Reconoce algo de su humor en esa mujer. Esa capacidad suya para zanjarlo todo de una risotada, incluso en las más dramáticas e incómodas situaciones. Así y todo, la Lupe y ella nunca podrían ser amigas, dice Delfina Guzmán. Hundida en su sillón de felpa aleopardada, la actriz de 91 años asegura que no puede perdonarle a su nuevo personaje, que la traerá de regreso a las tablas en un par de semanas, el no haber tomado decisiones en su vida.
"A ella le tocó vivir y ver la sumisión de la mujer, y frente a esa sumisión ella dice que se convirtió en la estatua de sal, como cuando la mujer de Lot mira hacia atrás. La Lupe siempre fue de las mujeres que bajan el moño, y es culpa de ella y lo sabe", comenta. "No quiero ponerme feminista eso sí, mijito, porque tú sabes que me carga el tema y que suelo quemarme con esto cada vez que abro la boca, pero en eso no nos parecemos en nada la Lupe y yo. A mí nunca nadie me vino a decir lo que tenía que hacer, y cuando intentaron hacerlo, salí corriendo. Es mi lucha interna con ella, pero a esta edad la entiendo harto más que antes".
Cuenta que caminó tres kilómetros durante la mañana, previo a este encuentro. Se fue a paso lento y del brazo de su kinesiólogo desde su departamento, en plena Av. Colón, hasta la calle Sebastián Elcano. De regreso, y mientras veía alejarse la cordillera a sus espaldas, Delfina Guzmán volvió a pronunciar, en voz baja, las mismas líneas que ha venido memorizando desde hace unos meses: a tres años de su última aparición en la obra Las alas de Delfina (2016), anunciada entonces como su retiro del teatro, el próximo 17 de octubre volverá a subir al escenario del GAM con Aliento, monólogo que la actriz y dramaturga Elisa Zulueta (Gladys) escribió especialmente para ella. Nuevamente bajo la dirección de Álvaro Viguera (El misántropo, Sunset Limited), la nonagenaria intérprete asegura que, a pesar de sus más de 50 años de carrera, este solitario retorno la tiene "más aterrada que nunca".
Meterse bajo la piel de la Lupe no le ha sido para nada fácil, advierte, mucho menos lidiar con sus demonios. En la soledad de su vejez, la mujer a la que Guzmán interpreta escribe, a duras penas, una carta dirigida a Lucía, su hija, a quien no ve hace muchísimo tiempo. Allí le cuenta de sus achaques producto de la edad, de lo aburrida y trivial que se ha vuelto su vida y de que no ve futuro alguno para ella. No quiere seguir viviendo, le insiste una y otra vez. Más bien le pide ayuda para morir y marcharse dignamente. Por primera vez Lupe, a sus 92 años, cree tener el poder de decidir por sí misma.
-¿Qué lleva a su personaje a tomar esta decisión?
-La gran pregunta que se hace esta mujer es de quién soy yo. La educación que tiene, que es católica, la tuvo siempre convencida de que si Dios le había dado la vida, le dio también ese par de piernas flácidas con las que ya no puede caminar y esa inteligencia lenta. Ella habla de la vejez como el periodo de la lentitud, y pucha que estoy de acuerdo. Con lo que no estoy de acuerdo es con que si Dios te dio la vida, el regalo no le pertenece más a él, sino a ti. Entonces, es la Lupe quien debe decidir ahora, no Dios ni nadie más, solo ella. Es la determinación que nunca tomó en toda su vida, y es complejo, porque no es como actué yo a mis 25 años. Yo era una cabra demasiado inquieta y preguntona, más de la cuenta incluso, si hasta comunista fui. Mi mamá siempre me tiraba para abajo por eso, fiel a su machismo. Ella siempre me decía: "Apúrese, cállese y no se luzca", pero nunca le di en el gusto.
-Bueno, digamos que usted nunca fue una mujer muy típica para su época, mucho menos dentro de su clase...
-Nunca encajé ahí, porque siempre consideré que, en general, la clase alta es muy pelotuda. Tiene poco amor por la cultura, es jactanciosa y le gusta fabricarse estatuas a sí misma. A mí, con suerte, me levantaron una en el Museo de Cera. El cuiquerío apenas se la puede con los fundos y las platas heredadas, entonces mucho menos se dedicarían a educarse como debieran, y eso para mí es imperdonable.
-Siempre se ha declarado abiertamente católica, ¿cómo es su relación con Dios y la Iglesia hoy en día?
-Yo nunca he dejado de ser católica, mijito. Sí me he sentido muy defraudada por todo lo que ha salido a la luz de los curas con piel de oveja, pero no podría decirte que haya dejado de creer en lo que creía, porque lo traigo conmigo desde siempre. En qué sentido: yo creo en la existencia de Dios, y creo de verdad, pero no en ese Dios tan formal y moral, ni en ese dueño de las personas que siempre tiene la razón. Para mí es más como un abuelo, un abuelo cariñoso, contenedor, familiero. Eso es Dios para mí.
El letargo de los días
A lo lejos y cada 15 minutos retumba el antiguo reloj de madera que perteneció a su padre. "Él me lo regaló. Este reloj tiene 100 años por lo menos, fue un regalo de matrimonio que les hicieron a mis padres. Es la reliquia de mi casa", cuenta la actriz en el living de su departamento. "Para mí es también una compañía. Siento mucho a mi padre cuando lo escucho. Él era el único que podía darle cuerda, limpiarlo y arreglarlo. Jamás aceptó que nadie más lo tocara. Me da un poco la sensación de familia este reloj, y yo he adorado siempre a mi familia, pero cuando tratan de cambiarla por la empresa me da la rabia más grande", agrega.
Es una de esas heridas que nunca cicatrizó: Delfina Guzmán tenía 21 años cuando se casó por primera vez, en 1949, con el arquitecto Joaquín Eyzaguirre Edwards. Al año siguiente tuvieron a su primer hijo (Joaquín, 1950, cineasta), y en 1953 al segundo, Nicolás (economista y exministro). Pero no todo fue siempre color de rosa entre ambos: tras volver a Chile luego de pasar una temporada en Europa, la pareja se separó en 1955. Convencida de estudiar Teatro, además, lo que la marginó de su familia y del selecto entorno que la rodeaba, volvió a emparejarse con el director Gustavo Meza, con quien se casó en 1959. Partieron a vivir a Concepción, donde se formó como actriz y nacieron, además, sus otros dos hijos, Juan Cristóbal y Gonzalo. Sin embargo, su exmarido pidió la custodia de los dos mayores ante la Corte Suprema, y Guzmán perdió la tuición durante seis años. Tenía 27 años, y no los recuperó hasta su regreso a Santiago, nuevamente sola.
"Yo creo que los cambios son buenos en la vida, y fundamentales para avanzar y crecer, pero hay veces también en que no lo son. Y yo nunca he medido el riesgo", comenta. "Afortunadamente, hoy tengo una estupenda relación con mis cuatro hijos, a pesar de que siempre me arrepentí de haber perdido a dos de ellos por tanto tiempo. Me dio mucha rabia, hasta que me di cuenta de que todos esos prejuicios son pura falta de cultura. Es no conocer el mundo y vivir en pequeños clanes. Eso lo detesto y lo he detestado siempre, y aunque con mi exmarido terminamos de amigos, hoy sé y estoy convencida de que fui castigada socialmente. Y todo ese dolor lo he ido transformando en un convencimiento tan profundo de que había que cambiar todo esto, porque los tiempos no han cambiado tanto. Yo misma, que viví en años durísimos para las mujeres, hoy soy una ráfaga cada vez menos escandalosa".
-¿Qué ha sido lo más difícil de llegar a su edad?
-La vejez hace que la lentitud te penetre; a tu fuerza, a tu manera de hablar, de caminar y de pensar. En la vejez triunfa la lentitud, eres presa de ella y eso me tiene preocupada. Llevo mucho tiempo estudiando mis textos como mala de la cabeza, entre 8 de la mañana y las 6 o 7 de la tarde, porque después me cuesta leer. Antes yo pescaba un texto, mijito, y lo pegaba en las baldosas del baño: me lo aprendía mientras bañaba a mis cabros. Entonces, yo que he sido siempre una bala loca, no reconozco esta lentitud en mí. A veces me asusta, pero la mayoría del tiempo es rabia lo que siento. Además, me está fallando la memoria, estoy un poco sorda, y para ir a la esquina o adonde sea tengo que pedirle a la Lucy (su enfermera) o a mi kinesiólogo que me acompañen. No es que camine mal, lo hago tranquila, pero me canso. Tampoco puedo hacer eso que siempre hice de levantarme temprano y planificar mi día a mi pinta. Imagínate que hace un año o un poco más que mis hijos me quitaron las tarjetas y chequeras, y me pasan $ 100 mil a la semana. Yo lo hallo un poco mucho, pero quizás es como tiene que ser. Fíjate que, sin ninguna onda de tragedia, he pensado que ya hice todo lo que tenía que hacer, no quiero más de esto. Por eso estoy a favor de la eutanasia, porque elegir morir debe ser la máxima expresión de la libertad.
-¿Cree que avanzará pronto la discusión en torno a la eutanasia en Chile?
-Es lo que muchos quisiéramos, porque es una discusión interesante y que es tema entre la gente mayor. Con todo el respeto que me merecen, mijito, yo creo que los parlamentarios y ministros no deberían pasarse discutiendo única y exclusivamente si son 40 o 41 horas de trabajo a la semana. Esas son huevadas. Si la eutanasia no tiene cabida en la agenda pública es porque pasa a llevar ideas y estructuras absurdas que nos han heredado por años.
-¿Le da miedo pensar en su propia muerte?
L-a verdad es que no he pensado mucho en cómo va a ser el final de todo esto. A lo mejor no me atrevo. De momento, estoy sujeta a lo que tenga a mano y me aferro a eso, que es en realidad a lo que me he aferrado siempre: mi familia y el teatro.