La muerte es impertinente, incluso cuando se deja caer sobre los más viejos. Borra una presencia, una voz, una forma de reír y de expresarse. En el caso de Juan Pablo Langlois Vicuña implica la pérdida de un talento único y una actitud de libertad, que ni siquiera la erosión del tiempo ayudará a aceptar. Su manera de enfrentar el arte no pretendía seducir, estaba lejos de la metafísica y de la destreza técnica. La fascinación por trabajar con lo frágil, lo pasajero, y jamás renunciar a lo que denominó "honradez interior", fijaron un lugar singular en la escena visual chilena.

No conocí a Langlois Vicuña en lo personal. Solo conversé con él en un par de ocasiones y del mismo tema: la poesía. Era un lector ávido, curioso. Ambas veces le dije que nunca me repuse de la impresión que me causaron las fotografías de su obra Cuerpos blandos. A él le generaba risa el cuento. Estaba en el último año del colegio, y cayó en mis manos el libro Chile Arte Actual, de Gaspar Galaz y Milan Ivelic. Quedé descolocado al ver imágenes de esa manga gris de plástico -rellena de papeles de diario, según supe después- que cruzaba e intervenía las salas, los pasillos y escapaba por las ventanas del Museo de Bellas Artes. Podía asociarse con una serpiente y también con una manguera oscura. Su presencia tenía el poder de restarle solemnidad a un sitio destinado a exponer la belleza. Aún considero que es insuperable su gesto de obscenidad y desparpajo.

He conservado algunos catálogos de Langlois Vicuña. Los vuelvo a mirar. Recorro las entrevistas. Admiro su desprendimiento. La capacidad de abandonar lo desarrollado para empezar desde cero. El desprecio por la fama y las estrategias. Se decía deudor de Marcel Duchamp y de los corridos mexicanos. Sin duda, su estatuto de precursor es una denominación avara. Lo suyo era investigar el aburrimiento y la pasión, medir el tiempo en actos cotidianos, indagar en los dobleces de la identidad y en los rastros físicos. Desconocía la originalidad, se inclinaba por lo cotidiano y lo fugaz.

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Colchón amatorio (1980) de Juan Pablo Langlois. Foto: Matucana 100.[/caption]

En Matucana 100 se mostró parte sustancial de su trayecto como artista. Ahí vi por primera vez los collages y ciertas obras que poseían un aura mítica, como El carnet sentimental, en la que interviene su cédula de identidad con una frase de amor, le adhiere una planta y la sumerge en una bola de vidrio transparente llena de agua. Es un objeto conmovedor e inquietante, que exhibe al artista arrasado por el amor. El colchón amatorio consiste en la exhibición del territorio en el que durmió años y que se iría llenando de notas, recados y palabras. Está impregnado por las manchas que deja un cuerpo deseante.

Las esculturas de papel y engrudo que fue realizando Langlois Vicuña durante estas últimas décadas constituyen su parte más conocida por el público. Del papel ordinario, de circulación masiva, configuró una poética. Hizo monumentos a la decrepitud, al espesor del tiempo que nos modifica sin alterar nuestros impulsos. Examinó lo mestizo, la soledad y la vejez. Construía escenas con hombres y mujeres de tamaño casi real, a veces rodeados de ratas. Estar cerca de ellas provoca incomodidad. Son frágiles y parecen detenidos en plena acción. Presencias ominosas que ocupan espacio, instalados sin pudor ni vergüenza.

Baudelaire escribió que la modernidad obligaba a los artistas a considerar "lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable". Intuyo que Langlois Vicuña sentía propia esa máxima. Lo reflejan sus trabajos, hechos con magistral prescindencia y un humor desafiante, que remece. Imposible olvidar esa insolencia vital.

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