"Yo había creído que la muerte sería así: una visión sinóptica de la vida, crisis por crisis, de golpe explicada y justificada, redimida, un Juicio Final en las bobinas y circuitos del cerebro. En vez de eso tenía un agujero en la cabeza, un enorme cero, nada. Me habían timado". Esto lo escribe Al Álvarez en el último capítulo de El Dios Salvaje, publicado en Chile por Hueders con traducción de Marcelo Cohen.

En ese libro feroz, escrito al borde del abismo –Alvarez intentó quitarse la vida luego de una larga depresión que regó de alcohol y medicamentos—, el también poeta, editor del The Observer y ensayista, repasa con descollante lucidez las distintas acepciones del suicidio en Occidente: desde el martirologio de los cristianos, hasta la desgarradora muerte de su amiga Sylvia Plath, de quién fue un entusiasta difusor. "En vez de ofrecer respuesta, sencillamente he intentado contrapesar dos prejuicios", escribe en el prólogo: "El primero es el tono religioso (…) que desprecia horrorizadamente el suicidio como un crimen moral". El segundo, señala, "es la actual moda científica que, mientras trata al suicidio como asunto de investigación seria, consigue negarle cualquier significado, reduciendo la desesperación a las más resecas estadísticas".

Por si fuera poco, Álvarez suma a su currículum su afición al atletismo, el póquer –"debo ser el único poeta serio y publicado que ha jugado en el Campeonato Mundial de Póker" señala en una entrevista—, el montañismo y la natación. En el estanque (Diario de nadador), aparecido originalmente en 2013 y publicado en castellano por la editorial argentina Entropía el año pasado, reúne sus anotaciones como nadador en los estanques de Hampstead Heath. Allí, Álvarez deja constancia de un vitalismo inmarcesible, parecido al de Werner Herzog, otro adicto a las montañas y a la observación profunda y descarnada de la naturaleza humana.

Nos deja un escritor como pocos, que encontró sus materiales en la literatura y en una vida llevada al límite. Que abandonó la academia por temor a oxidarse y nos entregó obras únicas, cuyo ímpetu recuerda a esos viejos naturalistas que se lanzaron al mundo para invitarnos a experimentar su vértigo y su novedad: Humboldot en el Chimboraz, Darwin en América, Pigafetta y los viajes con Magallanes.

Nos deja, pero vive también –como los buenos escritores— en sus textos, que espantan al polvo y al olvido con su singular magnetismo.