Nadie sabe exactamente dónde está la inspiración: de lo contrario, iría todo el tiempo. En un alto de la mezcla de su nuevo disco, Enrique Bunbury salió a pasear por las calles de Londres decidido a saciar su sed de cinéfilo. Era el verano boreal de 1999. Stanley Kubrick acababa de estrenar
Eyes wide shut
y, en el otro extremo del arco estético, Emir Kusturica tenía entre manos
Gato negro, gato blanco
. Bunbury se inclinó por el serbio y el gesto hiperbólico de la comedia lo imantó, pero una escena lo partió como un rayo. Camino a la boda de Zare y Afrodita, los personajes asistían a un espectáculo dadaísta: amarrada y colgante del tronco de un árbol, la banda de vientos y percusión seguía tocando su canción anfetamínica como si fuera la orquesta del Titanic. Todo su disco cabía en esa imagen. El arrojo, el delirio y la tierra; los aventura de los románticos y los ojos abiertos de la niñez. La música de raíz abierta como las ramas de un árbol total. Bunbury, que había perdido todo y estaba a punto de recuperarlo, dijo eureka.
La Organización Mundial de la Salud todavía no reconoce oficialmente su diagnóstico, pero todos sabemos que existe el Síndrome del Solista: ese artista que, recién divorciado de su banda, busca (deliberadamente) alejarse del sonido del grupo o (fatalmente) no puede salirse ni un milímetro de su radio. Radical Sonora, el primer disco de Bunbury, había pertenecido a la primera categoría. Ataviado con remeras de spandex y el pelo cortísimo, el zaragozano se apareció con un tratado que mapeaba el Mediterráneo con las programaciones de Massive Attack y The Prodigy. "Instrucciones de uso —decía el sobre interno—: líese un buen canuto de hachís. Escúchese a un volumen muy alto, muy a oscuras y preferiblemente cuando se esté muy solo". Su efecto, sin embargo, fue traumático.
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La crítica subrayó algunas de sus cualidades, pero Radical Sonora fue un fracaso comercial y el público de Héroes del Silencio (entonces, su único público) le dio literalmente la espalda. En el mejor de los casos. En otros, se limitó a abuchear o arrojar objetos contundentes sobre el escenario. Bunbury no paniqueó. Escuchó las críticas, asumió la crisis e incluso llegó a considerar la posibilidad de dejar la música, pero no salió corriendo a buscar una guitarra eléctrica. Salió a buscar otra cosa. En el otoño de 1998, se instaló durante tres meses en la vieja casa de veraneo que sus padres tenían en Cambrils y comenzó a drenar una nueva serie de canciones. "A primera hora de la mañana caminaba solo por la playa, el resto del tiempo lo dedicaba a trabajar —le contó al periodista Josu Lapresa—. Era tiempo de frío y soledad. En aquel pueblo tan volcado al turismo, ya quedaba poca gente".
Bunbury no tuvo que pagar alquiler, pero la estancia frente al mar abierto y los recuerdos no resultó gratuita. Exiliado de cualquier expectativa, se dejó guiar por la evocación y llegó a la gran tierra prometida de la infancia: la radio familiar, las fronteras desdibujadas, la música de la calle. Faltaban meses para meterse en los estudios y Bunbury ya tenía el título en la palma de la lengua. "Me propuse hacer el disco que me saliera, y me salió Pequeño. Me daba igual si la gente no lo entendía. Quería hacerlo y si me tenía que retirar, pues me retiraba. Así me lo planteé".
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Entre aquella veintena de canciones, había dos o tres que tiraban del carro. A un lado y otro de la parábola, el manifiesto anarco-trashumante de "El extranjero" e "Infinito": una ranchera llena de puñales y referencias al universo arquetípico del tango. El corazón, sin embargo, era "De mayor". No solo por la bandera de aquel estribillo ("De pequeño me enseñaron a querer ser mayor / de mayor quiero aprender a ser pequeño") sino por la apuesta musical. "Pensaba en Marlene Dietrich —confesaba Bunbury—. Cabaret alemán. Introdujimos la mandolina y ritmos a lo Tom Waits". Ahí estaba la clave. Un disco capaz de mantener en equilibrio la música de autor y el universo de la canción anónima. Waits, Cohen, Celentano, Nino Bravo, Bowie. El murmullo callejero de la ranchera, la bulería, el klezmer, la habanera, los Balcanes y las infinitas variaciones saharianas de la música marroquí.
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Bunbury.[/caption]
Después de un período de ajustes en Zaragoza, Bunbury aprovechó la primavera para meterse en los estudios El Cortijo de Málaga. Si el disco era tan intransferiblemente personal debía hacerse cargo de todas las decisiones, de modo que esta vez prescindió del productor Phil Manzanera. Rodeado de un puñado de cómplices como Ramón Gacias, Copi Corellano, Ana Belén Estaje, Rafa Domínguez y Del Morán (a la postre, el núcleo duro del Huracán Ambulante), puso por delante el reclamo sonoro de cada una de las composiciones. "Radical Sonora tenía una producción compleja que terminó apoderándose de las canciones —decía Bunbury—. En Pequeño, ellas mandan. Es un disco poco pretencioso, con canciones de vocación popular. Algo que envidio de Manu Chao es que va a cualquier rincón del mundo y, si le preguntan qué tipo de música hace, puede tocar los temas de Clandestino con una guitarrita (…) Aspiraba a un sonido mediterráneo, a unas canciones populistas y callejeras. Radical Sonora se oía de maravilla con unos auriculares caros; Pequeño se puede disfrutar hasta con un radiocasete barato".
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La referencia a Manu Chao no es casual ni epigonal. El 6 de septiembre de 1999, cuando Pequeño comenzó a distribuirse en las disquerías de España y algunos países de Latinoamérica, Clandestino ya era un auténtico tsunami. Ambos discos tenían mucho en común. Pero allí donde Manu Chao armaba una suite latinoamericanista de impronta low fi y desarrapada, Bunbury proponía otra clase de orfebrería. Otra clase de vagabundo. Aunque borraba las fronteras políticas, Pequeño no mezclaba las lenguas y cada canción era una provincia autónoma. Incluso, como aquel primer disco de Almendra, Bunbury agrupaba los tracks de acuerdo a su propia taxonomía: Pequeño ("Algo en común", "Solo si me perdonas", "El viento a favor", "¿Dudar? quizás"); Cabaret ("Infinito", "Lejos de la tristeza", "De mayor", "Bailando con el enemigo"); Ambulante ("El extranjero", "Demasiado tarde", "Robinson", "Contradictorio").
La apuesta no podía salir mejor. Con un solo disco, Bunbury re-agrupó a buena parte de los fans de Héroes detrás de un proyecto nuevo, convenció a la crítica, expandió las bases estéticas de su público y propulsó la gira del Pequeño Cabaret Ambulante: su propia lectura mestiza del Rolling Thunder Revue. ¿Quién lo hubiera dicho? La única forma de ganar absolutamente todo es no tener absolutamente nada que perder.
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