La excepción francesa

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Dilapiden el capital político acumulado o lo profundicen, las francesas parecen dar por sentada una premisa que pocas feministas aceptarían sin enarcar las cejas: la dominación masculina hace sufrir a las mujeres, pero también atormenta a los hombres.


Mientras el mundo discute y denuncia el abuso, las relaciones de poder entre géneros y los fundamentos del orden patriarcal, Francia revisa el placer. Aquí no rige el axioma clásico de la lucha política: militar primero, gozar después. Si las francesas hacen temblar las redes sociales, no es tanto con denuncias o linchamientos como hablando de sexo sin parar, sin pelos en la lengua, entre ellas. Como si la experiencia de la rebelión contra el poder masculino incluyera también un ritual de asambleísmo erótico, sesiones de brainstorming donde el tema no es lo que los otros nos hacen, sino lo que nosotras podemos hacer con nosotras mismas. Cuentas de Instagram como Je m'en bats le clito, @jouissanceclub o @tasjoui, administradas por veinteañeras y seguidas por cerca de 300 mil abonados, parecen probar que uno de los posibles post#MeToo es la pregunta por un horizonte sexual donde los varones brillan por su ausencia y los aliados -retorno irónico del clítoris, el extra que el porno y el discurso sexológico lanzaron al estrellato en los años '70- vuelven a ofrecer sus servicios, siempre misteriosos, desde los repliegues del propio cuerpo. Radicales, las francesas no se dejan engañar: el #MeToo no es más que una batalla. La guerra -la verdadera guerra- es el Placer. El Placer libre y soberano.

A caballo entre la tradición libertina y la heráldica gourmet, algo de esta terca vindicación hedonista irrumpía ya en enero de 2018, tres meses después de que estallara el affaire Weinstein, en la carta abierta con que un centenar de celebridades francesas alertaban en el diario Le Monde sobre los potenciales efluvios de puritanismo totalitario destilados por la avanzada justiciera del movimiento #MeToo. La intervención motivó todo tipo de rechazos: frivolidad, decadencia, retrogradez, anacronismo. Su problema (uno de sus problemas) era que la tradición que invocaba implícitamente (Sade, Laclos, etc.) servía también de paraguas cultural para las fechorías de un Strauss-Kahn. Por primera vez, la generación del 68 (a la que pertenecían Catherine Deneuve y muchas de las firmantes de la carta) parecía perder el tren que ella misma había puesto en marcha medio siglo atrás. Y, sin embargo, bien mirado, ¿no seguían reclamando lo mismo que entonces? ¿No seguían siendo realistas, pidiendo lo imposible?

¿Dónde, si no en Francia, dos mujeres podían desafiar los vientos de la época lanzando en pleno #MeToo dos podcasts dedicados a explorar el imaginario sexual de los varones? Proyectando sobre los otros el mismo haz de insaciable curiosidad que los gineceos instagrameros proyectan sobre sí, Les couilles sur la table ("Las bolas sobre la mesa"), de Victoire Tuaillon, y The boys club, de Myriam Haegel, no solo desconcertaban por la provocativa prioridad de sus agendas. También escandalizaban por dar la palabra a los verdugos cuando solo las víctimas parecían tener derecho a hablar. El mismo principio a contrapié rige hoy en On the verge (título que juega con la idea de borde y de verga), el podcast que Anne-Laure Parmantier lanzó en febrero de este año y ya lleva más de 215 mil escuchas. Cada dos semanas, un varón amparado por el anonimato devela los repliegues más íntimos de su sexualidad, acicateado por las preguntas de una anfitriona que sabe ir hasta el hueso sin sacrificar hospitalidad. Quizá la curiosidad por el verdugo sea una especialidad tan francesa como la curiosidad por el deseo. No en vano hace 13 años Jonathan Littell se quedó con el premio literario más importante de Francia con Les bienveillantes, la novela en la que reconstruía con pelos y señales la subjetividad de un oficial de las SS. ¿Qué francesa osaría retroceder ante el misterio de un monstruo en el que verdugo y deseo serían sinónimos?

Dilapiden el capital político acumulado o lo profundicen, las francesas parecen dar por sentada una premisa que pocas feministas aceptarían sin enarcar las cejas: la dominación masculina hace sufrir a las mujeres, pero también atormenta a los hombres. Mientras las chicas debaten cómo hacer florecer las flores secretas de su goce, los varones, por su parte, piden auxilio, aplastados bajo los escombros de un falocentrismo cuyo fruto último, al parecer, no es otro que la impotencia. Mientras las chicas celebran al clítoris, los varones franceses que siguen cuentas como @tubandes ("se te para") dan fe en primera persona del karma de un "sexo fuerte" que solo persiste como psicopatía predadora o como farsa, esclavo de un ideal del que ya abjuró el mismo Rocco Siffredi. El número no es nuevo y -confesión sincera o lágrima de cocodrilo al pie del patíbulo- está en el aire de la época. Hay un macho que tiembla en el Obama que llora en público, en el Enrique Iglesias que declara tener "el pene más chico del mundo", en el Nate Jacobs -el psychomacho de la serie Euphoria- que evita mirar los sexos de sus compañeros en el vestuario como quien esquiva la mirada letal de la Medusa.

Es obvio que los machos están asustados. Y sabemos -gracias a Brecht, que nos lo enseñó con los burgueses- hasta qué punto de peligro puede llegar un verdugo asustado. Lo llamativo de la cuestión es que son los franceses los que más siguen las cuentas de Instagram donde las francesas cuentan sus cosas, y las francesas las que siguen las cuentas donde los franceses cuentan las suyas. Si Francia tiene algo que decirnos en la materia -si hay, también en este terreno, una "excepcionalidad francesa"-, quizás sea esto: que sabemos con quiénes queremos hablar, pero no necesariamente para quiénes hablamos (en cuyo caso el hablar en el gueto en que está atrapada la conversación de género no sería sino una manera desesperada de querer hacerse escuchar por el/la otro/a), que acaso sea útil curiosear en la intimidad del verdugo para dejar de ser sus víctimas, y que tal vez no esté del todo mal, por fatuo o reblandecido que suene, postular el placer como una dimensión trascendente, sin límites, a la hora de ponerle un límite al género que solo supo gozar de ella sojuzgando a todos los demás.

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