Quizás por mi baja estatura he estado acostumbrada a conformarme a un campo de visión acotado. Las cornisas de los edificios a punto de caerse en los terremotos no me inquietan, porque no las veo, y los tendidos eléctricos de los que el santiaguino se queja, me traen sin cuidado. Practico un caminar apresurado y cabizbajo, ojalá escuchando música. Mis mejores amigas y compañeras de caminata siempre han sido tres cabezas más altas que yo, y en el colegio me identificaba a regañadientes con la caricatura de Sancho Panza: "Terrestre, apegado al suelo, físicamente más cerca de la tierra, propenso a fantasear con alimentos más que con asuntos del espíritu", era más o menos la frase con que lo describían las profesoras de castellano. También se me quedó incrustado el espíritu infantil de mis cuatro años, cuando con mi familia hicimos un viaje que consistía en caminatas eternas por ciudades italianas cuyos nombres mascullaba entre dientes sin cesar, tratando de averiguar si en Florencia me encontraría con mi prima Florencia o si Venecia era azul como las venas, o si en Pisa la torre era de pizza. Interminables callecitas grises en las que solo me preocupaba de saltar de adoquín en adoquín, esquivando las grietas. Mis padres, en las sombras, doblaban sus cuellos en dos para filmar los edificios antiguos, responsables de la penumbra, con una cámara Sony. A mí me rugía la guata de hambre, mirando un cucurucho de papas fritas abandonado en la cuneta. Mucho más tarde comencé a hacer mis propios turismos, pero acá en Santiago, con la vista concentrada en el chicle pegado en la acera y el brillo del agua del Mapocho, sin todavía poder mirar hacia arriba, sin entender de arquitectura. Mi papá me dijo una vez que solo los viejos miraban hacia arriba y oían los pájaros. Yo pertenecía al suelo.
Ya más grande (pero siempre de baja estatura), cuando me puse a pintar, decidí arrendar un taller. Por datos de amigos llegué a una casa con un aire gótico y art déco en la calle Carlos Wilson. Cuando estacioné mi bicicleta solo me fijé en un gran árbol cubierto de hiedra que esconde la casa y le da un aspecto aún más lúgubre y solemne. La casa es gélida, oscura al comienzo, tiene un segundo piso más iluminado y el suelo es de madera que cruje y suena bien. Mi taller era el más grande y daba a una terraza de baldosas burdeo con ribetes blancos, donde poníamos una mesa para almorzar y fumar. Había una parra de uvas verdes y un resto de jardín más sombrío al que nadie iba. En ese rincón la tierra era barrosa, no pegaba fuerte la luz como entre las baldosas que había a la salida de mi taller, desde donde se colaban unos pelillos verdes de pasto desesperados por tomar sol. Con la misma cautela de mis cuatro años trataba de no pisarlos mientras iba de adentro hacia afuera atravesando las puertas de madera y vidrio. No demoré en descubrir que la fantasía de pintar con los rayos de sol entrando en forma de rombo a mi taller tenía un límite biológico: me daría hambre. El mismo rugido estomacal que usaba de niña para desconcentrar a mis padres de sus filmaciones arquitectónicas, me desconcentran a mí ahora, justo cuando puedo pintar bien, justo cuando estoy más entusiasmada. Nunca había maldecido a mi organismo y sus ciclos. Sola y famélica en pleno verano, tendría que salir a explorar. Para encontrar un restaurante tuve que elevar la mirada y leer carteles. No alcancé a caminar demasiado: en la esquina de Carlos Wilson con Manuel Montt encontré un restaurante peruano cuyo nombre no alcancé a registrar y todavía no lo hago. La palabra peruano bastaba. Una amiga me contó hace poco que con su familia llegaron a la conclusión de que, en cualquier barrio, el restaurante peruano es la opción más segura para no equivocarse ni llevarse sorpresas. Pocas veces fallan. Me senté y pedí el menú, que por seis mil pesos incluía un ceviche, ají de gallina y crema volteada, que es un flan en su versión más perfecta. Comí como una reina y me prometí en silencio que todas las reuniones amistosas o laborales que tuviera de ahí en más serían en el peruano de la esquina, esa casa amarilla grande sin onda, sin ninguna pretensión, tan distinta de la mezcla gótico y Tudor que lucía la casa de Carlos Wilson. Más tarde averigüé que esa casa fue construida por Julio Machicao, el mismo que hizo la Casa del Escritor, que está en Almirante Simpson. Primero la hizo para Enrique Schiffrin, un empresario austríaco con tres hijos con intereses artísticos. Él quería que su casa fuera habitada por el arte, y hoy en día es la sede de la Sociedad de Escritores de Chile. La casa de Machicao, una versión más gris y pequeña que la casa del señor Schiffrin, era mi edificio europeo personal, era mi oportunidad de mirar el torreón de la casa como mi familia lo hacía en esas calles estrechísimas hace 25 años, y por casualidades de la vida también se había transformado en un hábitat de artistas. No sé en qué año se construyó la casa de mi taller, pero sí sé que la Casa del Escritor se hizo en 1927, justo en la mitad de un proceso de revalorización de las artes aplicadas nacionales y la integración de elementos y tendencias internacionales a la arquitectura. Por ejemplo, las famosas gárgolas medievales de la casa no son gárgolas, sino una especie de animal más chilensis, lo que me parece de lo más tierno y divertido.
Hoy en día hay edificios en todo el lado sur de Carlos Wilson, entre Antonio Varas y Manuel Montt, pero el vecino de mi casa-taller me aseguró que nuestra casa estaba protegida. Me alegré por unos minutos y, meses después, como buena Sancho Panza, di por sentado mi taller y dejé de arrendarlo. Ahora lo ocupa una talentosa ceramista, y yo hago el camino nostálgico entre el peruano y la reja verde de la casa de Carlos Wilson, solo que ya no tengo llave para entrar.