Killers: soy un hijo de la ira y voy a encontrarte
Por Nuno Veloso
Sí. Para invadir el mundo Iron Maiden necesitaba de un cantante dispuesto a darlo todo por la causa como Bruce Dickinson y Paul Di'Anno no lo estaba. Su consumo de cocaína y alcohol era exacerbado y fue despedido de la banda tras la gira de 1981. Aunque los Irons tuvieron que buscar un reemplazante a la brevedad, Killers, el segundo álbum con Di'Anno en los vocales, representa precisamente ese punto donde las vísceras del punk y la ambición épica de Harris –fan de Genesis y Yes- se fusionan para determinar el futuro. Acá es donde la línea de tiempo que traerá discos como The number of the beast, Powerslave o Seventh son of a seventh son se abre, al incorporar en la formación a Adrian Smith en la guitarra y a Martin Birch en la producción. No es menor, pero fue tras Killers que los de Leyton, Londres, se embarcaron en su primera gira mundial, la que les llevaría por primera vez a Norteamérica.
Si bien hoy es inconcebible a Maiden sin el vozarrón de Dickinson, la aspereza de Di'Anno es un elemento fundamental del brío que fue motor de Maiden desde un comienzo y, acá, en cortes frenéticos –que ya son clásicos del catálogo- como "Murders of the Rue Morgue", "Wrathchild", "Another life" o el bombástico tema homónimo, sus vocales oxidados complementan a la perfección la agresividad callejera y de bar que destilaba la banda antes de transformarse en una entidad superventas y engullidora de estadios.
Este es el Maiden juvenil, arrebatado y desesperado, que era capaz de entregar una placa de media hora y fracción de duración que se pasaba como si fueran diez minutos. La maquinaria rítmica de Harris y Clive Burr en "Genghis Khan" y "Purgatory" –con los chillidos afiebrados de Paul- habla de una actitud desafiante que estaba ya lista para reclamar el mundo y estaban a un paso de ello. "Tengo que cantar mi canción, no me puedo equivocar. Tengo que seguir vagando, tengo que cantar mi canción", gemía Di'Anno en el cierre de "Drifter", aunque en realidad lo único que hizo fue vagar y equivocarse, olvidándose precisamente de ponerse a cantar.
Se trata de una historia que se repetirá una y otra vez, especialmente en el reino del metal, por toda la eternidad: cambia el vocalista, y los fans se dividen. Para muchos, Dickinson es sinónimo de Maiden. Para otros, los álbumes responden a una labor conjunta y son reflejo de algún lugar en el tiempo. En mi caso, si tuviera que elegir un disco de ellos para escuchar por siempre, sería este. Puede que se hayan convertido en unas bestias del metal después, pero el título es clarísimo. Es acá donde se convirtieron en unos asesinos.
The Number of the beast: la obra de Satán recién comienza
Hay unas cuantas bandas clásicas interesantes en sus primeras alineaciones y álbumes que dieron un salto cuántico cuando llegó determinado miembro. Pasó con Genesis y Phil Collins, Rush y Neil Peart, Faith no more y Mike Patton. El ingreso de Bruce Dickinson en Iron Maiden en 1981 para reemplazar a Paul Di'Anno, cambió el curso de la historia del grupo a partir de este disco.
Musicalmente tuvo un efecto similar al fichaje de Ronnie James Dio en Black Sabbath tras el despido de Ozzy. Las posibilidades de mejorar y expandirse con un cantante mejor dotado fueron evidentes para el líder Steve Harris, quien además cedió por primera vez espacio al guitarrista Adrian Smith como autor. No faltan los reaccionarios que proclaman como favoritos los años de Di'Anno por su actitud más callejera y punk rocker plasmada en los dos primeros títulos, pero convengamos que Iron Maiden se consagró con Dickinson y su sentido de la teatralidad impreso a partir de este álbum como una de las características definitivas del entonces quinteto.
Si bien la madurez compositiva y el peak creativo del grupo aflora en los siguientes discos como Piece of mind (1983) y en particular Powerslave (1984), The Number of the beast ofrece algo que muy poca bandas de heavy metal han conseguido con tal frescura y solidez: un filo absolutamente pop sin perder un milímetro de fiereza. Algunos de los mejores singles de Maiden figuran acá, contando el hitazo que da nombre al disco y la cabalgata infernal de "Run to the hills", ambos sencillos con videos inolvidables donde la doncella de hierro exhibía además un sentido del humor que reflejaba que de satánicos no tenían nada.
El disco es redondo, sin rellenos, emocionante y memorable de comienzo a fin con un remate magistral. "Hallowed be thy name" está en lo alto del cancionero clásico Maiden, una pieza extensa de más de siete minutos donde la banda despliega alas progresivas con algunos pasajes de pulso bailable (sí, bailable), y quiebres guiados por un Dickinson dramático en medio de riffs melódicos y otros cortantes cortesía de Adrian Smith y Dave Murray.
"Invaders" marca el inicio del álbum con esa intro con gusto a metralla que deja peinado de inmediato, seguido de la delicadeza inicial de "Children of the damned" donde alternan guitarras cristalinas y recargadas, el tipo de mecánica que Metallica pronto imitaría sin disimulo. Ambas piezas impecables anteceden el mejor momento de Clive Burr en su último álbum a cargo de la batería de Maiden. El sonido reverberante, caldeado, en tu cara de caja y bombo sin recurrir al cliché del doble pedal seguido de un riff demoledor, no merece más apelativo que fenomenal. Los primeros segundos de "22 Acacia avenue" retrotraen a los primeros años de Queen para luego mutar hasta la pulsación típica de la banda desde el bajo siempre inquieto y ocupado de Harris. Tras los dos principales y demoledores singles continúa "Gangland". Burr, que firma junto a Smith, se la juega desde el arranque con su rúbrica entre metal clásico y algún resabio de urgencia punk.
"¡Ay de la tierra y del mar!, porque el diablo ha descendido a vosotros con gran ira por cuanto sabe que le queda poco tiempo", recita la voz de Barry Clayton en lectura de Apocalipsis 12:12-17 al introducir "The Number of the beast". La bestia sigue suelta pero no trajo ira sino una obra señera que enalteció el metal para siempre.
Powerslave: en el corazón de la espiral virtuosa
Por Álvaro Paci
Llegó a mis manos de la única manera en que un preadolescente a mediados de los ochenta en Chile podía acceder a la música que por esos días se estaba tomando el planeta: un cassette pirateado, una carátula mal fotocopiada que, sin embargo, esbozaba una imagen impactante. Un zombie junto a esculturas de dioses egipcios a la entrada de una pirámide. Una tumba colosal. Hacía poco había estudiado en el colegio a la civilización de los faraones y por eso, la imagen me pareció irresistible. Había que investigar más. En eso me ayudó tener amigos mayores, que a su vez habían conocido este tesoro a través de sus hermanos grandes. El boca a boca y el ritual de presentar un disco como éste a tu círculo cercano ayudaba a hacer crecer el mito. Una experiencia global.
Después, lo inevitable: directo a la radio caset familiar y de ahí dejarse llevar por el viaje que nos proponen Harris, Dickinson, Murray, Smith y McBrain (la alineación ideal) en el peak creativo de la mayor banda de Metal de la historia. Y desde ya es bueno aclarar este punto: Metallica habrá vendido más, tendrá probablemente el mejor disco del género (Master of Puppets), pero en algún momento de los 90, al menos para mí, las confianzas se quebraron. Las cosas no volvieron a ser las mismas. Maiden habrá sacado discos menos brillantes o derechamente decepcionantes (después de 1992, en la era Blaze Bayley) pero nunca se traicionó a sí mismo.
Pero volvamos a Powerslave. Desde la llegada de Dickinson en 1982 para The number of the beast, el despegue artístico y comercial de Iron Maiden había adquirido un ritmo vertiginoso, que se confirmó con el increíble Piece of mind del '83. Un período que se extiende hasta el '88 con el impecable Seventh son of a seventh son. En el corazón de esa espiral virtuosa de creatividad, ventas e influencia está Powerslave. Un disco donde Harris suelta algo el timón y permite que la creatividad de Dickinson y Smith emerja en todo su esplendor. Un disco imprescindible por decenas de razones. Intentaré sintetizarlas.
No hay mejor forma de abrir un disco que "Aces High". Es uno de los más elocuentes ejemplos de que el Heavy Metal puede ser radial. Muy radial. Desde la introducción con las características guitarras armonizadas en terceras de la dupla Murray/Smith, hasta ese coro perfecto que basta escuchar una vez para que no se olvide jamás. Y si a eso le sumas en la versión en vivo el discurso de Churchill en el momento clave de la Segunda Guerra Mundial, se logra la intro soñada. Insuperable hasta hoy.
Un himno que antecede a una de las canciones más reconocidas del universo Maiden: "Two minutes to midnight", inspirada en un reloj virtual creado por científicos en los años 50, que sirvió para ilustrar que estuvimos demasiado cerca (a "dos minutos") de una confrontación nuclear potencialmente letal para la humanidad ("la medianoche").
Más allá de la inspiración, arreglos instrumentales, alta factura y calidad técnica de cada una de las ocho canciones del disco, atributos que sería muy largo de enumerar, quiero destacar el concepto, la épica y la visión de la banda al patentar un sonido y composición con tintes progresivos en temas como la monumental "Rime of the ancient mariner" o la misma "Powerslave". Algo que hizo al Heavy Metal avanzar varios escalones y forjar las bases para bandas muy posteriores y fundamentales en la escena contemporánea del género como Dream Theater o Symphony X. "Flash of the blade", "Back in the village", canciones que se transformaron en desafíos obligados cuando pocos años después tomaba una guitarra y comenzaba a abrazar de manera definitiva esta música.
Creo que Powerslave resume todo lo que Maiden nos entregó a generaciones de fanáticos: El amor por la excelencia de su música, plagada de melodías y riffs inolvidables. Sus letras, que despertaron en muchos el apetito por saber más de las historias aquí narradas, o de investigar sobre literatura que desconocíamos, mediante, por ejemplo, las citas a Samuel Taylor Coleridge. De paso, nos incentivó a aprender más del idioma inglés. Merece una mención aparte el increíble diseño artístico de este disco, gentileza de Derek Riggs: sus guiños a Giza, Abu Simbel, Anubis, Horus y toda la imaginería egipcia, inspiraron a muchos que después se dedicaron a esas carreras y oficios.
Cierro con esta reflexión: Powerslave es el quinto álbum de estudio de Iron Maiden. Lanzaron uno por año entre 1980 y 1984 alcanzando siete títulos en 1988. Un ritmo que —a ese nivel de excelencia— solo podría seguir The Beatles. Eso es Iron Maiden. Por eso es la banda favorita de millones en el mundo y decenas de miles en Chile. Por eso —y porque no olvidaremos que nos impidieron verlos en 1992— repletaremos los estadios cada vez que pisen esta tierra.
Seventh son of a seventh son: el disco es un portal
Por Andrés Panes
Iron Maiden es parte de mi educación, no solamente rockera, sino también general, porque es una banda que apela a la curiosidad de sus oyentes. Como se trata de un grupo que acá juega de local y es casi parte del folclor, he conocido a seguidores de Maiden de todo tipo, desde los que viven el fanatismo como una competencia hasta los que siguen yendo a sus conciertos a pesar de haberle perdido la pista a su discografía, pero los que recuerdo con más cariño son los estudiosos de su música dispuestos a compartir sus conocimientos en una época en la que no era llegar y googlear. Así aprendí que los capítulos especiales de Acción de Gracias de mis monos favoritos no contaban la historia entera, y que la verdad se parecía mucho más a lo descrito en "Run to the Hills". O que ese señor que hablaba en Live After Death antes de "Aces High" era una prominente figura histórica llamada Winston Churchill.
Los discos de Maiden son portales al nutrido acervo cultural de Harris y Dickinson, y la mayoría supone un recorrido a través de sus obesiones literarias e históricas. Claro que, antes de saber eso, lo que me gustaban eran las canciones, el sonido de por sí, desprovisto de su contenido lírico. En ese aspecto, Seventh Son of a Seventh Son para mí es la banda en su máxima expresión, un disco en el que se equilibran sus intenciones más ambiciosas con una pasmosa facilidad para enganchar y ofrecer gratificación prácticamente instantánea. Secuenciado con maestría, parte con Dickinson cantando como quien narra una terrorífica historia alrededor de una fogata en "Moonchild", barnizada luego por ochenterísimos sintes que funcionan como un recordatorio de la crisis identitaria que vivía el metal clásico en el 88, para después seguir con "Infinite Dreams" y un riff a prueba de balas -que años después seguiría funcionando en clave aggro adaptado por Papa Roach en "Last Resort"-, una trilogía inicial que se remata con "Can I play with madness" y su faceta más popera. Tras semejante comienzo, lo que ocurre entre las magníficas "The evil that men do" y "Only the good die young" ya es pura ganancia.
Secundado por Powerslave, otro disco-portal que me hizo aprender un poco sobre los egipcios, lo que me salvó en más de alguna prueba de historia, Seventh Son of a Seventh Son es mi disco favorito de Maiden por sus canciones primero y por su trasfondo después. De todas las aventuras que propone la banda en sus textos, la que he emprendido más gustoso ha sido la de sobrevolar los mitos de distintas culturas acerca de los poderes sobrenaturales de los séptimos hijos de séptimos hijos, la carga asociada al número siete, la clarividencia y el ocultismo, todos los tópicos que rondaban por las mentes de Dickinson y Harris luego de embalarse consumiendo investigaciones sobre adivinos y las letras de Alistair Crowley en textos, por cierto, titulados Seventh Son of a Seventh Son (de Orson Scott Card, un autor que volvió loco al guitarrista) y Moonchild para que no quede duda sobre la fuente de la que bebían. Mucho antes de la reivindicación nerd, Maiden eran desatadamente ñoños y su música era un refugio abierto para los eternamente curiosos que preferíamos los libros por sobre la pelota o el Nintendo. Claro que los futboleros y los gamers también aman al grupo. Creo que por ahí va lo que lo hace tan especial.