No son muchas las veces en las que, en la industria de los servicios, los establecimientos se salen de toda norma a propósito. Existen ciertas nociones que no se pasan a llevar, conceptos básicos para conseguir clientes, como ofrecer un servicio lo más amable posible, que todos sean tratados con la misma deferencia y que las opciones de pago sean variadas (todo menos cheque). Nada de eso ocurre en Rapa Nui, un bar ubicado en la vieja Providencia residencial, cercana al barrio Italia, donde se mezclan cités, casonas y edificios de lofts.
Lo que podría ser una receta para autoboicotear un local que recién comienza, en Rapa -como lo llamamos los que vamos con cierta regularidad- es la principal razón de su éxito. De partida, si quieres ir, lleva algunos billetes, porque para pagar solo se acepta efectivo, nada de plásticos. Y si alguien espera que garzones o meseras estén atentos para tomar su pedido, pues pierde el tiempo, porque Rapa solo lo atienden don Carlos, su dueño desde 1976, y su señora. Las noches más ocupadas, los jueves y viernes, llega la asistencia de Sebastián, un mesero que se parece a Messi, y de otro al que no le sé el nombre, aunque es igual al Heidi González. Es raro, pero es como si ambos muchachos hubiesen salido de un casting de dobles de futbolistas.
Más allá de quienes atienden -me llegó el rumor de que Messi se fue-, quizás el principal atractivo de Rapa es parecer situado en otra época, en otro lugar. El Rapa puede ser un bar de barrio español o un boliche del sur profundo chileno: Nueva Imperial, Angol, Puerto Aysén. Todo depende por qué carril de la imaginación uno lleve esto, porque, para ser justos, el Rapa también parece un bar santiaguino de 1964, totalmente suspendido en el tiempo y el espacio. Quizás por eso no es extraño toparse con el histórico PS Ricardo Solari tomándose una copa de vino solo al lado de la barra; o a Boris Quercia o Francisco Reyes, los actores, con sus grupos de amigos.
Aunque tenga ciertas cosas de una fuente de soda, como mesas y sillas casi sacadas de las aulas de un liceo y una decoración mural sin ninguna pretensión (lo más moderno ahí es una camiseta enmarcada del West Ham), el Rapa no tiene esa lógica semiindustrial de las fuentes de soda, donde la comida sale rápido para hacer circular los clientes. No. Al Rapa, especialmente de noche, se va con tiempo, porque el staff es limitado y porque su corta carta siempre es preparada en forma casera: papas fritas cortadas como en casa, chorrillanas, mechada al plato con tomate y porotos verdes de feria, nada de insumos de supermercado. No es mucho más que eso, pero todo está bien hecho. Ahí está parte del encanto de esta casa esquina de fachada continua, en Infante con Los Jesuitas.
Eso sí, el Rapa es un lugar mañoso si uno es cliente primerizo, sobre todo porque don Carlos se ha preocupado de instalar ciertas reglas que son virtualmente imposibles de quebrar. La más grande de todas: el tamaño de las piscolas. Porque no es que las piscolas sean grandes, son simplemente monstruosas, con el pisco llegando hasta el borde mismo de un vaso piscolero largo. Tan así es que, por redes, circulan gifs de las prístinas piscolas del Rapa o stickers de WhatsApp con don Carlos sirviéndolas. Esto nos lleva a la regla dos: la piscola se sirve a tope en un solo vaso. Es casi imposible que te pase un segundo vaso para armar dos piscolas. Es todo o nada. Por eso, todos aquellos de hígado no blindado muchas veces hacen piscolas en su propia boca: un sorbo de pisco, uno de coca y a mezclar, hasta que el pisco baje lo suficiente para llenarlo con bebida. Por suerte, yo no tengo ese problema, ya que voy por cervezas. Pero dos piscolas del Rapa hacen tambalear hasta a Bukowski.
Todas estas cosas hacen que el Rapa, aparte de ser un lugar amado por muchos, también sea odiado. Los que vienen desde la lógica del "cliente siempre tiene la razón" no pueden entender que don Carlos no entregue un segundo vaso. O que la atención no sea tan expedita, porque esto es como un club donde el que más puntos suma es el que más veces va. Yo tardé años en sentir que pertenecía y eso pasó un día en que Rapa estaba lleno. Estaba esperando una silla para sentarme con mis amigos, cuando el taciturno don Carlos me divisó de lejos para luego entregarme un piso. Debo admitir que se sintió bien. Ahí me di cuenta de que es don Carlos quien te elige a ti. Parte del resentimiento hacia Rapa pasa por no sentirse entre los elegidos. Es quizás el gran mérito de don Carlos y, al mismo tiempo, su talón de Aquiles.
También está el factor gentrificación. Hay varios que disparan desde ahí; mal que mal, el bar está en Providencia, en un barrio de gente mayor al que gradualmente han ido llegando jóvenes con poder de compra. Que el bar se llenó de zorrones o que el Rapa no es más que un simulacro de un bar auténtico son algunas de las críticas. Aunque algo de eso hay, yo difiero. Sí, al Rapa te va el zorrón progre, con sus camisas con palmeras y piñas y atardeceres. Es verdad. Pero también te van viejos a tomarse su copa de vino barato con su señora, el oficinista y el universitario del sector, además de los muchachos que vienen de un partido de futbolito. El caso es que el bar es transversal, diverso en cosmovisiones, por mucho que no vayas a encontrar a un ejecutivo de Isidora sentado en una mesa.
Siempre me dio vueltas por qué un hombre de pocas palabras como don Carlos, que conscientemente ha decidido que el único ruido en su bar sea el de sus comensales (música nunca hay), decidió bautizar su boliche como Rapa Nui. Imaginé que don Carlos tenía ancestros en la isla o que alguna vez volvió de un viaje desde Hanga Roa sintiendo una conexión demasiado fuerte y que por eso decidió ponerle así.
Don Carlos pasa por nuestra mesa y saluda de mano. Aprovecho de hacer la pregunta.
-¿Por qué le puso Rapa Nui al Rapa Nui?
Don Carlos mira un poco sorprendido. Dice que el bar existe desde los años 50, pero que él lo compró en 1976. Y finalmente responde:
-Ah, no sé, cuando lo compré ya se llamaba así esta cuestión...
Y se va rumbo a la cocina. Todo muy don Carlos. Todo muy Rapa Nui.