Ema es la segunda película consecutiva en que Pablo Larraín instala un protagónico femenino sin abandonar por ello su idea de personaje: usando la disociación mental como insumo, descreyendo de la identificación como mecanismo. Pero ahora no se trata de retratar a una famosa desconocida, como en Jackie, sino a la bailarina ficcional que da su nombre al filme (Mariana di Girolamo), que algo tiene de ángel y algo de demonio, permitiendo por esta vía a la cinta transitar territorios poco explorados y hacer hallazgos más que interesantes. Pero con su qué.
"Yo hago lo que quiero con mi sangre", se escucha decir a la joven artista, emparejada con el director y coreógrafo de su compañía (Gael García Bernal). Desprejuiciada, desasosegada, pasa al comienzo de la película por una crisis asociada a un hijo al que ambos adoptaron, pero que debieron entregar en adopción. Ahora, echando mano a cierta venalidad de una funcionaria del Sename (Catalina Saavedra), quiere recuperarlo. El camino que sigue para lograrlo puede hacérsenos extraño, pero es capaz de rizar su propio rizo y de cobrar sentido, permitiendo a su protagonista ser todo lo autocentrada e intensa que puede alguien ser, al punto que un lanzallamas se transforma en su alegre compañero.
Con sensibilidad bi, con el reguetón a todo dar y con las hormonas a tope, esta es una película sobre el cuerpo de Ema como herramienta, como arma, como refugio. Una cinta que se toma a sí misma más en serio que El club o Neruda, en el sentido de asumir las contradicciones y los apetitos de su protagonista. De domar su torcido discurrir emocional y de solazarse en maneras buñuelescas de ofrecernos a Ema como víctima y como victimaria.
Enterado de las críticas mixtas y de cierto desencanto entre algunos cinéfilos tras su paso por Venecia, he oído y leído que a la película le falta realismo. Que esos jóvenes bailarines semicallejeros no dirían "realmente" esos parlamentos. Que a su director le es ajena la cultura del reguetón, por lo que no sabría retratarla ni reflexionar al respecto. Que Araña está mejor.
Coincidiendo en parte con el diagnóstico, no veo problema en que Larraín se haya inventado un Valparaíso que al menos yo no había visto -check-, y menos en que haya creado una historia improbable pero sugestiva y provocadora, que reivindica la sensualidad como misterio y que no se olvida del paisaje humano ni de sus incertezas. Entrando en la odiosidad de las comparaciones, prefiero esos personajes a los que son perturbados y villanos durante toda una película.