El primero, María por Callas, es una producción modesta y a la vez notable, movida por la incondicionalidad de su director, Tom Volf, a la inmensa soprano, figura temprana de lo que por esa época, comienzos de los 60, comenzaba a ser el jet-set; la cinta reúne un material de extraordinaria calidad y mantiene el punto de vista siempre en ella, utilizando la voz en primera persona de Fanny Ardant. El segundo, Pavarotti, es una aproximación más convencional, se parece más a un reportaje periodístico y, aparte de valiosos registros de la vida del tenor, tanto arriba como abajo de los escenarios, contiene innumerables testimonios de familiares, amigos y colegas suyos, recogidos en distintas partes del mundo.

Dejando establecido que tanto ella como él fueron artistas superdotados, la verdad es que provenían de planetas diferentes. Ella nació en Nueva York y sus ancestros eran griegos. Él era hijo de un panadero de Modena aficionado a la lírica. No obstante, que pocas figuras de su época fueron más asediadas por los fotógrafos y los medios que ella (o a lo mejor precisamente por eso), la Callas fue un mujer muy misteriosa que mantuvo su estatura trágica hasta el final de sus días. El caso de Pavarotti es exactamente el inverso, cero misterio: era un tipo encantador, espontáneo, de eterna sonrisa, transparente incluso en las relaciones sentimentales que mantuvo fuera de su matrimonio.

Siendo posible que la Callas haya construido su fama de modo no muy distinto al de un ingeniero que levanta un puente, es decir, con mucho cálculo, lo cierto es que, cuando la consiguió, la vivió como cárcel y martirio. A Pavarotti en cambio la celebridad le llegó súbitamente y cuesta pensar que haya tenido momentos en que le disgustaba. Al revés, se diría que se volvió un adicto al aplauso de audiencias cada vez más grandes. Primero para ser reconocido por la tribu operática mundial, luego para llevar el bel canto mucho más allá de sus nichos, a públicos a menudo silvestres, y -al final- para cantar ante audiencias ya mucho mayores -en estadios, en conciertos urbanos multitudinarios, a veces con los rockeros de mayor convocatoria del momento- en beneficio de causas humanitarias.

Vivieron la popularidad de muy distinta manera. Ella como fatalidad, como la Casta Diva que tenía que bajar de sus alturas a contaminarse con el mundo, y él como éxtasis, como la plenitud del artista privilegiado que podía extender hasta donde quisiera las fronteras de su arte. Hombre de cientos de amigos, a Pavarotti le bajó en sus últimos años una suerte de cariño fulminante por la humanidad. ¿Era un mecanismo compulsivo por hacerse querer? ¿O necesitaba eso a medida que en su interior se iba desestabilizando emocionalmente?

Woody Allen reflexionó un poco sobre estos temas en una película de fines de los años 90, Celebrity. No es de sus grandes películas, pero dejaba en claro dos cosas: que la fama responde a lógicas enigmáticas (los que la buscan no la logran y la consiguen los que no) y que eres un iluso si crees que puedes aprender a controlarla y manejarla. No sólo te superará: hará de ti un ser distinto, literalmente otra persona. De eso alcanzó a darse cuenta la Callas. Pavarotti parece que no.