Ziggy Stardust: él es mi ídolo

Por Felipe Retamal

Si algo define a la cultura pop es su capacidad de reproducirse a sí misma. De volver a jugar con sus mismos códigos una y otra vez, sin perder un ápice de frescura. Es una piscina, a la que siempre es posible volver a sumergirse en el fondo de vez en cuando, dijo alguna vez el comediante Greg Gutfeld. Pero son pocos quienes consiguen hacerlo bien, con un impacto duradero y encima tener el descaro de asumirlo sin complejos. Tenemos más fresca la imagen de Noel Gallagher admitiendo sus préstamos a un variopinto de su colección de discos; de los Beatles, a T-Rex.

Pero fue David Bowie quien consiguió construir una obra que, aunque no tuviera la última palabra en su juego, tenía la suficiente arrogancia y peso estético para presentarse como tal. Transformado en un prestidigitador con tintura de cabello barata, en The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, el músico presenta a un personaje que parodia a la estrella de rock definitiva. Lo construyó por su amor al rock and roll de primera época, la cultura japonesa y la liberación sexual. Y por cierto, lo hace parecer como una ópera espacial para jóvenes. Genialidad pura.

Fue un disco que conocí en mi época universitaria, cuando Internet me permitió acceder a material que siempre quise escuchar, pero que los escuálidos ingresos de adolescente no alcanzaban a costear. Conseguí el Best of Bowie , lo escuché y me llamaron mucho la atención "Starman" y la atronadora "Suffragette City". Averigué en qué álbum salían y así llegué hasta Ziggy.

Además, alguna noche de verano en que abundan los refritos, había visto el video en que David sale cantando "Starman" con una guitarra acústica azul y un traje slim fit, tan colorido como envase de helado, que en esos días me recordó un poco al Acertijo de Jim Carrey en Batman Forever.

https://www.youtube.com/watch?v=sI66hcu9fIs

De alguna forma, esa presentación resume el espíritu de ese trabajo. Bowie juega con una imagen andrógina, acompañado por una banda que vuelve sobre los códigos que los Rolling Stones y los Beatles habían inaugurado años atrás. Está justo en el momento bisagra para impulsar una era. Y además, ese tema marca el punto en que el "camaleón" se convirtió en un compositor de fuste. Si "I want to hold your hand" fue la canción que presentó a Lennon/McCartney como creadores competentes y exitosos, con "Starman", el de Londres consiguió su primera gran obra.

Y, por dios, está Mick Ronson. Un pedazo de guitarrista, injustamente subvalorado, cuyo virtuosismo era muy diferente al de los héroes del momento. Con cosas como sus solos en "Soul Love", y su sonido en "Moonage Dream" inventó un estilo que la generación britpop le copió con mucho entusiasmo.

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Bowie en 1973. Foto: Michael Ochs Archives / Getty Images.[/caption]

Y todo lo que toca en la cara B del álbum es grandioso: sus frases en "Ziggy Stardust", la relectura de Eddie Cochran en "Hang On to Yourself", los acompañamientos en "Star" y los riffs que lanza en "Suffragette City".

Se dice que Bowie construyó a su Ziggy a partir de una mezcla entre tipos que de alguna manera se habían enfrentado a la miseria: Iggy Pop, Lou Reed y Vince Taylor, un rockanrolero inglés de primera era, que para mediados de los sesentas ya había caído en desgracia -aunque los Clash incluirían su "Brand New Cadillac" en London Calling-. A partir de los pedazos recogidos y su constante juego con los márgenes entre la creación y la copia, Bowie construyó una estrella que hacía propia la idea de los 15 minutos de fama con que Warhol definió a la cultura pop. Y le dio todo: buenas canciones, un aire suficientemente cool, y una imagen que iba más allá de lo que las estrellas del momento habían imaginado. Es cierto que Marc Bolan había sido el primero en lanzarse como estrella andrógina, pero David, consciente que salió después, fue mucho más jugado y propuso un nuevo modelo masculino, alejado de la testosterona.

Había humor, pero también el suficiente drama como para levantar al héroe -solo por un día- y hacerlo caer hasta el fondo, casi como le ocurrió a él mismo poco tiempo después. En ese viaje no solo estaba lo que aprendió como actor, sino que de alguna forma, entendió que jugar con la pasión y muerte de un famoso, era muy atractivo. De esta forma, leyó muy bien las cosas más tétricas de su tiempo. Y por cierto, con eso enterraba al cantante afectado de Hunky Dury.

Originalmente, el álbum incluiría un cover de Chuck Berry. La idea era superar la era dorada del rock, apelando a sus clichés. Casi como parodia. La historia se repetía como comedia. Por eso el disco está lleno de referencias a esos días; las guitarras de Ronson, el piano en stacatto —truco que va de Jerry Lee Lewis a The Velvet Underground—, además de los estribillos y las palmas en "Hang On to Yourself" —que referían a los primeros Rolling Stones, y estos a su vez, del R&B—. Es como cuando Corbucci, Leone y otros tomaron el western, le sacaron la imponta patriotera de John Wayne, y crearon algo propio. Con Ziggy Stardust, Bowie enterró a los sesentas y abrió una era en que mezclar y tocar fuerte era la norma; así lo hicieron de Sex Pistols a New Order.

https://open.spotify.com/album/48D1hRORqJq52qsnUYZX56?si=alTeQ_U3TPCxFCoqNxabhw

Diamond dogs: Nevermind the bollocks

Por Nuno Veloso

Hace 45 años, en septiembre de 1974, en una entrevista con Robert Hilburn para el Melody Maker, Bowie declara explícitamente que Diamond Dogs fue realmente el comienzo de Young Americans. Tras el suicidio de Ziggy Stardust en frente de la audiencia del Hammersmith Odeon en 1973, y el consiguiente despido de los Spiders from Mars, Bowie editó Pin ups como despedida de su era glam. Sin el hechicero Ronno en la guitarra, sin una banda y produciendo el material por su cuenta, Diamond dogs fue un sufrimiento. "Es atemorizante tratar de hacer un álbum sin apoyo", dijo en la misma ocasión.

Aunque RCA haya decidido en un acto de estúpida censura pintar encima de los genitales del Bowie mitad bestia que decora la portada en pose desafiante, este es el disco del Brixton Boy que más cojones tiene. Después de tres años y cinco discos contando con Ronno para hacer inflamar las seis cuerdas, Bowie se lanzó a tocar él mismo todas las guitarras en el disco salvo dos excepciones, que fueron ejecutadas por el sesionista Alan Parker: la guitarra en "1984" y el riff de "Rebel Rebel". Diseñado por Bowie excepto sus tres notas finales (cortesía de Parker), aquel riff posee una cualidad viral al nivel de la "Satisfaction" de los Stones, y es ciertamente un triunfo. En contraste con el virtuosismo y pasión destilada por Ronno en los discos de la era Ziggy, si algo tiene la guitarra en Diamond dogs es suciedad, fricción, y alma punk. Es en "Rebel Rebel", donde también Bowie exclama aquel manifiesto de fluidez de género: "tienes a tu madre enloquecida, no está segura de si eres un chico o una chica"). Literal: Nevermind the bollocks ("no importan los testículos").

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David Bowie en 1973. Foto: Richard Creamer / Michael Ochs Archives / Getty Images.[/caption]

Tras el suicidio de Ziggy, acá viene el genocidio. El rock and roll no está muerto. Es muerte. La visión apocalíptica de Bowie, producida por él mismo, marca también el retorno de Tony Visconti a la consola, no para dirigir, sino que para mezclar. Sería su reencuentro tras el quiebre de Hype, su banda pre Ziggy. Este fue el primer disco mezclado por Tony en su estudio casero de Melrose Terrace, en el sector de Shepherd's Bush en Londres. Sin muebles donde sentarse —Bowie traería cada tarde un par de sillas y una mesa donde mandar a pedir algo para cenar— ambos hicieron uso de los nuevos equipos de Tony, incluyendo un Eventide Digital Delay, omnipresente en el disco, en especial en las baterías. La capacidad del EDD para hacer pequeños samples permitiría hacer realidad el fantástico cierre del álbum, con el grito de "bro", repetido ad infinitum tras el quiebre de "Chant of the ever circling skeletal family". Sobre sus métricas que se sobreponen, este corte señala ya el sonido que desencadenaría la trilogía de Berlín.

Tras pedir autorización a la viuda de George Orwell para adaptar su novela 1984 y recibir una respuesta negativa, Bowie decidió pintar un futuro decadente y putrefacto a su manera. Hunger City, la ciudad de la perdición donde Halloween Jack deambula, proviene también de la fijación de Bowie con Kubrick, esta vez con A Clockwork Orange. La intro, "Future legend", es Bowie en su costado más William Burroughs. Nace de una versión corrupta a lo Wendy Carlos del clásico de Rodgers & Hart "Bewitched, Bothered and Bewildered", hecha con guitarra saturadísima y mellotrón, sobre la cual una voz de animal metálico narra el desastre en medio de los aullidos distantes, cargando consigo el tono lúgubre que impregnará el disco —su obra más oscura junto a The Man who sold the world— y que llegará a su extremo en "We are the dead", justo después de la luminosidad de "Rock and roll with me" y del vigor de "Rebel Rebel" y su batería Motown. Estas dos canciones, sumadas a los increíbles arreglos de "1984" -deudores del black moses Isaac Hayes- y los bronces de "Big Brother" son teasers del satinado Young Americans. El mejor momento de la placa, y una de mis composiciones favoritas (Top 5) del catálogo de Bowie es la suite "Sweet Thing/Candidate/Sweet Thing (reprise)". En su registro más de catacumba, Dave se quiebra para explotar luego hecho un torbellino de emoción desolada. Tras el vértigo de los bronces y un rock afiebrado, llega un precioso remate al piano cortesía de Mike Garson, para cerrar la pieza en un despliegue de guitarras trituradas y baterías en delay, en plan drone.

Señalando su propio desenlace, espejeado en la obsesión con el panorama delineado por Orwell, fue en las sesiones de Diamond dogs que Bowie comenzó a transitar su propio espiral hacia el abismo, exacerbando el consumo de cocaína al punto de terminar hecho un puñado de huesos castañeantes y envuelto en paranoia. Los mejores discos de Bowie germinaron en esta arena movediza y hoy me parece que Diamond dogs es el mejor de todos ellos. Bowie es soundtrack fundamental de mi vida desde hace casi 30 años, y si tuviera que hablar de las veces que este disco me salvó y acompañó —junto con Station to station, Heroes, Hunky dory, Hours, 1. Outside, Scary Monsters, David Bowie a.k.a. Space Oddity o The man who sold the world (mis favoritos)— esta columna no terminaría jamás, como aquél grito de "Bro, bro, bro, bro, bro, bro...".

Apropiado me parece a propósito de Diamond dogs citar la canción "I'm gonna DJ" de R.E.M., donde Stipe canta "la muerte es definitiva, así que estoy coleccionando vinilos. Seré un DJ en el final del mundo", y enfrentarla a uno de los mejores diálogos de High Fidelity, que dice así:

"¿Tienes Soul?".

"Depende".

Pues acá tienen Soul, pero dead soul (por guiñar a Joy Division). Este es Soul para el fin del mundo. Observen la delirante portada del disco, obra de Guy Peellaert y piensen en la frase de Samuel Johnson: "aquel que hace una bestia de sí mismo se libera del dolor de ser un hombre". Nevermind the bollocks.

https://open.spotify.com/album/72mfhbEsMtXR6s7v9UhKe3?si=wlct5F_ORAm5_-ib3IFgNQ

Station to Station: cocaína y alienación

Por Andrés Panes

De todos los Bowies que hay, mi favorito es el Bowie cocainómano. Me encantaría responder algo más sano, pero el tramo que pasó en Estados Unidos, viviendo en la paranoia con las neuronas fritas y la nariz empolvada, atribulado por toda clase de problemas, desde conflictos maritales hasta crisis vocacionales, coincide a mi parecer con el período más brillante de su carrera. Station to Station, el disco que editó en el peak de su adicción, parte con un tema homónimo que contiene una mentira rampante sobre su consumo: "No son los efectos secundarios de la cocaína/ Estoy pensando que esto realmente es amor". Si lo era o no, podrá discutirse, pero lo cierto es que Station to Station es innegablemente una consecuencia de tantas rayas. Cuando le preguntaban a Bowie cuáles eran sus recuerdos del período entre 1974 y 1976, solía contestar que almacenaba poco y nada al respecto en su memoria, aunque siempre se encargaba de transmitir que su salud mental era frágil y que por eso tomaba decisiones tan erráticas como coquetear con el fascismo, codearse con espiritistas o guardar su orina en el refrigerador.

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Station to Station da fe de que hasta los peores momentos pueden dejar buenas postales. Si bien la cocaína es destructiva, también es, parafraseando al antropólogo Joseph M. Fericgla, una "droga de esclavos" que sirve para mantenerse activo y esquivar el descanso, justamente lo que hacía Bowie, cuyos músicos relatan cómo, sin previo aviso, los iban a buscar en taxi a los bares que pululaban para pedirles que fueran al estudio porque el Duque Blanco —un apodo que se le quedó para siempre, aunque se refiere específicamente a esta etapa— andaba con la musa y necesitaba grabar. Por otro lado, la alienación que sentía en Los Angeles, un lugar que se le hizo demasiado sintético y carente de humanidad, terminó empapando las más sentidas interpretaciones de su carrera ("Word on a Wing", "Wild is the Wing"), reflejos de un alma atormentada por la hondura de una tristeza existencial con ribetes autodestructivos. Toda adicción, recordemos, transparenta un vacío interno.

Cuando afirmo que el cocainómano es mi Bowie favorito, lo digo porque hay muchos Bowies, y en Station to Station se combinan algunos de los mejores. Qué alegría que "Golden Years" nunca llegara a las manos de Elvis, para quien fue escrita, porque ese vestigio de Young Americans tiende un puente entre sus inclinaciones souleras y las venideras. Ni hablar de "TVC-15", tan febril como la historia que la originó, una alucinación de Iggy Pop sobre un televisor carnívoro tragándose a su novia. El resto del disco se basa en el rechazo que Bowie sentía por el rock, al que tildaba de aburrido, fatigado de tanto pavonearse como Ziggy Stardust y deseoso de convertirse en actor, el real motivo de su viaje. Insinuando la fascinación por la gelidez kraftwerkiana que haría de la Trilogía de Berlín otra brillantez absoluta, Station to Station alberga el germen de lo que sería un golpe a la cátedra rockera y su futura reconstrucción. De verdad lo siento, pero Bowie a punto de perder la razón es una de las mejores cosas que he escuchado en mi vida.

https://open.spotify.com/album/0MWrKayUshRuT8maG4ZAOU?si=cnO4C92aTGuFrxq80PAr_A

Low: una lección de vida

Por Claudio Vergara

Low es el álbum de la renovación absoluta, del romperlo todo para empezar de cero, del acabar con el pasado de una buena vez para sólo caminar con la vista al frente. El eterno cliché del camaleón que muta, cambia, se transforma y ataca tiene aquí su máximo esplendor.

¿La razón? Para dar un giro en su carrera, David Bowie entendió que debía partir por fracturar toda su existencia. Tras vivir dos años en Los Angeles acorralado por la cocaína, pesando poco más de 40 kilos, intentando moldear un sonido funk de inspiración americana y conviviendo con el culto al ego propio de la ciudad que inventó a las estrellas del espectáculo, el inglés se mudó en 1976 a Berlín; la capital alemana desangelada, con el peso de la historia aún resonando en sus rincones, donde era fácil desvanecerse entre el gentío multicultural y, como él mismo lo definió, ir a comprar al almacén turco de la esquina sin que nadie preguntara si tú eras el tipo alguna vez apodado Ziggy Stardust.

Berlín era con suerte un apéndice en la naciente historia del rock, apenas un pie de página en el cancionero de guitarras fabricado y dictado desde la vecina Inglaterra. Nadie podía asociar a los germanos con melodías coreadas por estadios completos, con ídolos cuyas imágenes colgaran de las piezas de la generación de posguerra. Si había un refugio para escapar de todo lo conocido hasta ese entonces, ese era Berlín.

Por lo demás, ahí el hombre de "Fame" se apoyó en el personaje preciso: el compositor y productor inglés Brian Eno, un artista que recelaba de las melodías radiales y del uso excesivo de palabras en las canciones. "No tengo nada que decir. No hay un mensaje ni una experiencia personal que me resulte tan relevante como para querer escribir algo al respecto", era uno de sus conceptos más repetidos al explicar sus creaciones.

¿No era eso casi un atentado contra el propio Bowie, uno de los cantautores que en los 70 convirtió a los personajes de sus discos y a las historias que narraba en parte esencial de su idiosincrasia artística? Lo era: precisamente eso buscaba el Duque Blanco.

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Inspirados además en el carácter menos exhibicionista del krautrock -en emblemas como Kraftwerk, un conjunto robótico, mecanizado, sin frontman, vestidos de traje y corbata-, todo ello desembocó en Low.

Un trabajo precisamente lleno de innovaciones musicales, de trucos técnicos, de giros inesperados. Ahí está "Sound and vision", cuya melodía y pulso de batería parecen oscilar hasta el infinito, sin avanzar a ninguna parte. O "A new career in a new town", el tema de título simbólico cuya frase de piano se adhiere una y otra vez sin querer desaparecer. O la voz gruesa y radiante del intérprete en tracks como la funky "Breaking glass", muy lejos del tono sombrío y al borde del desgano que mostró en el álbum que antecedió a su destino europeo, Station to station (1976).

Como si no bastara con ello, nada te prepara para la segunda mitad, sólo con piezas instrumentales, donde Bowie y Eno parecen cincelar óleos sonoros a través de la perturbadora "Art decade" o de la fascinante desolación de "Warszawa".

Pocos álbumes de Bowie te remecen con reacciones tan disímiles. Low no sólo es el despegue de la brillante trilogía berlinesa con que cerró los 70; también es el salto al riesgo de un hombre sin temor a dejarlo todo atrás para inventarse un nuevo destino.

Una lección de música y, a su vez, una lección de vida.

https://open.spotify.com/album/2de6LD7eOW8zrlorbS28na?si=uZIpZjgiRzuGGI0yuc7ocg

Heroes: si vas a experimentar, no te pongas falso

Por Pablo Retamal Navarro

Cualquier joven millennial que entre a Spotify a escuchar música (a diferencia de mi generación que lo hacía escuchando la radio e intercambiando cassettes y CD) y digite ansioso cada una de las letras que forman el nombre David Bowie, va a encontrar que la canción más escuchada de su repertorio en esa plataforma, con más de 163 millones de visitas, es "Heroes". Un temazo, un manual de cómo crear un hit. Te hace mover la cabeza, es emotiva y además se canta. Lo tiene todo.

Pero "Heroes" no solo es un single, es también el nombre del duodécimo álbum de la carrera de David Bowie. Lanzado en 1977, es el segundo de la llamada "Trilogía Berlín", y curiosamente, el único que se grabó un Berlín, en Hansa Studios, el cual, según los testimonios de los involucrados, estaba ubicado cerca del muro de concreto que dividía la ciudad entre buenos y malos.

Co-producido por Tony Visconti y Brian Eno, hay temas en formato canción, y otras ensoñaciones instrumentales que ocupan la mayor parte del lado dos del vinilo: "V-2 Schneider", "Sense of doubt", "Moss garden", "Neuköln". Como Santaolalla con el Corazones, es imposible no escuchar la mano de productor aquí. El hombre de "Deep blue day" tiene un sonido propio, y que a este disco le calza perfecto. De algún modo anticipaba los ochentas, debido a su vocación por el ambient, por los reverbs profundos y los sintetizadores. Es una decisión osada, que ya había tomado en Low (lanzado meses antes) y que hereda de alguna forma la idea de los Beatles en Abbey Road (1969): cara A de canciones, cara B de experimento. Claro que a su manera, Bowie pone una canción al final del tracklist: "The secret life". Un funk oscuro, que se quiere dejar bailar, pero no.

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De los discos que conforman la mencionada trilogía, este es el más redondo, el que más suena a algo distinto. Bowie se metió de lleno al krautrock, la experimentación, la electrónica. En las mencionadas pistas instrumentales se nota mucho, pero también en las canciones del Lado A.

No tiene una batería de hits como otros discos de Bowie, de hecho, en general en ese período primó menos lo comercial que el sentido artístico, pero el hecho es que Bowie buscaba reinventarse, como muchas veces. Sin asco, echó mano a meter sonidos raros, como "Beauty and the beast", anticipando el rock industrial.

Ser una estrella pop no le bastaba. Siempre quería más, siempre quería avanzar musicalmente. Ese es el gancho para entender este álbum y este período de su carrera. Es un disco hecho para gente inquieta, por gente inquieta, y para que lo que compre gente aún más inquieta.

Igual, hay ciertos ganchos pop. No era simplemente cortar de raíz. Eso me gusta, no es simplemente arrasar y crear de todo desde cero, como dice Simon Reynolds, sino evolucionar desde un punto de vista. No hay nada más nefasto que un artista reniegue de su pasado. "Join the lion", por ejemplo, es un tema cuya primera parte bien te la puedes bailar un día en el bar Loreto a las 3.30 am con una cerveza en la mano. Seguro mueves la cabeza. No es una canción pop como "Golden years", "Starman" o "Rebel rebel". No, pero eso es justamente lo valorable. Hacer pop, sin el traje del pop. Experimentar sin ser ermitaño.

Personalmente, pienso que cuando los músicos pop se ponen muy experimentales y buscan ponerse más difíciles de escuchar, les sale falso, y el público si hay algo que no perdona, es que su artista se vuelva falso. Heroes es un elepé pop experimental, y no le sale falso. Todo suena muy natural, muy fresco.

Mención aparte para la canción homómina. ¿Qué más se puede decir aparte de que es un temazo? Que sirvió como cortina al desfile de la delegación de Gran Bretaña durante los JJ.OO. de Londres 2012, que Robert Fripp, de King Crimson, grabó unas guitarras inmortales (tanto en ese tema como en "Beauty and the beast"). Es imposible no escuchar el tema sin quedarse pegado escuchando esas guitarras, son realmente hipnóticas, grandes. Van haciendo un contrapunto a la melodía y adquiere protagonismo por si misma. Es como si fuese otra voz.

Y bueno, si hiciéramos una lista de guitarras copiadas una y otra vez, esta de "Heroes" sería una. "When the sun hits", de Slowdive le debe mucho a esa tarde inspirada del hombre de King Crimson, quien solo aceptó ir a grabar tras advertir "si ustedes se arriesgan, yo me arriesgo". A morir o nada. Sin timón y en el delirio.

En el indie está plagado de guitarras así. DIIV tiene varias así, lo mismo Mac Demarco, o Temples en su primer álbum (el mejor que tienen, de hecho), o Holy Wave (pongan oreja a "How was I supposed to know" algo le debe). Eso es lo que generan los buenos discos, que no quedan como meros objetos de colección, sino que sirven como influencia.

https://open.spotify.com/album/4I5zzKYd2SKDgZ9DRf5LVk?si=rNT4JynKTRigpJQYzSheCQ

Outside: música para las masas (del futuro)

Por Rodrigo Munizaga

Outside no solo es el mejor disco de la década del 90 de David Bowie. También marcó su esperado reencuentro con Brian Eno, su partner en la llamada trilogía de Berlín de los 70 (Low, Heroes y Lodger) y con quien volvió a los estudios de grabación —en una idea que partió en el matrimonio del Duque Blanco con la modelo Iman, donde él y Eno tocaron en la fiesta—, en lo que se podría definir como el anticoncepto: acordaron llegar a grabar sin tener nada previsto, solo dejando fluir las ideas recogidas tras visitar el hospital psiquiátrico Gugging, cerca de Viena: ahí entrevistaron y fotografiaron a pacientes de arte marginal, que derivó en una historia escrita por Bowie sobre un personaje inventado (Nathan Adler), un detective que trabaja para el gobierno británico en tiempos donde el asesinato y la mutilación de cuerpos se ha convertido en moda del underground.

Bowie venía de un par de álbumes dispares cuando Eno lo impulsó para volver a experimentar, no solo escribiendo letras en el mismo estudio, cada mañana, sino también en el modo en que se llevaron al disco, utilizando el programa Verbasizer (creado por Ty Roberts, cofundador de Gracenote, y el propio cantante), donde la escritura quedó al azar de su computador y donde aquel programa redordenó cada verso. El resultado es fascinante, tan críptico como bailable, y situado cuando faltaban cinco años para que terminara el siglo XX, pero fue recibido con cejera por los críticos, que lo tildaron de irregular y confuso, aunque con los años fue revalorado como la joya que es.

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El imaginario del psiquiátrico inunda no solo el arte visual y los videoclips que se hicieron (el que dirigió Samuel Bayer para "The hearts filthy lesson", es bastante gráfico en ese sentido y probablemente uno de los mejores de Bowie), sino también en la oscuridad de varias de sus letras, que imagina un Apocalipsis, y la música que componen los 19 temas —con 74 minutos, es el más largo de la carrera del cantante y luego se arrepentiría de no haberlo concebido como álbum doble—, donde además de "The hearts…", destacan la hipnótica "Wishful beginnings", la experimentación techno de "We prick you", "Outside", "I'm deranged" o "Hallo spaceboy", sucia y deudora de Nine Inch Nails en su versión original y transformada posteriormente, para las pistas de bailes, en un remix de Pet Shop Boys.

Inicialmente, la idea de Bowie y Eno era realizar cinco discos en total, entre 1995 y el año 2000 (por eso, en rigor, el álbum se llama 1. Outside), pero el cantante diría después que se había cansado de la historia y que el material que había trabajado lo sacaría más adelante, aunque sigue inédito. Para la gira de Outside, además, Bowie invitó a Trent Reznor para que con su banda lo teloneran, creando entre ambos una comunión excepcional: el que viene de vuelta y el que aún estaba —literalmente— arriba de la pelota de las drogas. El álbum, también, motivó a que dos de los más grandes cineastas estadounidenses de las últimas décadas recurrieran a sus canciones: David Fincher utilizó "The hearts…" para musicalizar los títulos finales de Los siete pecados capitales y David Lynch hizo lo propio con "I'm deranged" para los créditos de inicio y cierre de Carretera perdida.

Como sucedió en toda la carrera de Bowie, sus pasos iban más adelantados que los de los simples mortales. Outside inicialmente puede ahuyentar por su longitud y un concepto sonoro donde a ratos hay un quiebre musical intercalando frases, pero si uno se sumerge en él sin prejuicios, aparecen canciones derechamente bailables ("Strangers when we meet" es un ejemplo) y un cúmulo de temas brillantes.

Lo que hace grande al álbum es que en cada escucha uno termina redescubriendo efectos y, a 24 años de su lanzamiento, ha envejecido de modo espectacular: sigue sonando moderno y urgente, como si fuera un lanzamiento del siglo XXI. Algo que Bowie y unos pocos más pueden lograr con su música.

https://open.spotify.com/album/0pUursvGUAgcDiEqYlnZ0q?si=UQWEOjhSTQqmdaU3YwRaMA

Blackstar: en polvo te convertirás

Por Marcelo Contreras

El doctor colombiano Gustavo Quintana, que ha practicado eutanasia a casi 400 personas, decía en una entrevista que los hombres siempre estaban mucho más asustados y menos resignados que las mujeres ante la inminencia programada de la muerte. David Bowie trabajó un año en este disco sabiendo que tenía los días contados. Era un condenado decidido a decir adiós a través del arte, su razón de ser, "su regalo de despedida" como describió Tony Visconti a este puñado de canciones al día siguiente del fallecimiento el 10 de enero de 2016. Las sospechas de un álbum elaborado como un elegante canto fúnebre que se sobrepone al miedo de la hora final se confirmaron. Blackstar era una forma de eutanasia también. La música convertida en un sedante hacia la eternidad.

Entre los lugares comunes del periodismo musical ranquea proclamar a Bowie de vanguardista eterno. No estoy tan seguro. Si fue así, desde temprano escribió el futuro atento al retrovisor. Al mando del glam rock con Ziggy Stardust le dio categoría a la primera ola retromaníaca que atacó al rock británico a fines de los 60 cuando los Stones y los Beatles buscaron la chispa perdida en el blues y el rock & roll inspirador de los comienzos. Una parte de la estética glam —Roxy music es el mejor caso— se basaba sin disimulo en los 50, mientras los acordes de T Rex y unas cuantas guitarras de Mick Ronson en esos primeros discos de Bowie, eran un robo a mano armada a los riffs de Chuck Berry y bluseros de enigmáticos nombres con olor a azufre.

Con la muerte detrás Blackstar pudo ser una obra colmada de nostalgias y guiños. A cambio Bowie, un habitante del Soho neoyorquino que tal como John Lennon había encontrado en la capital del mundo las perspectivas que las islas británicas no daban, hizo un disco mirando hacia adelante en diálogo con sus raíces, una manera de decir que no es necesario cerrar ningún círculo en el ocaso sino ser imparable como fue su hábito.

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Bowie acostumbraba recorrer Nueva York temprano por la mañana maravillado por el movimiento y la conjunción de gentes en la urbe. Blackstar transmite la vibra de una ciudad capaz de ofrecer todo menos detenerse, atenta a su leyenda y nostalgias pero por sobre todo urgente, dura y siempre novedosa.

La columna es el jazz pero está adaptado a las pulsaciones propias de la electrónica en medio de una sinuosidad constante y una sensación de ingravidez. El saxo es protagónico, un recuerdo temprano en su biografía, el instrumento de los primeros años. La guitarra ornamenta en ángulos poco ortodoxos —una de las constantes de los guitarristas de Bowie, todos extraordinarios—, como la batería se desdobla fenomenal entre una muñeca jazzie y tiempos milimétricos.

Bowie habla abiertamente de la muerte en todo momento instalando su voz, la mayoría de las veces, con un tono espectral en tiempos cruzados a las cifras de las composiciones. Está por irse y puede retar a las matemáticas si lo desea como un equilibrista que desafía las posibilidades y triunfa. Las armonías, uno de los fuertes de su discografía, sólo dependen de él, cantos que siempre contienen un barniz gótico y fúnebre como presagio del final.

David Bowie hizo de su última pasada por el estudio una mortaja a la medida que resume la mayoría de sus expediciones musicales a lo largo del tiempo, menos el pop bailable que lo convirtió en súper estrella en los 80. No habría encajado como si pueden adaptarse el jazz, la electrónica y el rock a los contornos más lúgubres de la vida. A punto de convertirse en polvo dio un ejemplo de trascendencia. Y lo hizo cantando maravillosamente.

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