Daniel Innerarity: "La democracia debe sobrevivir reformulando su función en el mundo actual"
El autor de Política para perplejos analiza la crisis en Chile y la vincula con la pérdida de confianza que afecta al sistema político en el mundo.
Conoce bastante nuestro país. Ha sido invitado dos veces por el Senado y el año pasado fue una de las figuras del Festival Puerto de Ideas de Valparaíso. Filósofo y autor de libros de reflexión política, a Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) el estallido social del 18 de octubre le lo movió a pensar que el país en realidad no era un oasis: "Pensé que había llegado a Chile, con sus peculiaridades, esa crisis de confianza que afecta a todas las democracias del mundo, que Chile no era una excepción", dice.
Director del Instituto de Gobernanza Democrática en la Universidad del País Vasco, Innerarity es autor de números libros que analizan los abismos entre ciudadanos y políticos, entre ellos, Política para perplejos y Política en tiempos de indignación.
En su opinión las manifestaciones en Chile comparten algunos aspectos con la ola de protestas en otros puntos del mundo. "Se trata de estallidos que tienen lugar fuera del sistema político y cuya continuidad en el tiempo para propiciar los cambios necesarios depende de que las instituciones, partidos y sindicatos (todos muy debilitados) articulen políticamente esas demandas", dice. En cuanto a sus causas, "suele mencionarse el factor de la desigualdad, importante sin duda, pero hay una cuestión más básica que es el crecimiento de la desconfianza de los ciudadanos hacia la política así como también en la otra dirección: el sistema político tampoco se fía de la gente. Esa doble desconfianza imposibilita el desarrollo de una democracia plena", afirma.
La erosión de las confianzas, afirma, tiene raíces visibles: "En una democracia que funcione bien el sistema político atiende las demandas ciudadanas y la ciudadanía entiende las limitaciones y condicionantes del poder político. Actualmente lo que tenemos es un sistema político que desconfía de la gente y una ciudadanía que no se sitúa en ningún horizonte de responsabilidad".
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FOTO: MAURICIO MENDEZ/AGENCIAUNO[/caption]
En las movilizaciones no se ven banderas de partidos políticos. Se trata de un movimiento sin liderazgos. Algunos ven allí un riesgo...
Desde hace tiempo el activismo político, la irritación colectiva y las reivindicaciones han dejado de aludir a un cuadro ideológico general y se refieren más bien a causas concretas. La movilización en la calle y el activismo digital son puntuales, esporádicos y poco ideológicos. En consonancia con ello, los liderazgos políticos son más oportunistas. No soy un nostálgico del tiempo de los partidos sólidos, pero si no complementamos este activismo disperso con organizaciones que le den continuidad la indignación se convertirá en un gesto improductivo.
En una sociedad democrática, ¿cómo se concilia el orden y el respeto de los derechos humanos?
No tiene por qué haber contradicción entre el mantenimiento del orden público y el respeto tanto a la libertad de expresión como a los derechos humanos. Debería haber unos protocolos muy precisos en este sentido. Y creo que hay dos reflexiones que nos tenemos que hacer. La primera es que toda violencia deslegitima los objetivos que se pretenden alcanzar. La segunda, que dada la preocupante degradación de las libertades en muchos países del mundo o el hecho de que mucha gente prefiera la seguridad a la libertad, los gobiernos deben proteger especialmente la libertad de expresión, también por supuesto las que tienen como motivo protestar contra los gobiernos.
¿Cuál debería ser la actitud de los políticos ante los violentistas?
Tienen que saber que si no se desmarcan claramente de esa instrumentalización por parte de los violentos, su causa perderá legitimidad y servirá de excusa para que los gobiernos no tomen en consideración sus protestas. Se produce así una curiosa alianza entre los violentos y los que no quieren que nada cambie.
La crisis en Chile polarizó los ánimos y provocó reacciones clasistas…
El fenómeno de la polarización y concretamente el de la polarización entre sectores de la población más y menos favorecidos es una característica de nuestras sociedades, no solo algo propio de Chile. El que ya no podamos hablar estrictamente de clases sociales o que la derecha y la izquierda ya no se correspondan con los clásicos grupos de población (como pasa en Franca, por ejemplo, donde muchos barrios que antes votaban comunista lo hacen ahora por la extrema derecha), no significa que el problema de la desigualdad no exista. En cierto sentido cabría decir que se ha vuelto aún más escandaloso porque hay procedimientos para abordarlo.
En nuestro país se habló de que la democracia estaba en riesgo. ¿Cómo lo vio Ud. a la distancia?
Soy muy escéptico en relación con las declaraciones de defunción de las democracias. Lo analizo con cierto detenimiento en mi próximo libro (Una teoría de la democracia compleja), que sale en enero. Lo primero que hay que volver a pensar es el modo como se degradan las democracias. Tendemos a pensar que las democracias mueren a manos de personas armadas, de lo cual tanto en Chile como en España tenemos una amarga experiencia. Más que complots contra la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, oportunismo de los agentes políticos o desplazamiento de los centros de decisión hacia lugares no controlables democráticamente. En vez de manipulación expresa, estamos construyendo un mundo en el que hay un combate más sutil y banal por atraer la atención; donde el activismo político adopta la forma del voyeurismo; en el que es difícil discernir la opinión autónoma del automatismo de opinar. Los personajes que amenazan nuestra vida democrática son menos unos golpistas que unos oportunistas; su gran habilidad no es tanto hacerse con el poder duro como lograr atraer el máximo de atención. En esto, Donald Trump es el gran campeón de la banalización política.
¿El sistema democrático requiere una actualización o una reformulación?
Mi interpretación de la crisis actual de la democracia es que algunos de sus valores han dejado de funcionar equilibradamente. Superar este desequilibrio requiere, de entrada, un ejercicio de renovación conceptual. La causa de que el debate esté protagonizado por ingenuos y cínicos se debe a que las cosas no funcionan según la definición simplista de la democracia que manejamos. La democracia ha vivido la mayor parte de su historia de glorias pasadas; ahora debe sobrevivir reformulando su función en el mundo actual y en el futuro. Nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero. Quien hable hoy de límites, responsabilidad, intereses compartidos tiene todas las de perder frente a quien, por ejemplo, establezca unas demarcaciones rotundas entre nosotros y ellos, o una contraposición nada sofisticada entre las élites y el pueblo, de manera que la responsabilidad y la inocencia se localicen de un modo tranquilizador. Entre las cosas que hacen más soportable la incertidumbre, nada mejor que la designación de un culpable, que nos exonere de la difícil tarea de construir una responsabilidad colectiva. Poco importa que muchos candidatos propongan soluciones ineficaces para problemas mal identificados, con tal de que ambas cosas —problemas y soluciones— tengan la nitidez de un muro, se haya designado un culpable final o sean tan gratificantes como saberse parte de un nosotros incuestionable.
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Política para perplejos.[/caption]
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