El irlandés: historia portátil del envejecimiento
Scorsese es un director especializado en películas largas y abigarradas, un corredor de larga distancia. Ya cuando se estrenó El lobo de Wall Street, muchos dijeron: "un hombre de 71 años hace la película más rockera del año". Con El irlandés recrudece la apuesta.
Quizás —solo quizás— todos los cineastas hagan siempre más o menos la misma película. Los actores pueden variar, los escenarios también, pero lo que se repite finalmente es la combinación química a partir de la cual crecerá el cuerpo biológico de una película. En Martin Scorsese, quizás —solo quizás—, esa semilla sea la falta de remordimiento, de culpa. Sus protagonistas, de Taxi driver a El lobo de Wall Street, son impermeables a ese sentimiento y ahí está su fuerza y al aura un poco morbosa que tiñe sus trabajos.
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El irlandés es la historia en close-up de cómo Frank Sheeran (Robert De Niro) se convirtió de camionero común y corriente a uno de los asesinos más reputados de la mafia norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, sin jamás vacilar, titubear, dudar. A esa transformación asistimos durante tres horas y media en las que se condensa el recorrido de una vida. "Si cumples órdenes, tendrás tu recompensa", repite como en un mantra de convicciones personales. No pensar, no mirar, no preguntar: cumplir órdenes. El suyo es un devenir mecánico, y en cierto sentido todo asesino serial es, al final del camino, una máquina. La deshumanización es el rasgo que los define.
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De Niro y Pacino.[/caption]
Uno de los hitos de El irlandés es la presencia de Robert de Niro y Al Pacino en una misma película. Consagrados durante décadas como los mejores actores de su generación, esta es una película a la altura de esa dupla. De hecho, parece pensada por y para ellos, al punto que es imposible ahora, luego de verla, especular un cambio de nombres, un enroque actoral. Hay una larga escena de ellos dos solos, en pijamas, en una habitación de hotel. Es una escena de una intimidad conmovedora —dos hombres mayores, en la vulnerabilidad de sus ropas de noche, antes de dormir— y ahí el cine se vuelve teatro: parece que estamos ahí. Pero lo que podría ser una dupla actores en este caso es leído como un duelo actoral. Son una especie de Ying y Yang: Al Pacino es explosivo, histriónico, caricaturezco, exagerado y siempre juega al filo de la sobreactuación. De Niro es seco, emocionante, contenido, infinitamente expresivo en su minimalismo.
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Joe Pesci.[/caption]
Aunque tal vez la gran dupla creativa de esta película sea, una vez más, Scorsese y De Niro. Como ciertas bandas de rock que llevan 30 años trabajando juntos, uno es el cantante carismático y el otro el guitarrista con mística; a veces la obra es de uno, a veces del otro, pero al final del camino el trabajo siempre es mutuo. Scorsese venía trabajando regularmente con Di Caprio —el mejor actor del siglo XXI— y acá volvió a la vieja guardia, en un homenaje a su pasado, a Casino, a Buenos muchachos. Joe Pesci, en El irlandés, emociona. No hay otro modo de decirlo. Su cara, que se va a arrugando como una fruta marchita, la sutileza de su interpretación, ajena a trabajos previos más bruscos.... Harvey Keitel está, en cambio, algo desperdiciado.
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Los norteamericanos son especialmente doctos en thrillers y películas épicas que contienen varias décadas de historia política de su país. Forrest Gump llevó ese recurso al límite casi del absurdo: un hombre que está en los momentos determinantes de una nación y no se da cuenta. Acá, Frank Sheeran, desde su falta de empatía, desde su rol mecánico, tiene algo de ese Forrest Gump, en la medida en que la historia pasa por al lado suyo (pasa muy cerca, incluso lo atraviesa) pero él se sostiene en un lugar de actor secundario de esa historia nacional. Incluso cuando llega a dirigir una filial de un sindicato enorme, o cuando ese propio sindicato organiza una fiesta ampulosa en su honor, a la que asisten los hombres de peso de la industria, siempre queda la sensación de que él es solo un testigo, alguien que trabaja para otros, alguien que cumple órdenes y obtiene su recompensa. Un recurso formal muy transitado pero que no pierde efectivamente es aquel en el que un hito de la historia política de un país aparece de fondo en una escena cotidiana, de interiores. En El irlandés, esa escena es la de la muerte de Kennedy: Pacino y De Niro están almorzando en un café de una esquina y la noticia aparece en la televisión del lugar. La historia pública irrumpe y rompe los espacios privados, quiebra la intimidad.
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La muerte de Kennedy.[/caption]
El gran trabajo de El irlandés está hecho sobre los rostros de los actores. Ese es su punctum: eso que punza, que hiere. De Niro hace de Sheeran a lo largo de 50 años, y en ese aspecto la fotografía trabaja con edades, con capas geológicas. Y no se trata de qué tan bien logrado pueda estar el maquillaje, sino en cómo esos primeros planos pueden transmitir el misterio atávico del paso del tiempo. Tal vez por eso el relato empieza en un geriátrico, con un Sheeran viejo: empezar por el final de ese rostro es un modo de sugerirnos que la película va a ser, justamente, la historia portátil de ese envejecimiento.
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Scorsese es un director especializado en películas largas y abigarradas, un corredor de larga distancia. Ya cuando se estrenó El lobo de Wall Street, muchos dijeron: "un hombre de 71 años hace la película más rockera del año". Con El irlandés recrudece la apuesta. Llena de referencias y de estados de ánimo, quizás el intertexto más evidente sea El padrino 2, como si Scorsese hubiera querido hacer su cover de la de Coppola. Dividida en tres grandes tercios, como indican los manuales de guión clásico, la primera parte es la de la recreación de época, la edad de la inocencia, y la lenta transformación del personaje. La segunda parte es la política: Hoffa, disparos, mucha gente, mucha información. Quizás sea el momento más denso del film, aunque está regado de joyas. Y la tercera parte es el momento "sublime" de la película: los dilemas en torno al pasado, la culpa, el remordimiento, la soledad. Es, curiosamente, el momento más limpio de la cinta, sin acción, sin música, sin épica. El irlandés, entonces, puede ser eso: un relato que traza una parábola, que parte de la calma, alcanza un pico extraordinario de ruido y velocidad y luego baja lentamente hasta un cierre emocional, inolvidable. Lo que se dice un peliculón.
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