Uno dice novela rusa y lo que piensa es: Tolstói, Dostoievski, Anna Karénina, La Guerra y la Paz, Crimen y Castigo, Los hermanos Karamazov, seiscientas, setecientas, ochocientas páginas, mil, mil páginas mejor y un montón de personajes viviendo un número interminable de aventuras y tragedias, dramas decimonónicos de nunca acabar.
Raskólnikov, Anna Karénina, el Conde Vronsky y una larga lista de personajes fascinantes, complejos, impredecibles. Y algo de todo eso tiene Emanuel Moraga, el protagonista de esta historia, de la novela rusa que hoy nos convoca, una novela rusa particularísima, pues tiene poco menos de cien páginas y el tamaño, literal, de un libro de bolsillo: es que la escribió un chileno, podría ser el chiste que concluiría todo, pero estamos comenzando, recién.
—Nunca hay que esperar nada de los chilenos —dice Gonzalo Mier (1981)—. Mucho menos de los escritores. Y nada de nada, si los escritores chilenos tienen menos de cuarenta años. Esa generación se ha especializado en la estafa.
Lo cierto es que Otra novelita rusa (Minúscula), la nueva novela de Maier, no es ninguna estafa, por supuesto. Sí es un pequeño artefacto que funciona como una novela, que se lee precisamente como uno leería una novelita rusa, pero de pronto se convierte en otra cosa: en un libro de Gonzalo Maier.
Porque todo empieza en Punta Arenas, a inicios de los 90, cuando la vida apacible de un viudo se va a torcer por un viaje a Moscú: el arquitecto Emanuel Moraga va a abrir los ojos un día y entenderá todo: debe viajar a Moscú, debe ir al corazón de lo que fue la Unión Soviética y enfrentarse con los mejores ajedrecistas del mundo, con los mejores ajedrecistas rusos que se sientan, todos los días, en el Paseo Tverskoy a competir con quien quiera desafiarlos. Moraga lo deja todo, entonces, compra un pasaje y llega a un Moscú que recién empieza a abrazar el capitalismo. Una ciudad extrañísima y fascinante que recorre Moraga con un solo fin: instalarse en el Paseo Tverskoy y derrotarlos a todos.
Gonzalo Maier construye detenidamente el viaje de su protagonista, un personaje un poco a la deriva que busca, al parecer, una última jugada épica que le dé algo de sentido a su vida —después de la muerte de su mujer—: "Eso fue lo primero que aprendió cuando salió de ese cementerio lleno de cipreses: que nadie se va, que nada desaparece, que la materia se transforma, que el universo, tal como dicen los astrónomos, es una expansión y contracción sin fin, que su vida junto a Pamela no se había acabado, sino que cambiaba. Como las mariposas. O los niños cantantes que de grandes pierden la voz. Era cosa de acostumbrarse".
La novela, entonces, va creciendo en tensión mientras acompañamos a Moraga en su travesía, en cada enfrentamiento contra aquellos ajedrecistas rusos que no entienden cómo ese hombre que habla un idioma ininteligible logra derrotarlos sin mayores problemas. Y, entonces, cuando los lectores ya están dentro de esta novela rusa, dentro de esta trama muy bien desplegada, Maier les recuerda por qué su proyecto narrativo es uno de los más singulares de su generación y Otra novelita rusa se convierte en un artefacto aireano, en un librito que se escabulle de toda retórica simplona y realista: en la literatura de Maier hay una libertad que se resiste a cualquier idea de representación, a cualquier idea de hacer los deberes, a escribir los libros que su generación parece estar destinada a escribir. Ya lo había hecho en Material rodante, en El libro de los bolsillos y en los relatos de Hay un mundo en otra parte: la literatura entendida como un lugar de resistencia, de libertad, de un juego imposible.
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—¿De dónde surge esta historia? ¿Cuándo se te aparece Moraga por primera vez? ¿O el proyecto viene del tema del ajedrez? ¿O un Moscú noventero abrazando el capitalismo? ¿O una mezcla de todo eso?
—Es un relato de hace varios años, que fue cambiando —de personajes, de tiempos— hasta que entendí de qué se trataba realmente. No viene tanto del ajedrez como de las empresas absurdas y suicidas, que me encantan. Un poco como Fitzcarraldo, que quería construir una ópera en el Amazonas, o como esos rusos que querían poner un satélite con unos espejos que reflejaran los rayos del sol para iluminar una parte de Siberia las 24 horas, sin parar, para construir ahí una ciudad que no durmiera ni dejara de producir. Me encantan esas ideas desmesuradas, que tienen algo infantil y, a la vez, demente. Hay una renuncia a conformarse con el mundo real, o con lo que ofrece el mundo, que me fascina. Creo que lo de Moraga y el ajedrez viene más o menos de ese mismo lugar: de la idea absurda —¿delirante?— de que un ajedrecista chileno pudiera ganarle a un ruso, en plena guerra fría, rodeado de un chovinismo que venía muy a cuento en esa época.
—Esta es tu primera novela narrada desde una tercera persona. Tus libros anteriores siempre eran narrados por un "yo" muy fuerte. ¿Te sentiste cómodo con este cambio? ¿Cuáles de los límites que plantea un narrador de estas características te llamó la atención?
—Quería escribir en tercera persona un poco para contradecirme, porque llevaba varios libros usando narradores en primera persona, y otro poco porque, como decía un amigo, más temprano que tarde llega el momento de escribir en tercera persona para que te tomen en serio. No creo que lo haya logrado, por supuesto –nunca lo lograré con un libro de menos de cien páginas; doscientas cincuenta, diría, constituyen una obra seria–, pero al menos creo que pude escribir con el narrador que necesitaba este libro. Me parecía que la única forma de hacerlo era a través de esa voz distante, que miraba hacia atrás y contaba algo de lo que había sido testigo. Aunque, para decir la verdad, siempre he intercalado la primera persona con la tercera, es sólo que antes me había dedicado a publicar cosas en primera. No sé muy bien por qué, en realidad. Supongo que me siento más seguro, menos patudo.
—Me parece que en todos tus libros, en general, hay una muestra muy fehaciente de que tienes una capacidad innegable para narrar historias de una manera bastante atractiva, pero pareciera que siempre tratas de contener esa pulsión narrativa. El final de Otra novelita rusa es una muestra de esto, cuando la narración en el fondo vuelve a cierto aire enciclopédico que se puede rastrear en tus libros anteriores. ¿Cuál es la idea de contener esta pulsión narrativa?
—Qué lindo eso del aire enciclopédico. Además es algo en lo que pienso bastante, a lo que últimamente le doy muchas vueltas, es un tema que aunque no lo quiera veo en todas partes: en las noticias, en la calle, en las clases de manejo. No pienso directamente en la enciclopedia ni en Diderot y D'Alembert, por supuesto, sino en la derrota del ideal ilustrado, de ciertos valores que van desapareciendo de lo público, o que, en realidad, nunca terminaron de asentarse. Y en un sentido es un libro distinto porque solo cuenta una historia, digo, es un relato argumental, donde pasan cosas, donde lo importante está en los hechos, pero también es parecido a los anteriores porque el narrador es medio distante, también duda o trastabilla un poco. Quiero decir: es un narrador con la libertad de no terminar la historia, o de dejarla flotando sobre una elipsis naturalista o enciclopédica. Un narrador, a fin de cuentas, tan poco fiable que se toma la libertad de resolver la historia como mejor le parece.
—En tus otras novelas, siempre había una figura muy fuerte de un "yo" que se parecía mucho a ti, que compartía intereses, experiencias. En esta novela, al contrario, optas por un personaje distinto —Moraga es de derecha, viudo, arquitecto, un señor conservador— y entrar esa vida ajena me parece que es algo que se ve poco en los libros de tus contemporáneos. Quisiera que habláramos del valor de imaginar —más que de recordar o de registrar, por decir algo—.
—Cuando hay que justificar la importancia de la literatura, o cuando algún burócrata pregunta para qué sirven los libros, se suele decir que no hay mejor modo de generar empatía, de entender al otro, o incluso de entender al mundo, que leyendo novelas. Creo que efectivamente es así, que leer narrativa es educarse en la empatía, y escribiendo Otra novelita rusa me pasó algo parecido. Sólo funcionó el texto cuando empecé a querer a Moraga, cuando me puse en su lugar, cuando empecé a cuidar al personaje para que no cayera en un estereotipo vacío, para que no sufriera tanto, cuando le abrí la puerta para que pudiera perderse en la noche rusa, por decirlo de algún modo. Cuando el narrador tuvo la libertad de querer al protagonista, de dejarlo estar en desacuerdo con lo que él pensaba, recién ahí, creo, pasó algo. El valor de imaginar, a riesgo de ponerme latero, es fundamental. Sobre todo hoy. Imaginar supone poder imaginar algo mejor, y ese, precisamente, es el gran problema de la política. Del siglo XXI, digamos. Su infertilidad, su incapacidad de imaginar un futuro digno de ser vivido, distinto, su negativa a pensar en cualquier cosa que no sea la resignación frente al abismo o a lo chato que resulta el mundo que aparece en los diarios. Si al siglo anterior le sobraron revoluciones, encuentro que a este le faltan muchas.
—La mayoría de tus libros se han publicado en Minúscula, que es una editorial muy prestigiosa de Barcelona y eso ha hecho que tu obra circule muchísimo más en España que aquí, a mi parecer. Y eso también ha hecho que no dialogues de forma tan directa con tus contemporáneos. ¿cómo ves todo eso?
—Sí, sospecho que me leen más en España, y no es tan raro porque a fin de cuentas allá circulan más libros míos y más baratos. Acá circulan menos y más caros, aunque Hay un mundo en otra parte sirvió para aplacar un poco eso. Igual los libros están y dan vueltas por ahí y tienen esa vida rara e imprevisible que tienen los libros. Tal vez me tocaron libros más lentos, con una vida menos frenética, pero me parece bien. Me gustaría que me leyeran más acá, por supuesto, no por los lectores, que se sentirán defraudados, sino por los libros –por su suerte–, por la salud económica de mis editores y por mi ego, que a veces necesita cariños. Es raro, ahora que me lo preguntas, que haya sido así, que me haya tocado publicar en otro país, en uno en el que no he vivido nunca, pero también tiene cosas agradables. Publicar lejos hace que todo sea más impune, que resuene menos, que no haya que dar tanto la cara. A mí me encanta la idea de tirar la piedra y esconder la mano.
—Toda esta distancia, como te decía, hace que tus libros también parezcan distintos, pues apelan a una libertad estética, literaria, que no abunda mucho en el campo literario chileno, que es mucho más modesto en ideas, más mediocre también, más pobre intelectualmente… muy poco estimulante. ¿Te interesa, en todo caso, dialogar con ese campo?
—Si miro a los costados puedo ver a gente haciendo cosas que van en una sintonía similar, o que al menos a mí me interesa mucho, como Mario Verdugo o Alfonso Iommi, por nombrar a dos que publicaron hace poco. Esos proyectos me interesan, me interpelan. Y por supuesto que me interesa dialogar, la literatura es eso, un diálogo con los vivos y los muertos. Buena parte del día me la paso en Whatsapp alabando o pelando libros que leo. Si eso no es una comunidad, no sé qué es. Si hablamos de chilenos, me interesa Lihn, Edwards Bello, Juan Emar o González Vera, por nombrar algunos, o Yanko González, que hace poco publicó una antología muy buena, y ya que nombré a dos González tal vez sea el momento de citar a Jorge, que siempre me ha parecido un poeta excepcional, que con Gonzalo Martínez and his Thinking Congas hizo de este país algo considerablemente mejor.
—Una vez le preguntaron a Fabián Casas cuál era el mejor comienzo que él había leído en algún libro, y dijo que el mejor comienzo de una historia que él había leído era el inicio de la final del mundial del 74, cuando Holanda hace un gol en los primeros minutos sin que Alemania logre tocar el balón. Un comienzo perfecto. Siguiendo esta idea: Si pensáramos en una partida de ajedrez que sea perfecta como una novela o como un poema, ¿en cuál pensarías?
—Esa frase de Casas es maravillosa, igual que el comienzo del partido, que parece un poema épico (por tantas razones y tan extrafutbolísticas). Dicho eso, hay una partida perfecta, con un giro digno de, no sé, Simenon: la de Adolf Anderssen contra Lionel Kieseritzky, en 1851. Hay un libro en Turner dedicado sólo a ese juego, que se conoce como "la partida inmortal" porque parece un thriller más que otra cosa. Si la buscas en Internet seguro que encontrarás un montón de videos donde la analizan en detalle. Tiene un par de momentos hermosos, brillantes. Ahora, si pensamos el ajedrez como arte también está la partida entre Eve Babitz y Duchamp a comienzos de los 60, que quedaría muy bien para ilustrar esta respuesta.
—Empezamos hablando de los rusos y habría que terminar con ellos también: Decimos literatura rusa y pensamos en Tolstói, en Chéjov, en Dostoiesvki y quizá en Bulgákov y un par de rusos más… pero luego vienen unos vacíos tremendos. ¿A qué rusos contemporáneos o que hayan publicado después de estos nombres más clásicos nos recomendarías? ¿Qué libros? ¿Qué autores?
—Ya te lo dije: nunca confíes en un escritor chileno. No tengo idea de literatura rusa contemporánea. Es más, sospecho que la literatura rusa se acabó cuando Joseph Brodsky se fue a Estados Unidos, aunque tal vez debiera aprovechar esta entrevista para que el agregado cultural ruso se apiade de mi ignorancia y me mande libros de regalo. ¿Porque Gogol —mi favorito entre los favoritos— no vale como contemporáneo, cierto?