Los estrenos en cine, a veces, logran hacer lo que hacían antes: generar conversación. No todo es televisión o podcasts o redes sociales. El cine aún puede provocar debate, opinión, fanatismo. Puede pautear, generar columnas, agitar las aguas. Aunque al cine le cuesta más, mucho más. Pareciera que la conversación está en el streaming. Quizás es más fácil generar ruido cuando todos te están viendo y no solo unos pocos. Dos cineastas muy íconos de los 90 están generando mucho ruido. Quizás demasiado, como hace tiempo no veía o sentía. No todo está perdido. Uno de ellos, David Fincher, ha terminado por hacer de los asesinos seriales su fetiche y ha remecido la televisión llevando una cierta mirada muy cinematográfica y setentera que funciona de maravillas si se entrega de a poco, en forma paulatina.

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Si la primera temporada de Mindhunter sedujo, con esta segunda llega a un nivel muy alto. Fincher, se puede discutir, no es el autor literal de la serie, pero claramente es su creación y supera con creces sus últimas películas (algunas tuvieron cierto éxito comercial, pero no generaron nada de ruido). Lo que el autor de Fight Club está creando es una televisión de autor donde Fincher recrea y remixea y amplía esa obra maestra que es Zodíaco (Netflix le permite vengarse de ese fracaso que no fue capaz de generar ruido) y destila y reduce los excesos de Seven. Remixea la idea de la acción (¿no es mejor entrevistar en serio que mostrar los excesos de los asesinos en serie?) y se calma, se detiene, para mirar, contemplar y observar. Deja que todos hablen, literalmente. Fincher nunca ha sido más íntimo y, curiosamente, menos comercial. Las series pueden darse licencias de las novelas. Mientras más se detiene y ralenta Mindhunter, más vértigo produce. Todo lo que ha rodado o creado para la televisión es muy superior a sus recientes películas. El grado de intimidad presente en su nueva serie supera buena parte de sus últimas creaciones para el cine. Pocos cineastas se han interesado más en los temas de la masculinidad y sus miedos, taras, incapacidades y represiones.

La nueva temporada de Mindhunter nos recuerda que cada vez se está filmando mejor en la tele (OK, Netflix, HBO, Showtime) y peor en lo que llamamos cine (Euphoria puede ser discutible, pero visualmente es impecable y arriesgada como ya pocos pueden serlo si buscan un espacio en las salas comerciales). Están haciendo ruido artístico y provocando una conversación que altera el paisaje, mueve la cultura, se cuela en las redes sociales y entra a tu WhatsApp. Tal como sucede con los terremotos que sirven para recordar la fuerza de la naturaleza, a veces ciertos filmes nos recuerdan el poder que puede tener el arte masivo, popular, que desea conectar con el espectador (no estoy hablando del cine posero, subsidiado, becado, coproducido, que tiene cero interés en conectar excepto con los programadores de festivales). Cuando suceden estos tsunamis fílmicos, uno termina colocándose la camiseta de la película (el efecto groupie) y haciéndola de uno. Ojo con atacar tal cinta, porque estás pisando territorio personal. Más allá de que ya casi no exhiben afiches en las multisalas, sigue funcionando la ley de póster: cuando uno quiere o conecta o te sucede algo con una película, uno desea el afiche como recuerdo. Como souvenir de ese viaje en el que te embarcaste. Ver una película que todos están viendo, no ser el único, sino sentirse parte de algo más grande, es acaso el secreto que todos los cinéfilos más elitistas no desean confesar. Puede ser que estamos en la era de los nichos, puede ser que sospechamos de todo lo ultramasivo, pero no hay que ser hipócritas: el placer de ver algo con otros (sobre todo aquellos que no conocemos) es imbatible. Todo mejor. Se arma algo cercano a la complicidad, a sentir que uno no está solo, que es parte de algo más grande.

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Esto lo está logrando en este instante Tarantino y su Érase una vez en Hollywood. Se nota en la prensa, en las redes sociales, en comentarios. Está logrando ruido, eleva la temperatura, aumenta los clics. Esto lo hacen poco cineastas. Por algo Fincher se fue a la televisión. Fight Club ahora es icónica, pero no hizo suficiente ruido en su momento. Aunque yo creo que sí hizo: lo que sucedió es que no generó tantos espectadores inmediatos. Ruido, es bueno aclararlo, no es lo mismo que éxito comercial. Fincher lleva años filmando para espectadores futuros. Tarantino tiene la suerte de querer rodar cintas de época que desean ser clásicos y aun así arrasar en la taquilla. Hitchcock lo hizo un par de veces, aunque no con ese "fracaso" que fue Vértigo. La ola Tarantino lo arrasa todo, e incluso puede cansar, atosigar. Produce un cierto nervio parecido a sus propios nervios. Es complicado generar ruido sin ruido. Al menos con cintas serias, para adultos, con trama, sin efectos especiales. El ruido literal, el de las explosiones, el que te remece los tímpanos, pero te deja frío en el sensurround emocional o de la empatía, se disipa rápido. El esquivo ruido ambiente funciona distinto y parte como un rumor y hace que todos quieran ir o, al menos, intentar verla, querer verla, desear verla. O incluso mentir: sí, claro, estupenda, la vi, buena, me encantó. Si no las ves, quedas fuera de la conversación: la real y la otra, la digital, que es más pose o escupidos o gritos silenciosos donde cada uno intenta opinar. Se necesita un ejército de conversos, de fans, de incluso matones que la apoyen y hasta atosiguen. Esta ansiedad, por cierto, no se mide solo en el número de entradas vendidas, sino en el ruido que hacen los que salen felices de la experiencia. No todos los espectadores que van al cine (aunque sea en números impresionantes) siguen comentándola después, entre otras cosas porque te tiene que gustar (capaz que tiene que haberte remecido y alterado y excitado). Lo que más ocurre es lo contrario: te decepciona. O lo que es peor: te parece correcta o bien o interesante. Nada que te deja frío puede generar ruido.