que sin problemas les suena a un eco de una era pretérita. En este año, la cita ha asumido como nunca su inclinación hacia las generaciones más contemporáneas, aquella rotulada como centennial, crecida en el nuevo siglo y con internet como parte de su léxico elemental.
Por lo mismo, un porcentaje amplio de los artistas del lineup apenas acredita uno o dos álbumes, y un par de años de trayectoria que se cuentan con una sola mano, y a veces ni eso: a los presentes les da igual. Si tiene buenas canciones disponibles en Spotify y YouTube, va el aplauso correspondiente. Sucedió desde el principio con el cantautor canadiense Evan Konrad, en un uno de los nueve escenarios del evento y gracias a un pop rock austero en recursos. También con Alexander 23, sin un álbum oficial y una carrera que empezó este 2019, pero bajo un pop melódico bien cuidado que también denota otra particularidad: se lanzó con un cover de "Everybody wants to rule the world", de Tears For Fears (por lo demás, mismo clásico que Weezer revivió en uno de sus últimos discos). Parece que esta generación le hace una finta al alguna vez inmaculado y reverenciado rock clásico, y se atreve con insignes de los 80 que por años fueron mirados como productos carentes de fuego y atractivo.
Más en la tarde fue el turno de la cantante estadounidense H.E.R., con su soul de envoltura espectral y sintética, como una Alicia Keys algo más robótica y etérea, cualidades que en los últimos premios Grammy la hicieron alzar dos galardones. Otra de las tarimas centrales tuvo a Hozier, el cantautor irlandés de fuerte impronta vocal y célebre por su hit Take me to church. En la noche llegaría el minuto de los estelares, como el dúo The Chainsmokers y los ya mencionados Strokes, héroes del recuerdo, en su primer recital en grande luego de dos años. Para los próximos días están considerados Childish Gambino, Twenty One Pilots, Ariana Grande, Flume y J Balvin, entre otros.
"Es un público joven porque ahí está el movimiento actual de la música, ahí está lo que hoy mantiene vivo esto. Aunque no descartes que de pronto alguien más viejo aparezca bailando entre los que tienen 20", apuesta Perry Farrell, el legendario músico y organizador de la cita, sentado en camarines y en conversación con Culto, en una teoría que él mismo encarna: a sus 60 años, viste con el estilo del hipster más meticuloso, con sombrero, traje azul y zapatos bien cuidados.
Sebastián de la Barra, uno de los jefes de Lotus, la productora que organiza Lollapalooza Chile -de hecho, está allá para ajustar todos los detalles de la edición 2020- está al lado de él y acota: "Acá el público en Chicago es un poco más joven que en Santiago, pero naturalmente hay una masa joven que siempre está presente". Al escucharlo, Farrell empieza a hablar de futuro y sostiene que a Lollapalooza todavía le queda muchísimo por delante, en Chicago, en Chile o donde se haga.
Que esto es un cohete que alguna vez despegó y que parece no tener techo. Que finalmente aquí se vive y disfruta el presente y el futuro de la música. El pasado, al parecer, quedó enterrado en los pastos marchitos de Woodstock.
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