Las Fiestas Patrias -para mí- son una fecha de recogimiento, con días latigudos y noches de insomnio. La falsa fraternidad y el nacionalismo solapado que se perciben en el ambiente me hacen tomar distancia del jolgorio, la tomatera y el asado. Las ganas de salir de mi casa se reducen. Desde niño que me siento extraño ante los huasos. He leído acerca de ellos, tanto el libro de Tomás Lago como decenas de novelas y estudios de este personaje. Sin afán de ser pesado, me limitaré a decir que la épica del huaso es triste y cruel. Al lado del gaucho descrito por José Hernández, en ese libro esencial que es Martín Fierro, sufre de orgullo y precariedad cultural. Lo suyo es ejercer el poder mediante la desconfianza, y la burla a través de la picardía. El complejo de inferioridad y el clasismo son los rasgos que lo definen, al igual que el gusto por la violencia. La novela El lugar sin límites, de José Donoso, es una cruda radiografía de este sujeto social.
En estos días algunos se preparan para mostrarse en los rodeos, esa práctica que consiste en perseguir novillos desesperados a caballo para acorralarlos contra una pared. Sin duda es una actividad digna de observación si la consideramos dentro de nuestras costumbres, puesto que en ella se despliegan una arrogancia y un sadismo que dan para hacer estudios espesos sobre nuestra idiosincrasia. La actitud asegurada del huaso es distintiva: nunca corre riesgos a la hora de fustigar a un animal. Si los comparamos con los toreros que se juegan la vida, queda en evidencia la escasa sofisticación del rodeo. Es una tradición, pero no por eso venerable.
Sé perfectamente que despreciar estas fiestas se ha constituido en un tópico literario, en un lugar común. Referirse al 18 de septiembre como un carnaval sin imaginación y a la cueca como el baile donde los cuerpos no se tocan, son amargura citadinas. Propias de un tipo esquivo y torpe que teme visitar lugares concurridos y jugar a la rayuela, que no sabe disfrutar con un anticucho y un vaso de vino. Es posible que sea de esos. Recuerdo que cuando iba a las fondas del Parque O'Higgins con mis amigos, al final, prefería pasar al acuario a ver los peces de colores.
Debo reconocer mi fascinación por el lenguaje popular oblicuo, torcido y con múltiples sentidos. Se escucha en las conversaciones de borrachos, en los diálogos inconducentes a la pasada. Es la única razón para asistir a estos eventos. Raúl Ruiz habla de las "tallas" como chistes enfáticos que cortan una circunstancia para reírse de ella. Dice que en sus películas este recurso lo aplicaba para montar: así acababa con una escena de forma inesperada y cómica.
Guardarme en estos días me ha llevado a presenciar demasiadas Paradas Militares. Son difíciles de evitar. Las imágenes de cientos de uniformados marchando al ritmo de una banda captura la curiosidad de los niños, de los ancianos y de los ociosos. Los rituales castrenses generan miedo y la sensación extraña de que estamos ante una fría explanada repleta de hombres y mujeres preparados para combatir. Orgullosos se lucen ante las autoridades, como si la muerte no tuviera nada que ver en el espectáculo que entregan. Hay gritos y gruñidos, estandartes y armas. En síntesis: un exhibicionismo fálico ajustado a la estética kitsch que los inspira.
Lo sensato, en mi caso, es refugiarme en mis deseos y vicios mientras pasa la algarabía. Denise Levertov tiene un poema que identifica con precisión el estado mental en el que caeré: "En los bancos, en las esquinas / de las salas de espera de la tierra, / al lado de árboles cuya savia se eleva, se eleva / para escapar en hojas grises y perderse / en el aire último. / Espero / por quien viene al fin, / tarde, perdido, por siempre / añorado, caminando / no mi camino sino cruzando / la esquina donde yo espero".