Jarvis Cocker sube de nuevo al escenario de la Brixton Academy de Londres y cinco mil personas contienen el aliento. Están agotados, después de un show de más de dos horas en el que Pulp tocó todos y cada uno de los temas de Different class, y sin embargo piden más. Es la navidad de 1995, el año dorado del Brit pop, y las cinco mil personas festejan que las canciones son extraordinarias, pero en el fondo festejan algo más: que por diseño o por accidente, el concepto de lo británico se impuso de nuevo como la contraseña que rige los deseos de occidente. Todos los que estaban ahí lo sabían, porque incluso mucho más que en el Swinging London de los años sesenta, el Brit pop fue un movimiento plenamente autoconsciente. Si los anhelos de los sesenta eran un mundo mejor y más libre, en los años noventa del neoliberalismo el objetivo fue escapar del aburrimiento a fuerza de drogas sintéticas y euforia artificial. Esos chicos y chicas que vieron volver a Jarvis Cocker para los bises, y que corearon como un mantra el himno generacional “Common people”, en una larga versión de más de diez minutos que terminó con su frontman derramándose el contenido de una botella de agua de dos litros sobre su largo traje negro, se sabían al pie de la letra el guión que les tocó vivir. Las buenas audiencias también cumplen un rol en el cuentito del rock, y el suyo no es un rol secundario.
Como el punk, el Brit pop fue un estallido breve que dejó el aire contaminado por demasiado tiempo. En rigor, había empezado un año antes de aquel concierto, quizás un 27 de agosto de 1994, cuando llegó a las disquerías Definitely maybe, el disco debut de Oasis. Ese es el origen, el mito fundacional del último gran movimiento colectivo que dio el rock inglés. En 1994 las tres bandas centrales sacaron el disco embrionario que sentaba las bases y condiciones; en el 95 publicaban su álbum emblemático, y hacia el 98 ya estaba todo prácticamente terminado. Lo que se dice un parpadeo.
No fue una época fácil para crecer. El mundo se precarizaba a ritmo imparable y la consagración del capitalismo como el único modelo posible para vivir agudizó las desigualdades y le dejó a los jóvenes de la época un mercado laboral roto, un futuro improbable. El Brit pop es también el emergente de esa coyuntura transnacional. Sus canciones son el electrocardiograma de una generación desencantada, y algunos temas de Oasis parecen decir: si todo se va a la mierda, al menos celebremos nuestros quince minutos de fama. Ofrecieron, para esa mesa vacía, un menú irresistible, hecho de drogas, noches largas y mañanas confusas, canciones de amor y de amistad, rock de guitarras, estribillos de hierro, bravuconadas e inconsciencia. La cultura rock, finalmente, es o debería ser eso. Luego llegó Radiohead y la fiesta se arruinó.
En esa época flotaba un clima denso de fin de mundo, como si la inminente llegada del siglo XXI fuera a aplastar todo lo que, como humanidad, habíamos conseguido. Vivíamos apuntalados por el terror digital: ¿y si las computadoras de todo el planeta colapsan a la misma hora y nos dejaran a ciegas? El Brit pop también capturó esa vibración y desplegó una retórica de fin de época, como si fuera la música previa al diluvio final. En 1979, los Ramones cantaban que "es el fin de los setenta, es el fin del siglo". Luego Blur haría lo mismo en "End of the century". Quizás todas las generaciones se hayan arrogado, siempre, esa condición dramática, que consiste en creer que el fin de su década es el fin de todas las décadas.
Llevando el argumento un poco al extremo, se diría que a cada generación le corresponde, en materia musical, una década completa, y no mucho más. A nuestros padres le tocaron los años sesenta; a nuestros amigos mayores, los sombríos ochenta, y a nosotros los brillantes noventa. No nos podemos quejar. La década empezó en 1989 con el primer disco de Nirvana, hizo cumbre en el 94 con la muerte de Cobain y la salida, solo tres días después, del primer single de Oasis ("Supersonic") y se cerró en el 2000 con Kid A, cuando Radiohead decidió romper el formato de la canción y dejarle al siglo XXI un rompecabezas desarmado.
Como el Barcelona de Messi y el Real Madrid de Cristiano Ronaldo, Oasis y Blur se fogonearon mutuamente en la competencia y en la rivalidad pudieron refinar su talento. A diferencia del enfrentamiento entre Beatles y Rolling Stones, que nunca fue tal, aquí había también una lucha de clases, que terminaron ganando los hermanos de la clase trabajadora de Manchester por sobre los hipsters londinenses. Y sin embargo, mientras todo un país se distraía con esa pelea un poco ridícula, de atrás venía corriendo Pulp, que terminó siendo la mejor de todas.
Es fácil ver los comienzos de las cosas y es difícil detectar los finales. Cada banda del Brit pop le dio muerte al movimiento a su propio modo. Blur eligió el camino de la experimentación y el cambio de disfraz: pasaron de ser los atildados muchachos de clase media que capturaban postales urbanas a la Kinks a convertirse, con Blur, en personajes oscuros que le cantaban a la heroína y al fin del amor. Oasis eligió el suicidio: exacerbaron su propia caricatura y deformaron su sonido hasta lo inaudible. En Be here now, el disco donde Oasis se inmola de cara al planeta, sobreviven un par de baladas hermosas y algún estribillo irresistible, pero el conjunto es desprolijo y hay una búsqueda de épica beatle francamente fallida. Es, además, el disco del horror vacui (de la cocaína); allí donde hay un mínimo resquicio, Noel lo llena con un solo de guitarra, estirado, eterno, reverberado hasta lo imposible. En cambio, Pulp apuñaló al Brit pop con una obra maestra, un álbum que narraba el derrumbe de una utopía, un disco sombrío y luminoso que destilaba toda la ironía, el resentimiento, el desencanto y el dolor de un mundo que se ha disuelto demasiado pronto. This is hardcore es el duelo perfecto para una época. Y como en una plegaria, apretando fuerte en la mano la arena de un tiempo que se escurre, Jarvis Cocker reza: "Vení y compartí esta época de oro conmigo/ en mi departamento de una sola habitación/ y si todo termina en nada, no importa/ siguen siendo nuestros días de gloria".
25 años es mucho tiempo. En 25 años, entre 1776 y 1801, aconteció la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, la rebelión de Tupac Amaru contra la corona española, se publicó el primer Diccionario de la Lengua Española, Kant escribió la Crítica de la razón pura, se fundó la ciudad de Los Angeles, sucedió la revolución francesa y la declaración de los derechos del hombre.
25 años es poco tiempo. En 25 años apenas pasé de ser un preadolescente al que aún no le había cambiado la voz a ser esto que soy ahora, que no sé muy bien qué es, pero que en el fondo no es tan distinto de aquel. Un hombre que ha ido perdiendo el pelo y que ya no sale tanto de noche pero que aún circula con los auriculares puestos tarareando “Champagne Supernova” y al que se le ha oído asegurar, en la euforia exagerada de una reunión de amigos, que “Don´t look back in anger” es, por supuesto, cómo que no, el himno indiscutible de su generación.