Lo que no consiguió ni Ricky Martin, ni Shakira, ni el bueno de Juanes, ni la inventiva de Calle 13, ni el fuego de Daddy Yankee, lo logró J Balvin: convertirse en el primer astro latino en encabezar un festival estadounidense símbolo de la cultura de masas de los últimos 25 años.
En la noche del sábado, el reggaetonero saltó a uno de los escenarios centrales de Lollapalooza Chicago para subrayar un hito que le pertenece al decir que "es primera vez que un latino es headliner de Lollapalooza", el mismo evento que nació como el refugio de la cultura alternativa de los 90 al hermanar en un solo espacio el grunge, el hip hop, el rock independiente y el pop electrónico.
Olviden todo aquello: "Reggaetón" en letras blancas y robustas es lo que se lee en las pantallas principales cuando el colombiano inicia su show, precisamente con el tema del mismo nombre, con un muñeco gigante secundando la escena desde un rincón, mientras sus tres músicos disparan bases programadas, percusiones y bocinas reggaetoneras junto a un grupo de bailarinas disfrazadas de nubes corpulentas.
Los rascacielos de Chicago iluminados parecen el más idóneo decorado de un lugar que se bate como pocas veces durante el fin de semana en que se desarrolló la cita, como una discoteca al aire libre con latinos muy latinos flameando banderas colombianas en señal de orgullo paisa, o vistiendo camisetas de selecciones latinoamericanas para exhibir orgullo bolivariano, y gringos muy gringos farfullando cantitos en español y balanceándose hasta abajo para imitar un baile nacido en antros y barriadas a miles de kilómetros de distancia.
Donald Trump probablemente no vería con buenos ojos tamaña comunión, pero tampoco tendría mucho qué hacer: la presencia latina es insoslayable en grandes urbes como Chicago y convive sin cortocircuitos con la idiosincrasia local. Trent Reznor o Billy Corgan, dos emblemas del Lolla noventero, quizás observarían desconcertados cómo el rock ha sido absolutamente relegado, pero también estarían obligados a cruzar los brazos y resignarse: la música urbana –con su fusión de rítmicas latinas, sus bases duras, su fraseo repetitivo y sensual, su exuberante puesta en escena- hoy es parte medular de mucho del pop que se factura en EE.UU., abrazándose sin recelos con géneros como el hip hop o la electrónica.
Perry Farrell, organizador del festival y líder de Jane's Addiction en los días en que el espectáculo era otro, confesaba a La Tercera el pasado jueves que hace poco vio a Balvin en Europa y que, pese a que no entendió nada de lo que cantaba, le impactó su magnetismo. El futuro de los festivales, según precisó, estaba ahí.
Pero ese mañana es presente cuando el nacido en Medellín desenfunda una primera media hora rotunda, sin treguas, con hits como "Ginza" o "Brillo" –en dueto virtual con la española Rosalía, presente en las pantallas, y parte de su álbum Vibras, escogido por medios norteamericanos como el mejor de 2018-, para luego homenajear a quienes estuvieron antes que él, a los que en rigor le permitieron esta victoria. Ahí invita a Wisin & Yandel para cantar "Rakata", y después tributa al Big Bang del género, al "Rock around the clock" del perreo: "Gasolina", la composición inmortal de Daddy Yankee.
En la segunda parte de su performance, la intensidad baja, el karaoke se vuelve más comedido, aparecen otros muñecos en el escenario –un pato gigante montado por el propio cantante, una suerte de Caballo de Troya en medio de su personal Odisea- y los temas parecen un loop discotequero incesante e invariable, característica propia del género urbano. La interpretación relajada de Balvin, sus letras inofensivas, su pose serena y un espectáculo que por momentos semeja un pequeño Disneylandia, son parte de las claves para comprender su fenómeno.
Por lo mismo, resulta curioso que, frente a una popularidad que crece como un monstruo intimidante, él sea la única figura estelar de este Lolla que no ofrece ninguna clase de merchandising en los puestos de venta, ni poleras ni anzuelos publicitarios con algún logo o frase emblemática. Quizás no lo necesita: su presentación es pródiga en enunciados con carne de titular y reivindicación pacifista al repetir conceptos como "latinos, este es nuestro momento" o "es el momento para que nuestros sueños se hagan realidad"; luego se lanza con "el reggaetón me cambió la vida" -¿quién podría discutírselo?- y más adelante agrega un "Dios bendiga al reggaetón".
Trump simplemente no daría más ante la mayor frase patriótica de su tierra –aquel Dios bendiga a América- ahora profanado para sacralizar un ritmo latino, sexual, desprejuiciado, frívolo, de pasado pendenciero y de arrastre transversal en razas, edades y clases sociales. Son los signos de los tiempos. Dios bendiga a J Balvin.