Papelucho gay en dictadura: memorias de un niño elefante
Después de 20 años, Juan Pablo Sutherland vuelve a incursionar en la ficción. Papelucho gay en dictadura es su nuevo libro, en el que trabaja con materiales autobiográficos para relatar su infancia y adolescencia durante los años 80. La historia de un muchacho que perteneció a las Juventudes Comunistas mientras iba descubriendo su sexualidad y el mundo.
En las primeras páginas de Papelucho gay en dictadura, el nuevo libro de Juan Pablo Sutherland (1967), se lee: "Me dicen niño elefante y no recuerdo el golpe militar. Mis padres nunca quisieron hablar de ese día. Todo fue como si hubiesen censurado la película más importante de sus vidas. De los años setenta no sé mucho, sólo que hubo un golpe de Estado, que Allende murió y mucha gente cayó detenida, desapareció y a otros los patearon de Chile. Mi memoria se formó en los años ochenta, cuando todo comenzó a tener sentido".
Lo que empieza a tener sentido para el narrador de Papelucho gay en dictadura es el despertar político, sexual y afectivo que tendrá durante la década de los ochenta. Es la vida que se va a desplegar de forma violenta, muchas veces, en todos esos niveles; son los libros, las series de televisión y las películas que van a terminar configurando la forma en que mira el mundo el narrador, un lugar en el que aprenderá a refugiarse también.
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Fotos: Maca Rodríguez.[/caption]
Ese narrador es y no es Juan Pablo Sutherland, quien bucea en sus recuerdos de infancia y adolescencia —y en sus fotografías familiares, incluso, desplegadas en el libro— para convocarlos al presente y escribir una historia que transita por la memoria, lo autobiográfico y la ficción; el intento por reconstruir, a partir de pequeños fragmentos y viñetas, la vida de un niño que vive entre Santiago Centro y Pudahuel, en plena dictadura, y que ve cómo la violencia de aquellos tiempos se filtra en su cotidianidad: en los barrios pobres, en el colegio, en su familia. Es el despertar sexual —ambiguo, intenso— y político de un narrador que parece recordarlo todo, que sufre la separación de sus padres, que entra al liceo Darío Salas y se vincula de lleno con la política, pero que sin embargo se siente muchas veces un niño elefante: raro, ajeno, único, incómodo. O como se define él en un momento, cuando recuerda la vez que Florcita Motuda se presentó en el Festival de Viña y cantó "Gente": "Me sentí como él, un extraño, un extraterrestre, un loco, un anormal, un monstruo, una nave espacial que no tenía pista de aterrizaje".
—Este libro partió entre medio de un proyecto mayor que trabajaba la infancia de los años 70 en la Unidad Popular, pero que luego lo deseché, pues no había logrado dar con el tono —cuenta Sutherland sobre el origen de Papelucho gay en dictadura—. Después me di cuenta de que lo que andaba buscando funcionaba mejor con los 80, pues había mayor cercanía con los materiales, y en mi propio archivo encontré cartas de ese tiempo, cassette viejos, fotos.
Esos materiales le darían el impulso necesario para reconstruir aquellos años difíciles, para indagar en sus recuerdos y en aquellas zonas oscuras donde la memoria se pierde.
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Juan Pablo Sutherland no publicaba un libro de ficción desde hace 20 años, cuando apareció Santo Roto, un conjunto de cuentos que ahondaba en el sorprendente mundo que presentó a los lectores en Ángeles negros (1994), su elogiado y bullicioso debut en el que registraba las vidas de una serie de personajes marginados por la sociedad, un mundo gay que para aquellos años resultaba incomodísimo. Fue tanto, de hecho, que apareció en la portada de La Segunda. "Libro gay con platas fiscales", decía el titular del diario, a propósito de que la escritura del conjunto de relatos de Sutherland había sido financiado por el Fondart.
—Cuando se publicó Ángeles Negros, el paisaje era complejo, y publicar un libro como ese era casi sacrificar tu carrera literaria desde una proyección formal en el campo literario en Chile —explica Sutherland—, pues ese texto había que asumirlo con todo y polémica. Con el tiempo los contextos dan vuelta las perspectivas y los paisajes cobran nuevas vidas, tanto los autores como sus obras. Al año siguiente de Ángeles Negros, vino ese notable primer libro de Lemebel, La esquina es mi corazón (1995). Y de a poco fue leyéndose hacia atrás cierta ciudad letrada marica, y por cierto hubo señales cercanas, como Sodoma mía de Pancho Casas o el bello libro de Enrique Giordano, El mapa de Ámsterdam, o ese notable cuento de Jorge Marchant Lazcano "Matar a la dama de las camelias", por decir algunos textos cercanos de ese tiempo.
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Fotos: Maca Rodriguez.[/caption]
Han pasado 20 años desde que Sutherland publicara su última ficción —ambos libros de cuentos se reunieron en 2018 bajo el título Se te nota (Los perros románticos)—, pero lo cierto es que nunca ha dejado de intervenir en el campo cultural con su escritura y proyecto intelectual: ha publicado ensayos, ha editado antologías, ha impartido clases en diversas universidades, se ha convertido en una voz importante a la hora de pensar en los estudios queer en Chile. Esa voz ensayística se filtra, de una u otra forma, en Papelucho gay en dictadura. Hay una suma de imágenes y fragmentos entrañables —sostenidos en la memoria y el archivo de Sutherland—, pero también hay un presencia importante de aquellas ideas que él viene trabajando desde hace años: son los márgenes afectivos, sexuales, políticos que aparecen una y otra vez en la historia de este papelucho gay, que va contando sus aventuras y desventuras, pero no lo hace desde el presente del relato, sino que está rememorando desde un futuro que podría ser nuestro tiempo. Esa distancia temporal del narrador es, justamente, la que le permite a Sutherland abordar estos años, esta infancia y adolescencia ochentera, con lucidez pero también con desconfianza.
—Papelucho gay en dictadura era una deuda para mí con cierta forma de pensar el país, la nación —cuenta Sutherland—. Por una parte, hacer una especie de acercamiento con los relatos de infancia precarizada y marica, recortes de época afectivos, políticos, sexuales de lo que pasaba en los años 80, que obviamente cruzaron mi pubertad y adolescencia junto con la lucha contra la dictadura. Pensé que faltaba narrar ese lugar y coincidía con el contexto político del país actual con tanto negacionismo. Fue la oportunidad para volver a re-poner o instalar esas memorias y archivos que fueron neutralizadas o erosionadas por la retórica de la política tradicional y el consenso político.
—¿Qué te llamó la atención de un libro como Papelucho para construir una novela que tome su voz y dialogue con ese personaje?
—Creo que siempre me alucinó la capacidad de Marcela Paz para construir un personaje tan empático con el resto del mundo a partir de sus anécdotas; su manera tan simple y potente de percibir el entorno y a la vez una cierta autoconciencia que para mí funcionaba como un laboratorio del "yo" y la inocencia de un niño-adolescente chocando con la realidad de los adultos.
—¿Y costó mucho dar con ese tono, con esa voz? Porque está muy bien trabajado la oscilación que hace entre cierto candor y cierta dureza, lo que genera un efecto muy particular en la narración…
—No fue fácil encontrar esa voz, pues había una línea delgada entre ese candor que mencionas y tener la posibilidad a la vez de retratar la violencia del tiempo sin que fuese un registro agotador o victimizante. Creo que me ayudó mucho la memoria colegial, y el archivo del álbum familiar cruzando lo político, los secretos familiares y la violencia de ese tiempo. Por otra parte, quería jugar con esa voz del narrador que contara en primera persona su historia, pero que a la vez fuese un narrador con posibilidad de saltar a momentos a otro tiempo, uno que ya sabía lo que había pasado. Juego con ese efecto, como un déjà vu a la inversa: recordar lo que viene es como recordar el futuro.
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Papelucho gay en dictadura está construido a partir de esos saltos temporales de los que habla Sutherland, los que le permiten indagar en los 80 desde distintos ángulos y complejizar, así, su mirada sobre aquellos años. En ese retrato sobresalen algunas figuras como la de Rodrigo Lira, por ejemplo, que es un fantasma que atraviesa toda la narración. Además, Sutherland, con inteligencia, al recurrir a los archivos, también plantea una serie de notas al pie de página que aportan contexto —social, político, intervenciones informativas— y, en algunos casos, funcionan como puntos de fuga. En uno de esos textos, de hecho, convoca uno de los recuerdos de infancia más bellos del libro, cuando rememora a un compañero de colegio a quien todos le hacían bullying, excepto él. "Iván G. fue un compañero de curso de la Escuela Grecia con el que construimos una ciudad del futuro, estuvimos semanas enteras en su casa montando una especie de utopía adolescente donde todo fuese posible. Inventamos muchos espacios para esa ciudad. Una plaza sólo para reír, otra para besarse con quien tu quisieras, otra para cantar, mil ideas. Esa maqueta había sido construida para Artes Manuales… Al presentarla todos quedaron impresionados por nuestro delirio (…). Un día me di cuenta que lo defendía porque me sentía reflejado en él… [después] lo olvidé por mucho tiempo. Desde que nos separamos en octavo básico nunca más lo vi. Luego de treinta y ocho años fui a un congreso académico en Nueva York (…) y me encontré con él una tarde de otoño en la Universidad de Columbia, en Manhattan. Nos miramos, nos dimos un fuerte abrazo y lloramos como dos niños. Cada uno tenía cuarenta y tres años y nuestra sexualidad había sido nuestra condena por mucho tiempo. Conversamos la noche entera y descubrimos que esa ciudad que habíamos construido hace tanto tiempo en algo se parecía a Nueva York, quizás por el ejercicio de una sexualidad libre y sin castigo, esa fue nuestra sincronía. Al amanecer nos separamos y nos perdimos nuevamente de cada uno".
—¿Cómo fue el proceso de trabajar con materiales biográficos y documentales? ¿Fue muy difícil el montaje?
—Fue complejo, pues tuve que pensar cierto campo de resonancia de las fotografías, el archivo de época y los propios textos. No deseaba que lo visual fuese solo una ilustración de los textos, pero sí me parecía que debía haber un enganche, una posibilidad, incluso pensando cómo trabaja la memoria, que se vuelve borrosa y un día recuerdas algo que no fue realmente y le pusiste algo nuevo al contarlo. Me interesó mucho esos procedimientos: ¿cómo se recuerda?, ¿cómo se cuenta algo que quizás es más deseo interno que real para decirlo de algún modo y luego se arman un nuevo paisaje interno al recordarlo?. Hay fotografías que se narraron sin verlas, luego las vi y la memoria había realizado lo suyo cruzando lugares y épocas, eso se volvió muy productivo.
—Hay un momento en el que el narrador dice: "Mi memoria de elefante no funciona con el golpe". Es una frase muy potente, que plantea una cierta imposibilidad de narrar el horror por una parte (una suerte de black out), pero también señala un desplazamiento que es muy interesante: el narrador no recuerda el golpe, pero sí vive todas las consecuencias de esa violencia, la violencia de los 80 en todas sus dimensiones: políticas, sociales, íntimas. ¿Qué hay detrás de una frase y de una idea como esa?
—Me encanta la lectura que haces, pues creo que da con algunas señas y la observación da en el clavo. Es cierta esa imposibilidad, pues el problema que tuve con el proyecto anterior y que derivó en este, era la potencia de narrar algo muy icónico para nosotrxs, como el golpe y la imagen de La Moneda en llamas; muy puesto en la narrativa política de la nación, pero también muy desgastada por la retórica política. Creo que la única forma de proceder desde esa voz que narra, era esa imposibilidad que se conectaba con esa memoria adolescente que recibió la violencia del golpe desde el día 0, pero que se aterró siempre con la violencia de ese acto y sus efectos en el cotidiano, los susurros, el silencio, lo omitido, la censura,. Es decir, la ingenuidad de esa voz y su espanto no tienen otra posibilidad más que esa especie de Black out que tú mencionas tan bien.
—En otro momento, el narrador recuerda su amor inconfesable por el hombre nuclear y dice que sus compañeros de la Jota lo hubieran mirado con repudio si hubiesen llegado a saber. Y escribe: "Más adelante comencé a pensar que la revolución también debía meterse en la cama y pelear por las obsesiones o sueños de cada uno". Esa es una reflexión y muy contingente, además. ¿En qué momento te diste cuenta de que esa revolución política también tenía que ver con esas luchas vinculadas a los afectos, la identidad y los deseos?
—Creo que ese saber o conciencia vino en algún momento de los 80, cuando la Jota universitaria me llamó muchas veces la atención, vigilancia política y moral que en esos tiempos se denominaba control de cuadro. Básicamente, la atención rondaba con cuestiones relativas a no fumar marihuana o atenciones directas a tu vida íntima, con recomendaciones del ideal revolucionario y a una especie de protocolo del hombre nuevo bien machista. Ese paisaje quedó registrado en mi memoria. Muchas veces algún compañero de la Jota acusó a algún amigo mío de "homosexual", y en la Jota "sugería" que debía ser expulsado, pues era muy "evidente su militancia sexual". Obviamente que yo me opuse con ferocidad, pero en mi retina quedaba ese fantasma de moral burguesa en la propia izquierda.
—Había mucha homofobia en una parte de la izquierda en ese tiempo. ¿Crees que eso ha cambiado?
—Creo que esas prácticas fueron cambiando cuando paulatinamente un grupo de activistas homosexuales, todos de izquierda pero sin militancia orgánica a esas alturas, armamos el movimiento homosexual a inicios de los 90 pensando que debíamos politizar lo personal, como señaló la premisa del feminismo inglés de los 70. Gran parte de los que armamos el movimiento homosexual Movilh histórico, veníamos de la izquierda revolucionaria. Afortunadamente, ese relato fue cambiando por la atención y pelea de muchos activistas en los 90, incluida las Yeguas del Apocalipsis, La Ayuquelén (colectivo lésbico) y el feminismo de los 80. Y, por último, la figura de amistad entre Lemebel y Gladys Marín también ayudó mucho para esa transformación.
—En estos años nos has dejado de estudiar y reflexionar sobre las políticas del cuerpo, las sexualidades críticas y lo queer. De hecho, estás realizando una investigación acerca de Grindr. ¿En qué está ese proyecto?
—Pensé en un libro de ensayos que tuviese un rasgo de auto-etnografía, es decir, cruzando lo crítico, lo biográfico, donde se conjugaba materiales de campo. Me metí a bucear en el uso de Grindr, aplicación tan usada en el mundo gay y que me parece un espejeo actual de los comportamientos sexuales casi como tendencia global, pero que tiene tanto efectos en el mundo heterosexual como en las propias comunidades que las utilizan. Una especie de taxonomía en las formas de pensar y vivir el sexo, las prácticas sexuales, la industria de las drogas sintéticas y los cuerpos como tecnologías de caza. He abierto un diario de campo aprovechando mis estadías de investigación doctoral, es decir, he intentado vivir la experiencia de Grindr en Nueva York, Berlín, París, Lima, Buenos Aires, Santiago y Barcelona, y la verdad es que hay hallazgos interesantes. Quizá Grindr es una tremenda enciclopedia de cómo pensar cierto tipo acotado de libertad sexual en el marco del neoliberalismo y las industrias del ocio, el sexo químico (Chemsex) en la diversidad o la borradura de determinados cuerpos.
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