Al final, todo se trataba de eso: de encontrar un tono, un lugar, una forma. Escribir el mundo desde ahí, como lo habían hecho los maestros antes: Montaigne, Thoreau, los que entendieron, rápido, qué hacer con la urgencia y la curiosidad y la página en blanco: ensayar.
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De eso se iba a tratar la escritura de Elwyn Brooks White, uno de los ensayistas norteamericanos más importantes del siglo XX: "Hace mucho tiempo descubrí que escribir sobre las pequeñas cosas de la vida cotidiana, las cuestiones triviales del hogar, las cosas intrascendentes pero cercanas del vivir, era la única labor creativa que podía llevar a cabo con sacralidad o elegancia", escribió en una carta cuando ya llevaba un buen tiempo publicando en distintos medios. Aunque su nombre se asocia, por sobre todo, a la revista New Yorker. De hecho, se convirtió en colaborador nueve semanas después de que se fundara en febrero de 1925: era un veinteañero que se había graduado en Artes por la Universidad de Cornell y que ya entonces parecía tener una curiosidad insaciable. Terminaría publicando cerca de dos mil textos en la revista y su estilo haría escuela: ensayar la vida, la vida mínima, y descubrir que en las minucias podía estar la respuesta. Una escritura elegante, precisa, que le permitiría escribir de todos los temas que lo interpelaban: la infancia, las ciudades, los animales —ocas, mapaches, cerdos y Fred, su entrañable perro salchicha:—, la muerte, la vida en una granja en Maine, la muerte otra vez y los recuerdos, la memoria y la curiosidad: E. B. White construiría su obra a partir de esos material que estaban ahí, a mano. El mundo, las guerras, la modernidad, el futuro, todo podía caber en un texto del norteamericano, quien desde muy joven asumiría los límites y las ventajas que plantea un género como el ensayo.
Escribiría, a propósito: "Hay algo que el ensayista no puede hacer; no puede darse el lujo de engañar a nadie u ocultar nada, porque será desenmascarado en muy poco tiempo".
Y luego iba a agregar: "por más que sea una forma suelta, el ensayo impone sus propias normas, plantea sus propios problemas, y esas normas y problemas pronto se hacen evidentes y (esperamos) disuaden a cualquiera que quiera empuñar meramente la pluma para dar vía libre a sus pensamientos aleatorios, o porque esté de un humor alegre o divagador".
E. B. White comprendió temprano que un género de estas características podía ser un arma difícil de manejar, donde el ego podía jugarle más de una mala pasada. Sin embargo, encontró luego el tono, sobre todo, que le permitiría escribir sobre sí mismo y sus intereses sin parecer un egocéntrico insoportable o banal. Serían las palabras —el tono, la sintaxis— lo más importante de sus textos, las que sostendrían todo, más allá del tema. Uno lee hoy los ensayos de E. B. White —muchísimos años después de que se publicaran— no por los temas ni por el mundo que tantearían, sino por ese tono, por esa sintaxis, por esa elegancia que tenía para escribir sobre lo que se le ocurriera: "En los últimos tiempos me han visitado dos huracanes, y salvo por algunas observaciones algo precipitadas (y en cierto modo imprudentes) que he hecho yo mismo, lo único que sé sobre esas tormentas lo he oído por la radio. Vivo en la costa de Maine, al este de la bahía de Penobscot. Antes, esa costa no estaba en las rutas de los huracanes, o si lo estaba no sabíamos nada de ello, pero los tiempos cambian y debemos acompañar el cambio".
En el prólogo que abre Ensayos, libro que reúne sus mejores textos, publicado hace un tiempo por Capitán Swing, White anota: "El ensayista, a diferencia del novelista, el poeta, el dramaturgo, debe conformarse con el papel autoimpuesto de ciudadano de segunda".
Lo dice E. B. White como un lamento, pero tras esa verdad —incómoda, injusta— se esconde algo que le permitió brillar: el goce que produce la libertad de las formas, el hecho de no estar en la primera línea, bajo las luces —incómodas— de los focos. White quería hablar de las pequeñas cosas de la vida cotidiana y no hay un género más propicio para hacerlo que el ensayo: la imaginación, la franqueza, la mirada arbitraria, el arte de irse por las ramas. En el fondo, la digresión como un lugar en el mundo.
Y aquí un paréntesis: pensar a White con respecto a nuestra literatura: Joaquín Edwards Bello convirtiendo sus crónicas en hermosas postales de una vida zigzagueante, Roberto Merino paseando por un Santiago que ya no existe, Gonzalo Maier luchando contra la vida doméstica en los tiempos del capitalismo tardío. Alargar Chile y pensar en otros nombres, en otros países: Valeria Luiselli, Carolina Sanín, Jazmina Barrera, Isabel Zapata.
El ensayo, las formas y el futuro.
Cerrar aquí el paréntesis y volver a E. B. White, que nunca dejó de escribir, de publicar en prensa. Y el mundo que estaba afuera —las guerras, la política, los conflictos sociales— se filtró, inevitablemente, en sus ensayos.
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Escribir y publicar, intervenir en aquel espacio público, es estar dispuesto, sobre todo, a equivocarse. La urgencia del presente lo exige: ensayo y error, dicen. Ensayo, error y humor, en el caso de White, que entendió ese lugar de escritura como un espacio en el que la mejor forma de intervenir el mundo era profundizando en las minucias, en aquello que pasamos por alto, en eso que se vuelve político cuando se lo nombra.
El ensayo como un género indudablemente político: las formas libres en contra de los dictámenes del canon, del mercado y de la moda. En lugar de historias, irse por las ramas, disfrutar el ritmo de esas frases sinuosas que despliega White en sus mejores textos. Quedarse ahí, escuchando esa música, detenido en algún detalle que encierra, cómo no, el secreto del mundo.