Compro las entradas on-line dos semanas antes y ya está todo agotado. ¿Cómo? Si ni se estrena aún. ¿Tan rápido? ¿Acaso es un concierto? No, pero hay algo único, irrepetible, que transforma la experiencia de ir al cine en otra cosa. Se trata de un evento. Como antes. Incluso, leo, se forman filas afuera bajo la marquesina blanco-y-roja, porque en la boletería te pasan las entradas reservadas a tu nombre, pero las 228 butacas no son numeradas, así que parte de la gracia es la fila y mirar la gente y leer frente a todos y comentar y hacerse amigo y comer galletas de la vecina pastelería-de-culto Milk, además de mirar los afiches y comprar la memorabilia (poleras, juguetes, discos de vinilo) en la parte donde venden golosinas setenteras y popcorn.

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Excepto por la compra remota, la verdad es que hay algo retro en esta experiencia. Esto de ir al cine, a cierto cine, que es un templo cinéfilo y que cree en el cine y ama las cintas y son todas curadas, seleccionadas, atesoradas. Hay pocas funciones al día, porque es un cine a la antigua (aunque renovado, con una sola pantalla) y la cinta es más bien larga: dos horas y 40 minutos. Veo que queda solamente una función a la medianoche para un cálido martes de agosto (para citar a Neil Diamond que suena en el playlist de la banda sonora de la película). Compro las entradas. Por fin. Dos. Iremos al New Beverly de calle Beverly casi con La Brea, en pleno Los Ángeles, California.

La idea es transformar el viaje en una peregrinación. ¿Por qué no? Hace rato que deseo conocer esta sala. Es más que un cine, dicen, es casi un mito. En círculos cinéfilos se habla del New Beverly como si fuera un museo, un hito, un fetiche. Pertenece a una de las dos docenas de salas claves en el circuito cinéfilo mundial. Salas de cine que son más que cines, son templos. Algo así como las nuevas salas de arte, aunque ese rótulo ya no sirve, se quedó atrás. ¿Salas de ensayo? Tampoco. ¿De repertorio? Menos. Son salas que desean celebrar la experiencia de ir al cine y, a la vez, de exaltar esos filmes desconocidos (nuevos, viejos), además de mezclar todo con estrenos inesperados y retornos de películas que, en su momento, nunca fueron consideradas de arte o clásicos y que ahora claramente lo son.

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La idea -el plan- es ver Había una vez en... Hollywood en Hollywood.

Pero no en cualquier cine. No basta verla, creo, en un cine del área de Los Ángeles ni en una de las varias pantallas de los cines que existen en Hollywood mismo o incluso en zonas vecinas (como en el sector de Westwood, a donde va Margot Robbie haciendo de Sharon Tate para verse a sí misma en una comedia de Dean Martin). La meta es más meta, como se dice. Para que la experiencia sea en extremo intensa, vivencial e irrepetible.

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New Beverly Cinema está en un antiguo teatro de los años 20, en LA, que Tarantino adquirió en 2007.[/caption]

La meta, el deseo, el plan, es ver la nueva de Tarantino en el cine de Tarantino.

En el cine New Beverly de Quentin Tarantino, donde todo lo exhiben en 35 mm y donde las programaciones mensuales son curadas por el propio Tarantino (programas dobles trash, cine de superacción, maridajes insólitos) y donde las joyas canonizadas se juntan con excentricidades para transformar este cine en un paseo imbatible. Tarantino apuesta todo por el todo y le dedica energía: un podcast de lujo dirigido a la programación mensual (Pure Cinema Podcast), una cuenta creativa de Instagram, un Twitter activo, una serie de críticos de primera que escriben ensayos notables para la página web, programas de papel color repartidos por toda la ciudad en lugares icónicos y claves, y postales coleccionables de Doris Day o Burt Reynolds (este cine sí recuerda a los íconos). Exhiba lo que exhiba, el New Beverly ha ido creando su propio público y este acude a ver cintas de las cuales no sabían de su existencia. A veces va, a veces el mismo Tarantino presenta la película, pero este es un cine donde el star-system es para celebrar a un actor secundario desaparecido o a un director de foto. Aquí la fama está en la pantalla, da lo mismo quién esté en la sala. La gente no viene al New Beverly a ver quién va, sino van al cine a ver lo que no han visto o verla de nuevo en pantalla ancha. Es un cine que junta a jóvenes que nacieron después de la muerte de Kubrick con veteranos que trabajaron en el diseño de Querida encogí a los niños. Siempre se llena: ya sea para celebrar una proyección de un hito pop o para ver algo que nadie en la sala ha visto.

Acá la palabra clave es confianza en los programadores.

El mes de julio, por ejemplo, el New Beverly programó filmes para entrar en la onda de la nueva cinta de Tarantino, es decir, filmes importantes a fines de los 60 más cintas de cero importancia con el tipo de filmes que el personaje de Leonardo DiCaprio hubiera actuado de haber existido. Cuando uno va al New Beverly, la ansiedad y la excitación que provoca lo que se va a ver se fusiona con la decepción de haberse perdido lo que ya dieron. En todo caso, hay que ser fuerte y optimista. Da lo mismo si te perdiste el programa del martes, seguro que lo que van a dar el miércoles es tanto o más impredecible y capaz de volarte los sesos. Un cine cuya meta es removerte y enseñarte a mirar.

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Tarantino lo ha dicho: tener su propio cine es mejor que ganar un Oscar. Y poder exhibir películas de su propia colección en celuloide es su sueño. Si bien a partir de fines de julio el New Beverly se ha deleitado dando Había una vez en Hollywood en su propia sala y a tablero vuelto (sería raro que no la exhibiera y en horarios estelares), la sala se caracteriza por sus programas dobles, sus matinés de los martes, sus matinales infantiles de los fines de semana y sus funciones de trasnoche. Tarantino es un programador de primera, pero también es un hombre de negocios y entiende que parte de la seducción es él mismo y sus películas. Por eso, casi siempre se puede ver Jackie Brown o Death Proof en su cine.

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Para ir al New Beverly Cinema hay que comprar las entradas con anticipación.[/caption]

En el New Beverly se puede entrar a funciones de películas B que en su momento quizás no las fue a ver nadie. Que Tarantino sea el dueño y el programador, ayuda. Y para ocasión de su nuevo filme, su cine ha intentado retroceder al pasado: la música de la sala antes que parta la función es una selección de un programa de radio del 69 con canciones de la época. Los tráilers esta vez son sinopsis viejas, en 16 milímetros, de películas ligadas al mundo en el que indaga la cinta: El bebé de Rosemary, de Polanski, por ejemplo, y una cinta de sexo-y-motociclistas con Ann-Margret. Los teléfonos están prohibidos y un chico nerd que preside la función como un sacerdote lo deja claro: que nadie tome fotos, porque a Quentin no le gusta.

Esto es rito, afirma, es solo para los creyentes.

Esta es una misa y este templo es de los cinéfilos.

Todos aplauden.

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Ir al New Beverly es como ir a los cines de arte del futuro (es clave mezclar lo viejo con lo nuevo). La gente que acude a este tipo de cines va por la experiencia y la onda. Si no hay una experiencia mejor que ver la cinta a solas, no van. ¿Para qué? A lo mejor es más sabio ver algo nuevo en tu casa y, en cambio, ir en grupo a ver Ed Wood o El valle de las muñecas. Se vuelve algo comunitario y un evento. Luego se puede ir a comer, a conversar. Tarantino insiste en que su cine es un lugar para citas: invita a alguien a ver algo que tú ya has visto para ver si hay un match. Padres llevan a sus niños a ver E.T. o Los goonies o algo francamente más raro. En Ciudad de México y Bogotá están los cines Tonalá, el Metrograph de Nueva York es un mejor destino que subir al Empire State. De alguna manera en esa apuesta están el Centro de Arte Alameda e Insomnia en Valparaíso y la Sala K: dar cosas raras, viejas, fuera de la norma. Su programación no intenta competir con los blockbusters y los estrenos nuevos, aunque en las nuevas salas Álamo de EEUU, que partieron en Austin, con cerveza y comida, han repensado la idea de la multisalas; son complejos con muchas salas pequeñas donde coexisten filmes polacos con porno arte portugués con comedias francesas y cintas Disney. Una sala con movimiento y onda y electricidad es lo que hace que la gente vaya. No siempre es la película, casi siempre es la temperatura ambiente que provoca esa proyección. Compartir una película que es parte de la nostalgia con otros es algo que fascina y provoca todo tipo de pulsaciones.

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En el New Beverly, pienso, mientras caminamos por las calles a las tres de la mañana, no se va solo a ver películas; se va a celebrar el cine y a ser parte de algo mayor. El hecho que la sala mencionada por Sharon Tate como ese viejo cine porno de los 60 provoca aplausos al final del segundo acto. Todos los presentes saben que este cine viejo remodelado es parte de Hollywood y programa lo que se filmó por aquí cerca. Quizás por eso no dejan tomar fotos. Para que sea un recuerdo, o un sueño, o algo así como una película que uno cree que vio o siempre quiso ver o que jamás esperó ver y que no puedes sacar de tu mente.