Llevar sagas a la danza es todo un reto. El sinfín de personajes, la historia social y política y el paso del tiempo convierten a muchas de ellas en proyectos bastante ambiciosos. Pero la idea surgió y se forjó. Y La casa de los espíritus, de Isabel Allende, vio su estreno absoluto.

Sin embargo, la propuesta que se llevó al Municipal de Santiago dejó demasiadas interrogantes que difícilmente pueden ser todas dilucidadas, y en ella la forma venció al fondo: la hermosura visual fue el gran imán del montaje, y la dupla compuesta por el coreógrafo Eduardo Yedro y el director y compositor José Luis Domínguez trajo una mirada sombría y cinematográfica a la novela, con cuadros de belleza dancística. También hubo otros que prescindieron del ballet para dar paso al teatro, y, finalmente, rayaron en el musical. No obstante, la narración es poco sustanciosa, con algunos vacíos y ciertos personajes no reconocibles. Si no se ha leído el libro o el programa del teatro, puede ser todo muy confuso.

En lo formal, la escenografía y la iluminación seducen por su nitidez y limpieza, con pocos elementos que se convierten en símbolos, de los que no siempre queda claro su significado (la gran cala o la piedra flotante); o con árboles frutales tipo palmeras y figuras pintorescas que remontan a otro país, y con obviedades como las manecillas de un reloj que giran rápidamente para dar cuenta del paso del tiempo. El vestuario destaca al caracterizar a la clase social, aún más evidente tras el Golpe militar, donde por medio del color del ropaje -negro o verde- se descifra cada bando. Mientras Alba, la nieta de Trueba, luce ambos colores en su cabello.

En este contexto, y siguiendo la forma con poca materia, Yedro, que le da total preponderancia al rol de Esteban Trueba, crea, a través de gestos y movimientos más contemporáneos que clásicos, algunos cuadros lucidos ya sea por su romanticismo (como el de Blanca y Pedro), por el horror (por ejemplo, la escena de los detenidos), por el ímpetu de la violación, por el imaginario de los espíritus que parecen almas en desgracia o los fantasmas de los familiares, además de logrados trabajos grupales.

A la par de la coreografía va la tensa partitura compuesta por Domínguez -y que él mismo dirige frente a la Filarmónica-, que ofrece páginas llenas de reminiscencias de diversos autores, con fuertes guiños estadounidenses, y una mezcla de estilos. Su creación se acerca más a una banda sonora, a la que aplica muchos clímax y algunos leitmotiv identificables, y donde se hace más evidente una atmósfera terrorífica con pocos respiros, acorde con también a la visión de Yedro.

Tema aparte fue la impecable participación del Ballet de Santiago y sus solistas. Cada uno de los numerosos intérpretes, encabezados por un recio Cristopher Montenegro como Esteban Trueba y una dulce Romina Contreras como Clara, trajo a sus personajes seguridad y fortalezas dancísticas que dieron cuenta de su compenetración en sus respectivos roles. Mientras, el cuerpo de baile lució compenetrado y afiatado.