Ya la vi. Quería verla. Deseaba mucho verla.
Tenía expectación, nervios, ganas.
Ya sabía que me iba a gustar, antes de verla. Me gustó el nombre (¿un cuento de hadas o está canalizando a Sergio Leone?), el afiche (todos los afiches), el tráiler con el tema de Neil Diamond, la banda sonora que recupera hits y temas olvidados del año 1969 ("Mrs Robinson", de Simon & Garfunkel, con un cover aterrador y melancólico de "California Dreaming" a cargo de José Feliciano), el impresionante elenco (¿cómo a nadie se le había ocurrido juntar a Brad Pitt con Leonardo DiCaprio?), la presencia luminosa de Margot Robbie como Sharon Tate (joder, Tarantino se hará cargo de la masacre perpetuada por Charles Manson y sus chicas hippies), la dirección de arte, el look sesentero cool que fetichiza la masculinidad piola de Redford, McQueen, Newman.
¿Quién produce eso? Digo: ¿Qué director logra eso?
Tarantino. Es una cinta de Tarantino.
Con eso basta, al parecer.
¿Qué director logra generar eso?
Ha generado ruido, interés, morbo, fanatismo, deseo. Sobre todo, deseo.
¿Qué director provoca deseo de ver sus películas cuanto antes?
Ya falta poco para que se exhiba en Chile. Mis amigos me envidian, porque la vi antes que ellos. La vi y ya puedo contar. O no contar todo, porque esta es una cinta con spoilers (y no de esos de las cintas de superhéroes). Es de esas películas en que uno no desea contar lo que no hay que contar por respeto a Quentin (como si uno lo conociera, como si uno fuera su amigo) y también por el respeto a tus propios amigos, que uno desea que la vean y gocen y capten todos los detalles para luego conversar de la película todos juntos. Lo que sucede con Tarantino es curioso y fascinante. No se trata de ver si te va a gustar, sino si la nueva cinta te va a decepcionar o no (muchas de las últimas me han decepcionado). Esto, si se analiza, es demente y esquizofrénico y complicado a la hora de crear. ¿Qué puede hacer para superar su pasado o estar a la altura de su apellido-marca? El cine de Tarantino es de autor, pero de un autor popular, masivo, violento, jugado, extremadamente personal, que ha logrado hacer artefactos de cine-arte en portaaviones dinámicos que conversan con -y a veces alteran- la cultura popular. Es el nuevo Hitchcock: arte popular, pero arte, y un mundo (y una mirada al mundo) intensamente personal.
Vi Érase una vez en Hollywood pocos días después de su estreno en Hollywood (unas tres semanas antes de que se estrene en Santiago,el próximo jueves), que al parecer es el lugar ideal para verla. Es altamente probable que la vea de nuevo, en digital, en un cine de mall, sin tanta adrenalina y más temprano, no en una función de medianoche, agotada, en el propio cine de Tarantino (el New Beverly de Los Ángeles, algo que da para una artículo, el cual escribiré lo más probable en unas semanas, cuando la cinta ya esté en cartelera), a pasos del restorán mexicano El Coyote, que fue donde cenó Sharon Tate esa cálida noche de agosto de 1969, antes de retirarse con sus amigos a la oscuridad sinuosa de la calle Cielo Drive, allá en la cima de las colinas de Hollywood. La función estaba repleta de freaks con camisetas con las películas de Tarantino y de las cintas B que le gustan a Tarantino (QT podría pasar a la historia solo por lo que ha hecho por redimir y darles un estatus cultural al cine B y a las películas de subgéneros curiosos de dudoso origen). Tal como sucedió cuando vi Pulp Fiction en un cine malo de Times Square en 1994, el público tarantinesco grita, comenta, responde y participa con lo que sucede en la pantalla. Y es que el lazo de los espectadores de Tarantino con Tarantino es único y está más ligado al rock. El chico símbolo de los '90 (Perros de la calle es del año '92) ha tenido la capacidad de ir aumentando su público y subiendo a su carro al menos dos generaciones extras (la función a la que fui estaba llena de chicos suburbanos menores de 18, tipo Stranger things, con camisetas de películas de John Hughes que estaban esperando la función con la devoción que uno asocia con rockeros que son capaces de quebrar generaciones), lo que le ha permitido transformar su postal sangrienta acerca de agosto del 69 (ese día fatal en que, según Joan Didion, terminaron los 60) en un éxito de taquilla de más de dos horas y media sin recurrir a efectos especiales, naves, capas o franquicias. La franquicia lleva el apellido de su director.
¿Me gustó? Sí. Me parece su mejor cinta desde Jackie Brown, que es con la que más conversa (más calmada, más melancólica; una cinta muy de Los Ángeles). Es larga, es personal (Tarantino recrea el Hollywood de sus recuerdos de niño) y es deicida: aquí no solo explora la muerte y la violencia y el paso del tiempo, sino que decide reescribir la historia y dárselas de Dios. Esto, claro, es algo que pocos se atreven a hacer, y es ese gesto el que te deja perplejo y atónito. No sé si es mi cinta favorita del año. Falta mucho año aún, pero es inolvidable. Es puro Tarantino, destilado. La cinta que tenía que hacer y qué bueno que la hizo. Es una experiencia de cine acerca del cine que llena cines, como si fuera 1969 o 1984. La película posee corazón y tiene onda (chorrea onda) y quizás azota con demasiada información. Posee personajes y, a la vez, estrellas, y se detiene a observar. Es una película que hace lo que hacían las películas de antes: invitarte a entrar. Qué actorazos son Pitt y DiCaprio (¿otra columna?). Qué notable es Margot Robbie: una estrella de cine haciendo de una estrella de cine que no logró ser una estrella por morir antes de alcanzar esa categoría. Es un filme de adultos, pero con twist juvenil que termina siendo una gran mirada acerca de la mortalidad. La cinta es cinéfila y acerca de actores y de cine, sí, pero no deja afuera a los que no son parte de la "industria". Agota, es cierto, y a veces es redundante, pero Tarantino siempre lo ha sido. Provoca empatía, emoción y tiene humor. Mucho. Se va a veces por la tangente y esos son los momentos más logrados. Y posee cierta lírica, cierta poesía. Seduce al público y lo lleva a donde quiere y deja a todos sorprendidos.
El mayor problema con Tarantino es que pareciera que ha visto más de lo que ha vivido. Eso, a veces, ha paralizado o enfriado su cine. Su obsesión por hacer buen cine a partir del cine malo ha sido a veces majadero y autista, y algunas de sus últimas películas me han dejado frío. Este no es el caso. Esta deja prendido, alterado y capaz que emocionado. Es una cinta de amistad, de códigos, acerca del paso del tiempo, del choque de lo clásico con lo nuevo, donde Tarantino opta más por John Ford que por Dennis Hopper (pocas cintas han sido tan antihippie) y se acerca cada vez más a Eastwood (me dieron ganas de ver Breezy, la cinta de Clint con William Holden como un hombre maduro que cae flechado por una hippie en Los Ángeles de esos mismos años). Tarantino insiste en que un cineasta debe colgar los guantes antes de los 65 años, que los artistas deben jubilar, que una obra de 10 cintas es suficiente. Esta es la novena. Él ha querido pasearse por varios géneros (artes marciales, cintas de autos, la película de guerra) y está dudando, dice, entre el horror y la ciencia ficción. Pedirle una comedia romántica o una cinta de detectives o una de amor, es el equivalente de pedirle peras a un olmo. Haga una cinta más, o 12, o 13, lo que sí está claro es que no hay nadie que se le parezca. Es el autor (en el sentido francés de auteur) más importante de la actualidad. Es quizás, después de Spielberg, que ha decaído y ya convoca menos, el único director que es más conocido que sus actores, que es una marca global, que es ciento por ciento coherente sin por eso dejar de ser comercial, masivo y popular. Sus cintas, como las de Hitchcock, pueden ser admiradas y gozadas por aquellos que no saben quién las dirigió y por aquellos que no se consideran cinéfilos. No se ingresa a sus películas para ver si te van a gustar (algo que el propio Tarantino sostiene que es la mejor parte de ir al cine: la anticipación antes de que se apagan las luces), sino para ver si no te van a decepcionar. ¿Será mejor que la anterior o que una de las ocho anteriores? En otras palabras: Tarantino siempre coloca la vara alta. Y su vara, además, no solo es personal, sino que es curiosa y fuera del canon: los géneros y los subgéneros, la trivia, la violencia, los mundos masculinos, las chicas con pies descalzos.
Recuerdo con mucha adrenalina el remezón de la primera vez que vi Perros de la calle (en el Astor) o lo que provocó Pulp Fiction (cómo, de pronto, la radio tocaba a Dusty Springfield) o ese ballet de violencia estilizada que forman las dos Kill Bill, con una mujer empoderada, dispuesta a todo con tal de vengarse. Es parte de la memoria de mi generación y de los que vienen después, gracias al cable o al VHS o al DVD. Tarantino ha sido odiado, sí, mirando con distancia, pero por sobre todo ha sido imitado y ha inspirado. Es una vara curiosa que poco tiene que ver con lo sutil o la contemplación, o incluso las emociones. Antes de estrenar su segunda película, Pulp Fiction, y ganar Cannes, ya su apellido era un adjetivo: tarantinesco. Es, sin duda, el director con más nombre y que posee una marca propia inconfundible.
Érase una vez en Hollywood es, por un lado, muy cinéfila (es una cinta acerca del cine y del lugar donde hacen las películas), pero es menos cerrada que sus otras películas recientes (el fracaso comercial de la estupenda Death Proof, las quizás demasiado cinéfilas y cerradas Django sin cadenas o Los ocho más odiados). En efecto, las últimas me interesaron poco y nada. Me parecieron de alguien cuyo éxito se le fue a la cabeza y perdió lazo con su público. De hecho, sus últimas dos cintas "históricas" convocaron menos audiencia, pero la nueva, a pesar de transcurrir hace 50 años, se ve nueva, relevante, pertinente. El mejor Tarantino es el contemporáneo, aunque su presente siempre tiene algo retro. Y como vivimos en tiempos vintage, nostálgicos, Érase una vez en Hollywood pasa más por contemporánea que de época, y propone una alternativa posible a los tiempos violentos.
Cuento los días para verla de nuevo.