El profesor escribe en la pizarra, apático, el comienzo de un poema titulado "Edad de oro", y los primeros versos dicen: "Un día u otro/ todos seremos felices". El autor del poema es Jorge Teillier, pero de aquello no hay registro en esa imagen fugaz; son sólo unos segundos que la cámara filma esos versos escritos en una pizarra de una sala de clases de un colegio en Chillán.
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Los versos están ahí sólo un par de segundos, pero golpean de una forma particular en el espectador: "Un día u otro/ todos seremos felices" escribe Teillier, pero es mentira, o al menos a esa altura de la película, de Huacho, de Alejandro Fernández Almendras (1971), cualquier idea de la felicidad parece una cosa lejana, imposible.
A esa altura de la película, a mitad de camino, la historia ya se ha desplegado: una familia chilena que vive en el campo, a unos cuántos kilómetros de Chillán. Una familia chilena compuesta por un abuelo, una abuela, una madre y un hijo. Una familia que despierta una mañana y que comienza su día, cada uno dispuesto a emprender su cotidianidad: el abuelo va a trabajar al campo, la abuela va a vender quesos a la carretera, la madre va a trabajar como cocinera en algo parecido a una hacienda y el hijo va al colegio en Chillán. Se reúnen en la mesa, toman desayuno, todo parece normal hasta que se corta la luz.
Aquí el relato se fragmenta y, entonces, la cámara va a seguirlos a cada uno, por separado, entre quince y veinte minutos. Es la reconstrucción de sus trayectorias vitales, la materialidad del trabajo: cómo se hacen los quesos que vende esa abuela en el borde de la carretera, la forma en que el abuelo corta la madera o esa madre despelleja una gallina para cocinarla, son las frustraciones de ese niño que en el colegio sólo quiere que un compañero le preste un videojuego que lo comparte con todos, menos con él. Y detrás de cada una de esas trayectorias, el dinero. Huacho es una película que habla, especialmente, sobre el dinero, sobre la falta de dinero, sobre el costo de las cosas, sobre el trabajo y sus implicancias —y sobre la orfandad: sobre ese padre ausente y también sobre un Estado ausente—.
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Años después de que la película se estrenara en Cannes y compitiera en la Semana de la Crítica, Fernández Almendras decía en una entrevista: "Huacho nace luego de que mis padres se fueran a vivir al campo después de jubilarse. A través de ellos entré en contacto con ese mundo; con el mundo del campo de hoy en día. Y empecé a investigar, empecé a conocer gente, y empecé a inventar una historia que abordara ese mundo y lo vinculara con ese otro gran tema que cruza la película: la economía. Huacho es una película que habla de plata. De cuánto cuestan las cosas, de cuánto te cuesta ganarlas, de qué tanto te defines a ti mismo a partir de las cosas que tienes, del acceso".
La figura del campo tiene un lugar relevante en la historia, por supuesto, y la película indaga en esa modernidad que nunca llegó a ciertos lugares de Chile: la casa de esta familia queda sólo a unos kilómetros de Chillán, pero a ratos pareciera que ese mundo estuviera en otro tiempo, en otra época. Ese contraste se vuelve fundamental, pero ahora, mirando la película diez años después de su estreno, aquel mundo del campo podría ser reemplazado por muchas comunas periféricas de la capital, por ejemplo, donde también se aprecian aquellas distancias sociales y materiales que muestra la película. Ese campo es real pero también es una metáfora de otras cosas, de otros lugares. Lo que resalta hoy en día en esta película —que se puede ver gratuitamente en Ondamedia— es justamente el tema de la economía: muy pocas ficciones chilenas —ya sea en cine o en literatura— se han decidido a hablar de plata o del trabajo. Los personajes de estas películas y libros viven del aire, tienen otras preocupaciones, el dinero llega quién sabe cómo pero está ahí, siempre: nadie trabaja, nadie tiene deudas, nadie sufre por no tener cómo pagar una cuenta de agua o un arriendo, no. Son otras las preocupaciones, otros los dramas.
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En Huacho la tragedia es esa: aquel corte de luz que ocurre en los primeros minutos de la película no es un detalle, lo es todo: la madre de la familia debía pagar esa cuenta y lo olvidó. En lugar de eso, se compró un vestido en una multitienda, quizás hace cuánto no se compraba ropa. Pero gastó su plata en ese vestido, y esa mañana, ese corte de luz, le recordó que no podía —que no debía— comprarlo.
En Huacho la tragedia es esa: una madre que no tiene cómo pagar la luz, que nadie la ayuda, que nadie le presta plata —la jefa le ha adelantado dos meses de sueldo y a ella no le alcanza—, por lo que no le queda otra que ir a la multitienda en Chillán y devolver el vestido para así poder pagar la cuenta.
Difícil pensar en otra escena tan devastadora que haya entregado el cine chileno en estos últimos diez años. Tan sencilla, tan común, tan dura. Tan real.
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El cine chileno de los últimos diez años.
Quizá desviarse un poco y pensar en ese cine, en esas películas.
En 2011 aparecía el libro El novísimo cine chileno, editado por Ascanio Cavallo y Gonzalo Maza, en el que distintos críticos escribían sobre una nueva generación de cineastas: veintiún artículos dedicados a directores como Matías Bize, Sebastián Lelio, Alicia Scherson, José Luis Sepulveda y Carolina Adriazola, Pablo Larraín, José Luis Torres Leiva y Alejandro Fernández Almendras (AFA), entre otros.
La mayoría de ellos, en estos años, han consolidado sus proyectos —para bien y para mal—, y lo cierto es que recién en este último tiempo han surgido alguna voces nuevas, como Dominga Sotomayor, que debutó con la hermosa De jueves a Domingo en 2012, y Claudia Huaiquimilla, quien estrenó en 2016 la sorprendente Mala junta.
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En estos años, el cine chileno ha seguido llamando la atención dentro y fuera del país —premios, reconocimientos, etc—, pero lo cierto es que el mundo que filma Fernández Almendras en Huacho sigue siendo una cosa excepcional dentro de su generación —y en el cual seguiría indagando desde otros lugares en sus siguientes películas: Sentados frente al fuego, Matar un hombre, Aquí no ha pasado nada y Mi amigo Alexis, muchas de ellas premiadas en festivales como Locarno, Rotterdam y Sundance—.
Daniel Villalobos —quien escribió el artículo dedicado a AFA en El novísimo cine chileno— describe con precisión los atributos de una película que en estos años no ha dejado de crecer —y que a la luz de estos días convulsionados surge como un retrato perfecto de aquel Chile que terminó estallando—: "Que Huacho escape de los clichés o panfletos del llamado cine 'social' o de denuncia, es mérito de la estrategia narrativa de Fernández Almendras: a las reiteradas señales de que la situación económica de esa familia está empeorando, el relato opone los pequeños rituales de identidad de los que tienen casi nada. Un trago de vino en un bar en medio de los pastizales, un par de fichas en un videojuego, un vestigio que tiene que ser devuelto pero que aún así se disfruta durante un par de horas. Estos rituales no lucen como consuelo gracias a que la mirada de Huacho no está orquestada desde la condescendencia, sino desde lo urgente. No es un cine patronal, entendiendo ese adjetivo como la actitud de quien pretende alertar a su propia clase o tribu sobre el desmedro de otros".
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Alejandro Fernández.[/caption]
A esa estrategia narrativa de Fernández Almendras para no caer en los lugares comunes del retrato social habría que sumar las estrategias cinematográficas, en las que resalta esa cámara que se inmiscuye, con un admirable respeto, en la vida de estos cuatro personajes. La cámara respira tras ellos, se acerca, escudriña, contempla, se detiene por un tiempo que permite que cada escena se despliegue sin apuros. Hay un tono documental que le permite imprimir mayor realismo a la historia; ayuda en eso, también, que los actores no sean profesionales.
Sobre esto, AFA lo explicaba así en otra entrevista: "Huacho era una película que tenía mucho montaje porque lo que me interesaba era el trabajo de los actores no profesionales, que el montaje mejoraba mucho, quitando mucho ripio para construir la historia, los diálogos, las relaciones, las miradas... Son escenas filmadas con muchos planos distintos —cuatro, cinco, seis planos distintos—, cada uno con muchas tomas. Es porque me interesaba capturar ese ritmo banal pero vertiginoso al mismo tiempo".
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Otro desvío. Esta vez, un videojuego que empezó a circular pocos días después de aquel viernes 18 de octubre: Nanopesos. Un videojuego sobre el dinero: cómo se puede sobrevivir con el sueldo mínimo en Chile. Un joven soltero, sin hijos, sentado en su cama, en una habitación de diecisiete metros cuadrados. Un joven que paga por ese lugar $200.000 y que se siente afortunado, pues sabe que es muy difícil conseguir un espacio por ese precio. Es un departamento estudio, pero ese nombre es demasiado grande para denominar así a aquella habitación. Da igual. En este simulador se acompaña a ese joven en su vida diaria, en su cotidianidad, en su trabajo. Y el juego consiste en distribuir ese sueldo mínimo para llegar a fin de mes: comida, supermercado, pagar cuentas, pagar médico si es que uno se enferma, la vida está ahí, en esas decisiones que uno debe ir tomando en la medida que avanza la historia y el dinero disminuye.
Estéticamente no es un juego atractivo ni deslumbrante, pero la narrativa funciona y la angustia está ahí, al acecho, en cada decisión: salir o no de fiesta, almorzar o aguantar el hambre, retrasar el pago de una cuenta, finalmente aceptar que no se puede vivir con $301.000 y que entonces sólo queda endeudarse.
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Huacho.[/caption]
El niño de la familia de Huacho está obsesionado con su compañero de colegio que no le quiere prestar ese videojuego que comparte con el resto de sus amigos. Ese niño, en un futuro, podría ser el protagonista de Nanopesos. Porque en Huacho el futuro, que puede estar representado en ese niño escolar, en esa posibilidad de educarse, tampoco se ve muy claro.
La huerfanía entendida como algo más mucho más complejo que la ausencia de un padre.
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Volver a Huacho, volver al final de esta historia, cuando ya es de noche y la familia se reúne después de un largo día. Se sientan en la mesa, un par de velas los iluminan. Llega, finalmente, la luz. Y la cámara, entonces, se aleja despacio, rumbo a la oscuridad, después de haber indagado en la vida privada de esa familia chilena. Y en esa oscuridad, en medio del campo —una década después de su estreno, incluso— resuenan una vez más los versos de Teillier, aunque no sean verdad. No pueden ser verdad. Pues a esa altura del camino, cualquier idea de la felicidad sigue pareciendo una cosa lejana, imposible.
https://www.youtube.com/watch?v=1y79jvD0ytc