A lo largo de años en el oficio, fui tremendamente injusto con la obra de Hernán Rivera Letelier. Juzgué sus libros como si fueran literatura para adultos, cuando en realidad son literatura para niños avispados o, en el peor de los casos, para muchachos lerdos. De mi falta de juicio y estupidez me he dado cuenta recién ahora –un poco tarde, dirán algunos con razón–, tras leer El autodidacta, una novela que ningún estudiante de sexto básico debiera ignorar. A los 12 años de edad se puede aprender bastante de su lectura, partiendo por una diferencia que a muchos nos ha resultado crucial en la vida: "demás" no significa lo mismo que "de más". Rivera Letelier finge no estar al tanto de lo anterior –es por ello que tiende la trampa en al menos 5 ocasiones–, pues así opera su sentido del humor: picaruelo pero siempre con un afán didáctico.

Otra lección valiosa que un lector impúber podría obtener de El autodidacta es que no hay que complicarse demasiado para escribir un relato que probablemente se convertirá en superventas. Basta con narrar una historia de la manera más plana que sea posible y enquistarla sobre el paisaje que uno mejor conozca. Una regla de oro –o "de oro blanco", como diría Rivera Letelier para volver a recordarnos que lo suyo, su "paisaje primordial", son las pampas salitreras– es ceñirse cuanto se pueda a las reglas de la predictibilidad: a los niños les encanta adivinar a mitad del libro cuál será el desenlace. Esto, además, cumple con la función de hacerlos sentir sagaces e inteligentes.

Un truco que por nada del mundo hay que desdeñar es la disposición recurrente de adjetivos más o menos desconocidos o derechamente juguetones. En una muchachita o muchachito de 12 años, tales hallazgos estimularían frecuentes visitas al diccionario y una consiguiente ampliación del lenguaje, eso para ni mencionar el estatus ganado ante sus compañeritos más ignorantes y una mayor popularidad en sus posteos de redes sociales. El humor blanco y básico que permea esta novela de principio a fin también contribuiría a alejar a los pequeñuelos de la ordinariez y la procacidad que hoy reinan en nuestra televisión. Y es que cómo diablos no lo percibí antes: Rivera Letelier es uno de los escritores chilenos más lealmente comprometidos con la educación integral de nuestros niños.

Eleazar Luna, el protagonista y narrador de El autodidacta, trabaja en una de las últimas oficinas salitreras que operan en el norte de Chile. Pero a diferencia de sus toscos camaradas, él manifiesta cierta indeclinable pasión por la poesía: escribe versos, luego los quema, se declara poeta, luego dice no serlo, piensa en poesía, lee poesía, e incluso es capaz de abordar tecnicismos complejos al momento de redactarle un poema a su amada: "Al fin me decidí a escribirlo en sextina real (nombre más que adecuado para el canto a una reina), en versos endecasílabos y rima asonante: el primero rimado con el tercero, el segundo con el cuarto y el quinto con el sexto".

El poeta de las pampas sabe muy bien lo que es una metáfora –"kilómetro que bajo el sol se alargaba como chicle"– y no carece de pasión, "como el animal romántico que soy (Cáncer regido por la luna)". Sin embargo, Eleazar Luna demuestra ser un poquitín tímido: ni una sola vez, a lo largo de las 138 páginas en que asegura ser un poeta hecho y derecho, comparte algún poema propio con el lector. No por ello hay que dudar de su talento, ya que hacia el final del relato él mismo nos informa que ganó un importante concurso de poesía auspiciado por un diario capitalino.

El autodidacta es una "novela autobiográfica", así dice al reverso del libro. Pero el hecho resulta irrelevante, puesto que, antes que nada, se trata de una obra dispensable y vergonzante, una obra que en vez de terminar con la palabra "FIN", un recurso de por sí infantil, debió haberse cerrado con el versito aquel de "Colorín colorado".

El autodidacta

Hernán Rivera Letelier

Alfaguara

ISBN: 9789563841336

140 páginas