Uno duda de los premios literarios hasta que se lo ganan los amigos o los escritores a quienes leemos y admiramos desde hace tiempo. Uno piensa: por fin hay algo de justicia. Uno piensa también: la literatura no tiene que ver con los premios, pero la alegría es inevitable: Mariana Enriquez acaba de recibir el Premio Herralde por su nueva novela Nuestra parte de noche; Selva Almada obtuvo el First Book Award de Edimburgo por la traducción de su novela El viento que arrasa, y hace unas semanas María Gainza recibió el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz en México por su último libro, La luz negra. Por estos días, además, Leila Guerriero obtuvo el Premio Internacional de Periodismo Manuel Vásquez Montalbán y hace unos meses María Moreno se alzaba con el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas.
Lo que las une es su país de origen —Argentina— y un trabajo persistente sobre el lenguaje, cada una a su manera y para todos los gustos. Escriben novelas, cuentos, crónicas, relatos inclasificables. Abordan la lengua en todas sus posibilidades: escrituras diáfanas, sofisticadas, barrocas, neobarrocas, desbordadas, precisas, sutiles; nada de lenguas domesticadas ni obedientes. Escriben historias de terror, historias de provincia, historias políticas.
Quizás por eso la alegría que uno siente, incluso en estos días, aquí, en Chile, a pesar de todo: a veces hay algo de justicia, a veces los libros realmente valiosos encuentran, rápido, a sus lectores. La literatura argentina y particularmente la literatura escrita por mujeres argentinas desde hace rato que es una cosa extraordinaria, más allá —muchísimo más allá— de cualquiera de estos reconocimientos.
Porque decimos Mariana Enriquez, Selva Almada, María Gainza, Leila Guerriero y María Moreno, pero en realidad también estamos diciendo Hebe Uhart, Sara Gallardo, Silvina Ocampo, Sylvia Molloy, María Sonia Cristoff, Samanta Schweblin, Gabriela Cabezón Cámara, Gabriela Massuh, Aurora Venturini, Tamara Kamenszain, Juana Bignozzi, Susana Thénon, Olga Orozco, Alejandra Pizarnik, Matilde Sánchez, Adelaida Gigli, María Negroni, Josefina Ludmer, Beatriz Sarlo, Graciela Speranza y un largo y generoso y diverso etcétera.
Antes de estos premios y reconocimientos —hay que decirlo sin arrogancia por supuesto—, varios editores independientes apostamos porque sus libros circularan en Chile, apostamos porque intervinieran en nuestro campo literario y porque surgieran y resurgieran diálogos que tienen una genealogía importante, pues una parte fundamental de nuestra narrativa no se entiende sin la tradición argentina.
Y tal vez por eso, entre otras cosas, la alegría de estos premios trasandinos. Uno quiere pensar que se está reconociendo, también, por fin, esa tradición, esa genealogía de escritoras geniales, muchas de ellas cuyos libros nunca consiguieron el reconocimiento que se merecían. Basta pensar en Hebe Uhart publicando silenciosamente sus cuentos y novelas durante décadas: recién cuando tuvo más de 70 años, sus libros empezaron a circular fuera de Argentina. O el caso de Aurora Venturini, quien con 85 años —y después de haber publicado muchísimo— obtuvo el Premio Nueva Novela de Página/12 con ese libro desquiciado que es Las primas y, entonces, su nombre se hizo un lugar. A Silvina Ocampo se la redescubre cada cierto tiempo y Sara Gallardo está empezando a encontrar lectores en Colombia y en España, donde se la ha reeditado en estos meses. María Moreno por fin circula ya por toda Latinoamérica después de su excepcional Black out y estoy seguro de que proyectos tan singulares como el de María Sonia Cristoff y el de Gabriela Massuh serán —y ya son— fundamentales para entender qué se puede hacer con la escritura en tiempos del yo-yo-y-yo.
Hace unos días, a propósito de estos premios, Tamara Kamenszain escribió: "María Gainza, Mariana Enriquez, Selva Almada y hoy Leila Guerriero. Hay algo que es obvio pero merece ser clarificado hasta el cansancio. El cupo no es un arma para obligar a inventar lo que no había. El cupo es un arma para obligar a ver lo que ya estaba delante de los ojos pero no se quería ver. Es la herramienta más noble de una lucha en la que estamos avanzando y mucho. Exijámoslo siempre. No lo negociemos nunca".
Y sí, Tamara Kamenszain, como siempre, tiene toda la razón.