El escritor argentino Mauro Libertella lo describe así: "Vivió 64 años, escribió 20 libros, tuvo dos hijos biológicos y un tercero de crianza. Pasó dos meses en Francia, tres años en Argentina, cuatro años en Colonia, unos pocos en Piriápolis, más de cincuenta en Montevideo. Vivió con cinco mujeres, escribió 126 columnas en diversos periódicos, dicto durante veinte años talleres literarios que se volvieron una leyenda. Esos son los números fríos, la información clínica, el saldo de una vida que no está en la cajas".
Las cajas a las que se refiere Libertella —en el inicio de Un hombre entre paréntesis. Retrato de Mario Levrero (Ediciones UDP)— son 75 y se encuentran en una sala de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República de Uruguay, en Montevideo. Son 75 cajas que contienen todos los papeles —manuscritos, cartas, postales, fotos, análisis médicos— que quedaron de Mario Levrero desperdigados por su departamento de ciudad vieja, el lugar donde vivió los últimos años de su vida, donde hizo sus últimos talleres, donde escribió su libro más importante, una de las últimas obras maestras que ha dado la literatura latinoamericana: La novela luminosa.
Libertella revisó pacientemente esas 75 cajas y conversó con amigos, hijos, parejas, alumnos y escritores que frecuentaban al uruguayo, para armar el perfil de uno de los narradores más raros y geniales del cono sur, Jorge Mario Varlotta Levrero, quien nació el 23 de enero de 1940 en Montevideo y falleció en la misma ciudad el 30 de agosto de 2004, es decir, hace ya largos 15 años.
Entre ese domingo de agosto, cuando Levrero se fue, y hoy, han pasado muchas cosas con su vida, con sus libros, con aquella obra que fue construyendo siempre a un costado del camino, solitario, incómodo, complemente libre.
https://culto.latercera.com/2019/08/19/retrato-de-mario-levrero-udp-libertella/
Esta es la larga vida póstuma de Mario Levrero.
*
Habría que decir que sí, que es cierto aquel lugar común que busca definir a la narrativa uruguaya, ese que dice que todo escritor uruguayo es, básicamente, un escritor raro, excéntrico, singular. Todo escritor uruguayo valioso, habría que aclarar. Basta hacer una lista, rápido: Juan José Morosoli, Horacio Quiroga, Felisberto Hernández, Armonía Somers, Marosa Di Giorgio, Onetti –Onetti, a pesar de todo, es un narrador bestial y rarísimo, hay que decirlo—, Idea Vilariño y un largo etcétera que todavía queda por descubrir.
¿El Conde de Lautréamont cuenta como uruguayo, cierto?
Y, claro, Mario Levrero, ese cuentista extraordinario, ese lector generoso, ese profesor de taller algo depresivo, maniático, excéntrico. El autor de una trilogía de novelas tan kafkianas como desquiciadas —La ciudad, El lugar y París–, el que tuvo una difícil vida editorial, el incomprendido, el que publicó en la mítica Minotauro y entonces empezó a ser leído como un autor de ciencia ficción a pesar de que Levrero no tenía mucho que ver con la ciencia ficción, sí quizá con otros géneros, como el fantástico y el policial, era un devorador de novelitas negras que compraba en el camino, que acumulaba, novelas para pasar el rato, que leía mientras almorzaba o cenaba.
Libertella reconstruye —con inteligencia y cercanía— la vida de Levrero. Viaja a Montevideo, rastreas sus huellas, habla con su círculo íntimo, indaga en la historia literaria —y personal— de un personaje realmente complejo, un hombre de una rareza entrañable; difícil, genial, inesperado. Un padre ausente, un mujeriego, un hombre con demasiadas manías, un seguidor de la parapsicología. Un escritor que nunca conoció el éxito en vida, que le rehuyó, que sólo buscaba tener la libertad necesaria para poder escribir esos fantasmas que lo rondaron desde joven.
"¿Qué hubiera pensado Mario Levrero si le hubieran dicho que en el siglo XXI sus libros iban a estar distribuidos en todos los países del continente, traducidos a más de diez lenguas, leídos con extrema fidelidad por un grupo mucho más amplio del que tuvo en vida?", se pregunta en un momento Libertella, quien tiene el talento de mostrar al uruguayo en todas sus facetas y también en profundizar en la lectura de una obra que siempre fue esquiva a cualquier adjetivo que buscara encerrarla. No existen un estilo-Levrero, sino muchos, y Libertella los lee en sus diferencias y en sus similitudes. Agrupa algunos de los libros, indaga en las distintas búsquedas estéticas del uruguayo y no esconde su preferencia por la última etapa de Levrero marcada por La novela luminosa, pero antes, también, por esa pequeña obra maestra que es El discurso vacío. Libertella, de hecho, tiene el privilegio de revisar el manuscrito de esa novela y comprobar cómo la caligrafía de Levrero se hace viva en esas hojas.
Libertella le da un lugar especial a esta escritura más autobiográfica de Levrero, pues entiende que esa parte de su proyecto literario es la que lo convirtió en un escritor deslumbrante y absolutamente contemporáneo.
*
"La novela luminosa constituye, junto a 2666, uno de los dos hitos más destacados de la literatura en lengua española de las dos últimas décadas. Da que pensar que se trate de las novelas póstumas —y descomunales— de dos escritores fallecidos tempranamente", le dice el crítico español Ignacio Echevarría a Libertella ya llegando hacia el final del perfil.
https://culto.latercera.com/2019/04/24/correspondencia-luminosa-levrero/
Levrero y Bolaño: murieron con un año de diferencia y marcaron a la literatura latinoamericana de las últimas décadas. Podrían encontrarse muchas similitudes, pero Martín Kohan le explica a Libertella una diferencia importante entre estos dos proyectos: "La primera gran diferencia que yo veo es que Bolaño no tiene decadencia. En Bolaño hay una vitalidad que es, en un punto, lo contrario a Levrero. Bolaño siempre es la épica, el viaje, la movilidad, la intensidad. Es una figuración siempre juvenil, que además se conservó en él. En cambio el esplendor de Levrero es su decadencia, que es algo que Bolaño no tuvo. Cuando Levrero pone en juego su yo, eso sucede en su declive. Y Bolaño no tiene declive: es una curva ascendente y muerta ahí arriba".
En esta vida literaria póstuma coinciden en algo eso sí: sus libros nunca han dejado de encontrar lectores, nunca han dejado de estar en librerías. Ahora, de hecho, en los mesones de novedades se pueden encontrar, por fin, sus Cuentos completos (Literatura Random House), esos relatos que durante muchos años estuvieron desperdigados y fue imposible conseguir. Circularon en algunas editoriales independientes uruguayas —Creatura, HUM, Irrupciones Grup Editor—, pero hacía falta disponer de todos esos relatos reunidos y comprobar con cuanta maestra Levrero practicó el género, desde La máquina de pensar en Gladys (1970) hasta Los carros de fuego (2003). Un camino en el que también es posible apreciar las distintas estéticas por las que transitó el uruguayo, y donde varios relatos extraordinarios, como "La casa abandonada", "El sotano", "Nuestro iglú en el Ártico", "Los muertos" o "Espacios libres", por citar algunos.
No deja de ser paradójico que toda esta suerte editorial le haya llegado de manera póstuma, pero fue así. En vida tuvo suerte editorial, nunca se le dio el lugar que se merecía realmente su literatura, pero hacia al final de sus días, sin embargo, se rodeó de jóvenes que encontraron en él un maestro, un guía, un amigo generoso que los leyó, que los motivó y que incluso los publicó en una colección ahora mítica llamada De los flexes terpines, donde editó los primeros libros de Inés Bortagaray y Fernanda Trías, por ejemplo.
En esos últimos años se obsesionó con los computadores, se ganó la beca Guggenheim y pudo escribir lo que sería La novela luminosa. Algunos años antes, publicó Diario de un canalla, que quizá fue el primer libro que anunciaba esta etapa más autobiográfica. Ahí Levrero escribió: "No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida".
Esa frase parece un epitafio perfecto: "Esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida".