A veces, Rock in Rio vuelve a ser algo tan elemental y obvio como eso: Rock en Rio.
Quizás lo que fue en sus orígenes, en 1985, concebido como una gran fiesta sudamericana capaz de reunir lo imposible, a los artistas más imponentes y convocantes del rock global.
Ayer desde la mañana el evento parecía desbordado de poleras negras, imaginería metalera y decibeles poco mesurados, en sincronía con un festín de ensueño para los fanáticos del voltaje extremo. En una sola jornada, en algo así como siete horas, la cita recibiría a algunos de los máximos representantes de la era clásica del heavy metal, sólo monarcas que reinaron durante los 80 y los 90, y que han logrado ampliar su vigencia hasta el siglo actual: Sepultura, Anthrax, Slayer, Helloween, Scorpions e Iron Maiden.
Slayer – que tocan este domingo en el Santiago Gets Louder de la Florida y el martes en el Sporting Club de Viña del Mar – es quizás el caso más representativo. Aparecieron cerca de las 20.20 horas en el Palco Sunset, el segundo en relevancia, descargando de inmediato un sonido que semeja una ráfaga de ametralladora, rápido, brutal y furioso, recibiendo de vuelta el rugido de las miles de personas que llegaron al lugar. El conjunto parece noquear de inmediato, sin dejar capacidad de reacción, como si se tratara de ganar la batalla desde el primer segundo en el ring.
La gente se entrega a ciegas: el grupo de Tom Araya goza de un fenomenal arrastre en Brasil, impulsado por una audiencia de distintas edades capaz de corear con potencia gutural gran parte de sus composiciones.
Pero entre el público no sólo hay hinchada local. Varias banderas chilenas flamean a lo lejos, evidente saludo a los orígenes viñamarino de Araya, lo más parecido a un héroe del rock emergido de nuestras tierras. Hasta en un momento, un pequeño puñado de los presentes le empieza a gritar "¡Chile!, ¡Chile!".
De alguna manera, merecen semejante culto. La banda ha enfrentado fracturas traumáticas en los últimos años, como la muerte de su guitarrista y uno de sus fundadores, Jeff Hanneman –reemplazado por Gary Holt de Exodus- y la partida del baterista Dave Lombardo –en su puesto retornó Paul Bostaph-, pero el ajuste de piezas se nota poco y nada. Siguen sonando veloces, precisos e implacables. Slayer, para sus seguidores, nunca defrauda.
Sobre todo en la hora final, ya que el mismo Araya ha anunciado que no habrá más grupo después de este tour, arrojando al menos el consuelo de que están bajando la cortina en lo alto de los capacidades. El contundente listado de canciones –con clásicos como "Hell awaits", "South of heaven", "Raining blood" y "Black magic"- da cuenta de aquello.
Nuestra querida Doncella
En contraparte, Iron Maiden sí tiene un mañana y se encarga de advertirlo desde un principio. Antes del primer tema, por las pantallas se promociona Legacy of the beast, el videojuego para smartphones que lanzaron hace un par de años y que sigue funcionando como un buen anzuelo de los ingleses para las nuevas generaciones.
Pero los músicos de Maiden son reales, genuinos representantes de una estirpe de artistas cuyas edades superan los 60 años, pero que se mantienen con una admirable vitalidad, pese a que el espectáculo arrancó con problemas de sonido. Se escuchaba débil, lejano, algo descalibrado, por lo que a momentos observar el concierto era una odisea: la Ciudad del Rock ya era un polvorín de poleras negras donde era difícil moverse con cierta fluidez y mirar el escenario con comodidad.
Con el curso de los minutos, el sonido mejoró, aunque la llamativa puesta en escena soslayó aquellos tropezones de audio. En la partida con Aces high, una gran réplica de un avión de la Segunda Guerra Mundial asomaba en el fondo, mientras la historia –la universal y la del grupo- vuelve a aparecer en The Trooper, inspirada en la guerra de Crimea y donde el cantante Bruce Dickinson se trenza en un duelo con Eddie, la tradicional mascota de la agrupación.
"For the greater good of God" es una verdadera delicia instrumental, arropada en ese tándem de tres guitarras en que parecen cabalgar Adrian Smith, Dave Murray y Janick Gers –siempre con un sonido afilado y épico-, mientras el bajista y gran jefe, Steve Harris, sigue jugando el papel del instrumentista que parece cargar un arma entre sus manos, corriendo infatigable de un lado a otro de la escenografía.
"The wicker man" es otra cima del espectáculo, ese hit que marcó el retorno de Dickinson a la banda en los 2000 y, quizás por consecuencia, una suerte de resurrección del sexteto. En el show después siguen "Flight of Icarus", "Fear of the dark", "The number of the beast" y la propia "Iron Maiden", con una contundencia que casi no deja espacio a flaquezas.
Maiden hoy es una leyenda indiscutida de la historia del rock, influencia mayúscula de esa subcultura llamada heavy metal y que no ha renunciado a que sus protagonistas sigan luciendo sólidos y vigorosos. Para comprobarlo, estarán también en Santiago, con doble fecha para el 14 d octubre en el Movistar Arena y un día después en el Estadio Nacional.
Mudanza a Santiago
Por otro lado, mientras los shows se suceden en los nueve escenarios del evento, en las distintas oficinas que hay en algunos sectores de la Ciudad del Rock se desarrollan conversaciones para seguir con la idea de llevar el festival a Santiago en 2021.
Para ello, ya están en Río de Janeiro la Intendenta Metropolitana, Karla Rubilar, y la subsecretaria de Turismo, Mónica Zalaquett, quienes sostendrán reuniones con el director de la franquicia, Roberto Medina, para resolver el posible desembarco del festival en la capital chilena. Para hoy tienen contemplado un punto de prensa donde entregarían novedades en torno a una misión tan ambiciosa como audaz.