Como publiqué mi primer poemario de prescindible título —Nada se escurre— en 1949, llevo algo más de cuarenta años escribiendo versos. Versos y años que me abruman con su cantidad.

No por azar se publicó ese libro en los talleres gráficos de una Casa Nacional del Niño, financiado por Alejandro Jodorowsky, un amigo de juventud. Soy un poeta nacional infantilmente fijado a la tierra materna. Mi alter ego se identifica con ese amigo, bajo la especie de un director de escena errante: el señor Corrales del Gran Circo Mundial de Oklahoma. He terminado por desinhibir al histrión: escribo, desde el 84, obras de teatro en las que yo mismo actúo. A la manera de "un buen narrador que hace su oficio / entre el bufón y el pontificador" (Poesía de paso) o de "un viejo actor de provincia bajo una tempestad artificial / entre los truenos y relámpagos que chapucea el utilero".

Ninguna actividad paralela a la poesía me ha eximido, hasta ahora, del trabajo forzado de escribir versos. Si prolongo esta metáfora hasta el patetismo, diré que prisionero de las palabras y gracias a ellas, el poeta goza de la lengua poética como de una libertad encadenada. Minuciosamente provisional. Si la toma por un punto de fuga, pasa, más rápidamente que nadie, de la idiolalia a la afasia.

Nací, veinte años antes de publicar el librito de título escurridizo, en Santiago de Chile, de la polaridad de dos familias que sólo tuvieron en común una suerte de aceptable incomodidad: el matrimonio de mis padres. Y nada más.

Los Lihn habían visto desvanecerse una fortuna de la que guardaban las apariencias, entre las manos y en las minas de oro del abuelo paterno, ex dueño de muchas cosas ("Abuelo, abuelo que según una antigua costumbre infundiste el respeto temeroso entre tus hijos…"). Ese amable anciano había emigrado cuando muchacho de Alemania al puerto de Antofagasta. Fue empleado de una empresa de fletes navieros, después yerno de su jefe, arrendante de la flota y pater familia. La fiebre del oro lo arruinó y privó de su autoritarismo germánico. Cuando niño viví en su feudo ruinoso. En el palacio Mac-Clure con su torre de los locos, nueve escalinatas, leones de mampostería, invernadero y fantasma, piscina resquebrajada y polvorienta en el subterráneo. La casa había estado arrendada a la Scuola Italiana y a un manicomio.

La familia Carrasco, Délano más bien —el apellido de mi abuela materna, porque ella reinaba—, era de casa pobre; pero los Délano Frederick se comprendieron a sí mismos como parientes lejanos de los Délano Roosevelt bajo la especie, tan ilustre en el siglo XIX, de la americanidad. Había entre ellos un pionero en Chile del séptimo arte —Jorge Délano— y otro —un ingeniero— que propagó la fe en su industria de sanitarios. El tercero de estos tíos abuelos que recuerdo tocaba el serrucho y se construyó una casa giratoria en el desierto. De la hermana mayor de todos ellos, mi abuela materna, personaje principal de mi novela familiar, he tratado de escribir vanamente algo que se le parezca. Por ejemplo, en Poesía de paso: "Enriquillo, mi nombre como un diminutivo / de su tristeza intentaba elevarse / inútilmente a los oídos del ángel que batía / sus alas mutiladas en la torre de la iglesia. / (El ángel anunciaba nuestro Juicio Final, llevándose un pedazo de trompeta a los labios.)" Mi madre y mi abuela materna son para mí las dos caras de la misma persona.

Entre las familias paterna y materna había una diferencia cultural a favor de la segunda. Fuimos los ingleses, no los alemanes del Pacífico. La ilustración nacional seguía este esquema. Algunos disciplinados sabios alemanes quizá lo modificaran. No lo siento así.

Un general prusiano de apellido Körner militarizó a Chile. Los interesados dirán que sabiamente. Pero este punto de vista fue ya torvo durante la segunda guerra mundial y obtuvo, en suma, su peor confirmación con la caída de la democracia.

Parece mentira al decirlo, como ocurre con otros lugares comunes: de no ser por mi infancia no escribiría poemas. Infancia y poesía están asociadas por el principio de la casualidad y la lógica de la indeterminación. La segunda debiera ser el efecto de la primera, pero está la ley de las excepciones. Según ésta, como la infancia es una consecuencia de la poesía, habría una ancianidad previa al acto poético. Así, todos los adolescentes escriben versos de viejos, malos poemas. Hay que haber sido empujado al acto de imaginar en el lenguaje por situaciones límites de insatisfacción y ansiedad, que sólo se presentan en la infancia, para llegar escribiendo versos al umbral de la tercera edad. La ilusión de omnipotencia que hace crisis en esas circunstancias, se restablece con la ilusión de esa ilusión: una forma elemental y fresca, lírica, de escepticismo; una sabiduría de silabario que sólo la primera ancianidad —la vejez del niño— es capaz de postular para toda la vida desde la energía y la vulnerabilidad extremas de la infancia.

Aunque exagere postularé que el ardid de la imaginación poética defiende, tempranamente, la vida en la vida, preservándola de anquilosarse como esqueleto del yo hecho de materiales muertos, de esas caparazones ofensivas/defensivas en que se convierten la mayor parte de los individuos entre los nueve y los veinte años ("porque escribí, porque escribí estoy vivo", La musiquilla de las pobres esferas).

Lo que antecede no significa que yo haya escrito versos de niño. Hay imaginaciones ágrafas. Además uno se escribe a sí mismo al entrar como un personaje en la historia de los demás. Dibujé y escribí "obras" de teatro para sobrellevar, en el colegio, una vida de perro. Mis padres, que no formaron un matrimonio feliz (ni tampoco trágico, como en las películas de mi tiempo) pensaban —ella lo piensa hasta el día de hoy— que yo había sido un niño alegre, desenvuelto y muy popular entre sus compañeros. En un cierto sentido fue así. Tengo una imaginación activa, que no se deja paralizar por la realidad. Lideré a mis compañeros por grupúsculos al margen y hasta en contra de la política de los mayores. Fomentaba entre mis compañeros el ocio creador con actividades extracurriculares incluso bien vistas por los padres de familia, salvo cuando comprometían el rendimiento escolar de sus pupilos o cuando me empezaron a asaltar ciertas dudas religiosas. Es cierto que no fui un paria. En este momento, sin embargo, me recuerdo, más que como un niño espontáneo, como minipolítico, tensamente ocupado en crear, a su alrededor, equilibrios de poder que le permitieran conservar el equilibrio. Gracias a esa habilidad, sólo recuerdo con la mitad de un odio total mis preparatorias en el Liceo Alemán —sucursal de los cuarteles del general Körner para la formación de cuadros de la burguesía chilena y de sus arrenquines—. De la otra mitad me descarga el poeta en que me convirtió ese cuartel. Creo que la casa de la abuela materna, muy en particular, hizo de mí una especie infantil de decadente condenado a defenderse ingeniosamente de la barbarie colegial. De esa casa se alimentó, es claro, el poeta; del olor de unas viandas que no se pueden comer, de sublimación en sublimación. Y de comida sencilla. "Música en que aprendí mi silabario / de la Pasión según Santa Vitrola / Palacio de Cristal allá en lo alto / lleno del cacareo de los ángeles". ("Noticias de Babilonia", La musiquilla de las pobres esferas).

En la casa edípica escuchaba música (clásica) frente a la vitrola o al piano del que arrancaba la dueña de casa alguna marcha fúnebre, y veía cantidad de pintura: la escasa del tío Gustavo, que me impresionaba, ante todo, con sus dibujos para algunas editoras, y la mucha que él guardaba bajo llave, en reproducciones. Los libros de pintura de la abuela estaban más a la mano. Artistas de la segunda mitad del siglo XIX —ingleses y alemanes—, empezando por los prerrafaelistas. El encuentro fortuito con algunos de ellos —por mucho que yo mismo los diera por obsoletos durante mis años de iniciación en la "pintura pintura"— me produce una emoción vivísima. La última sorpresa de este tipo me la dio The Lady of Shalott, de William Holman Hunt, en el Wadsworth Atheneum, Hartford. De esa preferencia brotan cosas como éstas: "... surgida allí como si el inexistente verano —ni el de entonces ni el de ahora— tomara, ya maduro, una forma semejante a Jane Bunde bajo el aspecto espectral de Beata Beatrix, pero con el aura de los días hábiles".

He estado hablando de lo que fue para mí el otro mundo en éste, no del paraíso precisamente, porque el mundo del arte, aun en esa versión incipiente, nunca tanto, quizá, como entonces, es también el infierno. "La isla bienaventurada y desesperada" de Robinson Crusoe, en los términos de M. Robert.

Lo cierto es que del colegio salí al mundo para entrar prematuramente a ese mundo otro, cerrando a mis espaldas la puerta de modo tal —una solución de continuidad— que ella se borró, en seguida, de mi memoria consciente. En la actualidad misma, me niego, salvo error u excepción, a reconocer a mis ex compañeros de colegio en las calles. Mi olvido de los nombres tiene su origen en ellos.

Cuando casualmente departí con uno de ellos, en su casa de fundo, hace unos tres años, no me asombró que él los recordara a todos: los había seguido viendo toda su vida. Percibí, más bien, en esa fidelidad al pasado, por lo demás conmovedora, la forma básica del infantilismo en que descansa la burguesía tradicional para perpetuarse. Chile es así.

Por mi parte "Me sumé a los que naufragaban en los últimos bancos, frente a un futuro opaco que oscilaba / entre el inconformismo y la pereza, / escépticos a una edad en que los otros empezaban a dar muestras / de un cinismo promisor…" ("Verbo Divino", Antología al azar).

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Álbum de toda especie de poemas, de Enrique Lihn.

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