Jeff Buckley más allá de la leyenda

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Jeff Buckley.

Algunas precisiones para tumbar los mitos que rodean al añorado cantautor estadounidense, a propósito del único disco que publicó en vida, Grace, modelo a seguir de grupos como Radiohead, Travis, Muse y Coldplay, y aparecido un día como hoy en 1994.


En hojas escritas a mano que hacía correr entre el público de sus primeras tocatas, a comienzos de los noventa, Jeff Buckley se definía a sí mismo con esta semblanza: "Soy un hijo ilegítimo de Nina Simone y los cuatro integrantes de Led Zeppelin, que tras fertilizar el óvulo lo transplantaron al útero de Édith Piaf, quien lo dio a luz y lo abandonó en calle, donde lo torturaron los Bad Brains. Luego se enamoró del apuesto Robert Johnson, pero fue ignorado y corrió a los brazos de Ray Charles".

Quizás delirante en el papel, la descripción resultaba cercana a la realidad de un músico inclasificable. Virtuoso del canto y la guitarra, curtido por una década como sesionista, Buckley entregaba más de lo que un solo estilo podía resistir. Su trabajo era una delicatessen, pero costaba venderlo porque no se acomodaba fácilmente a las tendencias. En una sola canción, como la magistral "Mojo Pin", podía pasarse del jazz noctámbulo a la agitación del rock más febril y cantar como un ángel para luego sonar seductor y después adolorido.

El hype en torno suyo fue alimentado por Herb Cohen, ex manager de su padre, el cantautor Tim Buckley, intrépido del folk. Ambos eran músicos, lucían idénticos, forzaban las barreras entre estilos y murieron demasiado jóvenes. Compararlos es un reflejo natural, pero la verdad es que apenas se vieron un par de veces. Más influyente fue su madre, Mary Guibert, una pianista clásica que lo arrullaba con Chopin y canciones de cuna en español, parte de la herencia cultural de una familia con raíces panameñas, griegas y francesas donde siempre había música. Antes de comenzar su vida artística, Jeff Buckley usaba el apellido Moorhead de su padrastro, el encargado de abrirle los ojos a la existencia de Led Zeppelin.

Robert Plant, tiempo después, acabó siendo uno de sus tantos admiradores. Aunque la reivindicación póstuma haga creer lo contrario, Buckley en vida nunca supo de popularidad. Más bien era un músico de músicos, idolatrado por sus colegas de forma unánime. Desde la publicación a fines del 93 de su primer EP, Live at Sin-é, grabado en uno de los cafés de Nueva York donde labró su prestigio, era común ver en sus conciertos a gente como Chrissie Hynde o Chris Cornell, quien años más tarde honraría su memoria con Euphoria Morning.

El debut en solitario del cantante de Soundgarden es uno de los muchos discos que surgieron casi como un subproducto de tanto escuchar a Jeff Buckley. Al crepuscular Grace de 1994, el único trabajo de estudio que completó antes de morir, le debemos toda una escuela de hacer canciones. The Bends de Radiohead lo usa como manual, sobre todo en "Fake Plastic Trees", grabada por Thom Yorke después de ver a Buckley en vivo. Matt Bellamy de Muse dice que se atrevió a usar falsete después de volverlo su disco de cabecera. Igual de transparente es Fran Healy señalando a Grace como su biblia como vocalista. Aun más honesto, Chris Martin admite que "Shiver" de Coldplay solo es un intento descarado de sonar parecido.

Con el paso de los años y su incorporación al canon, nombres como David Bowie, Paul McCartney o Bob Dylan también se hicieron fanáticos. Estar a la par con los grandes clásicos era uno de los potenciales destinos de Buckley. Su última grabación fue al lado de Patti Smith en "Gone Again", disco que en una cruel ironía estaba inspirado por la muerte de varios cercanos a la poeta punk. Fue en esas sesiones donde conoció a Tom Verlaine, el genio de Television, al que reclutó para producir el disco que dejó inconcluso, "My Sweetheart the Drunk".

Hoy prima la sensación de que Jeff Buckley, congelado por siempre en el tiempo justo en el peak de sus capacidades, tenía pasta para transformarse en uno de los cantautores más importantes del planeta. Se trata del efecto de su reivindicación póstuma. Un vistazo a la prensa rockera de la época delata la suspicacia que causaba su figura, incomprendida al punto de ser comparada con baladistas tipo Michael Bolton por los críticos más despistados y prejuiciosos. El recelo era mutuo en todo caso: registros en vivo como la versión expandida de Live at Sin-é contienen los monólogos entre canciones donde se burla de Nirvana y las radios rockeras.

El humor que mostraba dirigiéndose a la audiencia echa por tierra cualquier intento de caracterizarlo como un hombre oscuro y triste. En su salsa, Buckley era un veinteañero afable y sin miedo a hacer el payaso con tal de cautivar a la audiencia. Tampoco tenía pasta de chico cool. Había demasiado sentimiento en su música como para que se las diera de indiferente y desafectado. Cuando se cumplieron 10 años de su muerte, el 2007, un columnista del Guardian especuló con cinismo (o quizás algo de razón) que "de estar vivo, sería como Bryan Adams".

La historia del último día de Jeff Buckley, a estas alturas, forma parte del folclor de los noventa. El jueves 29 de mayo de 1997, a las nueve de la noche con 22 minutos, desde un teléfono público en Memphis al lado de una estatua de Elvis, su desesperado roadie llamó al 911 para reportar que el músico había desaparecido tras internarse en las aguas de un afluente del Misisipi. Los operativos de búsqueda fallaron. Su cuerpo apareció recién el 4 de junio, divisado por el tripulante de un barco. Estaba irreconocible. Lo identificaron por el piercing que tenía en el ombligo.

Todo el mundo sabía que ahí, en el río Wolf, no se podía nadar. El lugar estaba insalubre, con basura en todo el borde y el agua oscurecida. Contra las advertencias de su acompañante, Buckley se sumergió de cuerpo entero y comenzó a nadar de espaldas cantando "Whole Lotta Love" de Led Zeppelin para nunca más ser visto. La noche anterior le había confesado a su novia, la cantautora Joan Wasser, que creía sufrir una enfermedad mental, probablemente un trastorno bipolar.

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La muerte de Jeff Buckley no tuvo nada glorioso, ni romántico. Cabe la posibilidad de que estuviese conectada con su ruina económica, sugiere el investigador Jeff Apter en su libro A Pure Drop: the Life and Legacy of Jeff Buckley, donde se detalla la deuda de un millón de dólares que tenía con su sello por los adelantos que recibió y por lo caro que salió hacer Grace debido a su perfeccionismo en el estudio. Malo para sacar cuentas, recién supo de sus problemas financieros al quedarse corto para costear una modesta casa en Memphis. Recibir tantos elogios y tan poco dinero ciertamente debe haberlo contrariado. Independiente de la verdad detrás de su prematuro deceso, lo cierto es que dejó este mundo siendo otra víctima de la crueldad del negocio disquero con los artistas a los que fagocita.

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