Mujeres y hombres, la mayoría jóvenes, muchos estudiantes, aunque también miles de trabajadores, de todas las clases sociales y de ningún partido específico, se comenzaron a congregar durante noviembre en la plaza más conocida de la capital. Todos los días, día tras día, sin necesidad de una convocatoria oficial ni de la vocería de un líder, se instalaban ahí con sus banderas patrias exigiendo un país más justo, libre y participativo.
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¿Cómo termina esta historia? La de Chile aún no lo sabemos —su clímax está siendo trágicamente largo—, pero la de Ucrania, cuyas protestas comenzaron hace seis años de forma muy parecida a las nuestras, culminaron en febrero de 2014, después de 95 días, dejando 121 muertos en total —aunque según los médicos que apoyaron la revuelta la suma real es de 780—, más de dos mil heridos, casi 200 desaparecidos y la renuncia del presidente, Viktor Yanúkovich.
Eso no significa, por supuesto, que el estallido chileno termine igual al ucraniano, pero como se ve en Winter on Fire —documental producido por Netflix y nominado al Oscar como el 2016—, el proceso tiene varias similitudes.
La primera es su espontaneidad. De un día para otro, sin aviso ni llamado, los jóvenes de Kiev, la capital del país, se empezaron a reunir en la Maidán Nezalézhnosti, o Plaza de la Independencia, para manifestarse también contra una medida del gobierno: si aquí fue el alza del metro, allá fue la suspensión del acuerdo de asociación con la Unión Europea.
Ucrania estaba lista para avanzar en su inclusión hacia Europa, una política que al menos en Kiev era mayoritaria. Pero Vladimir Putin, el presidente ruso y principal socio comercial ucraniano, amenazó con sabotear el intercambio entre ambos países si sellaban ese tratado europeo. Yanúkovich, mandatario de Ucrania, cedió ante Putin y el pueblo kievita no se lo perdonó.
Allá, como acá, el Ejecutivo reaccionó primero con represión antes que con medidas sociales. Las movilizaciones ucranianas comenzaron pacíficas, siempre transversales, con sacerdotes ortodoxos y cristianos dando bendiciones en las marchas, reuniendo a universitarios, empresarios, trabajadores y ancianos. Pero recibieron como primera respuesta la violencia de los berkut, las fuerzas militarizadas de la policía.
Pero algo sucede en el siglo XXI que la represión no consigue amedrentar como antes a la gente y más bien provoca el efecto contrario: los movimientos adquieren más fuerza, y cuando la nube lacrimógena se dispersa parecen salir más firmes y compactos.
Tanto así, que en Ucrania —un país que se independizó de la URSS en 1991, después de vivir la hambruna con Stalin, la persecución identitaria con Brézhnev y el desastre de Chérnobil— la manifestación comenzó a reunir cada día a más personas, que se instalaron definitivamente en la Maidán, día y noche, con diez o veinte grados bajo cero. Armaron un campamento de estilo militar, con ollas comunes y hospital de campaña, cercado por una fortificación hecha de neumáticos, rejas y palos. Una verdadera ciudadela en el centro de la ciudad.
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Con el correr de las semanas, el movimiento dejó de ser solo pro-europeo y se trató de algo mayor: querían cambiar las bases de su institucionalidad, poco representativas y muy presidencialistas. Yanúkovich, por su lado, solo respondía con mano dura: reforzó a los berkut con los titushki, un grupo de matones y mercenarios civiles con una extraña impunidad, y mandó al congreso un paquete de medidas antiprotestas.
El presidente ucraniano apostó por el desgaste pero la gente apostó por su libertad. "No tenemos miedo de morir por la libertad", dice en el documental un hombre de unos 50 años, con un casco y una bandera, tras más de dos meses de movilización. "¡Triunfaremos y Ucrania será parte de Europa, del mundo libre!".
Después de un día sangriento, el 21 de febrero, con la policía usando francotiradores y disparando balas letales, las que dejaron decenas de protestantes muertos en una sola jornada, los manifestantes resistieron y le dieron un ultimátum a Yanúkovich: o renunciaba al poder al día siguiente, o se venía una ofensiva armada del pueblo. Al amanecer, el presidente se exilió en Rusia.
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¿Podría concluir de la misma manera la crisis chilena? Esperemos que no. Porque aunque el pueblo ucraniano celebró lo logrado —la renuncia de Yanúkovich, la firma del tratado con Europa y la liberación de algunos presos políticos— y se sintió libre y soberano, otras consecuencias no lo beneficiaron: a Putin no le gustó la revuelta y Rusia se anexó la península de Crimea, al sur de Ucrania, y al mismo tiempo activó a las fuerzas pro-rusas en el este del país, desatando una guerra cerca de la frontera que aún no termina del todo, con alrededor de 50 mil muertos, entre militares y civiles.
A comienzos de este año, además, en las últimas elecciones presidenciales, ganó Volodímir Zelenski, un actor y comediante que, unos meses antes de ser candidato presidencial, era el protagonista de una serie donde representaba a un hombre común y corriente que de pronto, por un video que se hizo viral, se convirtió en candidato y fue elegido como presidente de Ucrania. Como decía Marx, la historia ocurre dos veces, primero como tragedia y luego como farsa. En Chile, crucemos los dedos, que la historia no se repita nunca.
https://www.youtube.com/watch?v=RibAQHeDia8
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