Muse: encuentros cercanos con tres tipos

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Muse.

En este parque de diversiones musical donde se mezcla el pasado y el presente para rememorar el futuro con los ojos de los 80, entre medio, hay una gran banda de rock como Muse que con una discografía resentida en novedad e interés, se encarga de recompensar con el mejor espectáculo posible.


Los fans del trío británico seguramente van a discutir a fin de año exigiendo que Muse sea reconocido como el mejor show de 2019. Mientras en el paladar aún persiste la categoría demostrada por las dos funciones de King Crimson el pasado fin de semana, los seguidores de Matt Bellamy, Christopher Wolstenholme y Dominic Howard al menos pueden subrayar lo siguiente: el regreso de Muse, esta vez a la pista atlética del Estadio Nacional la noche del domingo, es el espectáculo más grandilocuente y vistoso de la temporada. Bonus track de sus bondades: la ambición transgeneracional, el deseo manifiesto de encantar a públicos juveniles que han crecido con Imagine dragons bajo el rótulo rock-del-siglo-XXI, y sus padres y hasta abuelos que fácilmente pueden divisar en el número un pastiche nostálgico ejecutado a la manera de los grandes, incluyendo manifiestos guiños escénicos y musicales a Queen, U2, Iron Maiden y Daft Punk.

La previa estuvo a cargo de Kaiser chiefs, en disputa con los regalones de Lollapalooza Chile, Cage the elefant, al título de la banda más anodina, repetida y en particular discreta que ha visitado el país en lustros. Ramplones y paradigma de estancamiento del cual su vocalista, el desafinado Ricky Wilson, es el más claro ejemplo, resulta insólito tenerlos repetidas veces. Si les quitas "I predict a riot", lejos su mejor canción, es muy pobre la batería musical restante.

Tras la pausa donde resonó el tema central del exitazo de Netflix Stranger things como augurio del eje del discurso visual y musical por venir, comenzó un show que conceptualiza el futuro -en rigor una especie de retrofuturo, el mañana imaginado en los 80-, recurriendo a la vieja escuela del rock en vivo para estadios donde la pretensión es transformar el recinto en una especie de parque de diversiones con atracciones electromecánicas y todas las luces posibles, explosiones de confeti, chorros de humo, tambores descomunales, pasarelas para acercar a los músicos a la audiencia, cuerpo de baile con trajes iluminados como calles del centro de Tokio, un par de gigantescos robots articulados como exoesqueletos y una bestia inflable en el remate, que inequívocamente evoca al entrañable Eddie de Iron Maiden en la época de Somewhere in time (1986), pero en tamaño extra gigante. Lo único que faltó fueron unas llamaradas.

Así lee Muse el momento, con los lentes de la retromanía en pos de un show siempre estimulante como experiencia visual y citas constantes a la cultura pop directamente ligada a la fascinación por los temas y la tecnología espacial de hace 40 años -Bellamy recreó en su guitarra la clásica melodía de Encuentros cercanos del tercer tipo (1977)-, pero sería injusto alabar sólo esa faceta. Tras el montaje y contando al músico de apoyo que relativiza su condición de power trio, Muse representa solidez interpretativa cien por ciento.

Por años el ángulo vocal de Matt Bellamy se mimetizaba con Thom Yorke, pero aquello se ha relativizado hasta casi desaparecer. Ahora es un cantante que en aras del dramatismo (aprendido de Queen) posee un sello siempre épico y emotivo, deseoso de liturgia y más expresivo escénicamente. Como guitarrista sigue siendo uno de los mejores del nuevo milenio, el catalizador de una especie de intersección entre Brian May y Tom Morello. La base rítmica con el bajo de Christopher Wolstenholme y la batería de Dominic Howard es de una solidez infranqueable. El riff de "Hysteria" escrito en las cuatro cuerdas figura tranquilo entre los mejores del milenio compitiendo con los de Tool.

Las citas de Muse siguieron con el hit sesentero "Wild things" de The Wild ones en "Supermassive" y "Back in black" de AC/DC al final de "Hysteria". Los trajes y luces adosadas al llamativo cuerpo coreográfico fueron un recordatorio a Daft punk que a su vez ya era un tributo a los primeros cruces entre electrónica y baile y, por cierto, una concesión inteligente al mejor pop en vivo según la escuela de divas capitaneadas por Madonna. Unas cuantas intros de sintetizadores son parte de la tradición de "The Edge" en las teclas, como los coqueteos con las cámaras de Bellamy tenían el mismo encanto de Bono en la gira de Zooropa.

En este parque de diversiones musical donde se mezcla el pasado y el presente para rememorar el futuro con los ojos de los 80, entre medio, hay una gran banda de rock como Muse que con una discografía resentida en novedad e interés, se encarga de recompensar con el mejor espectáculo posible. Es un buen canje.

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