Medellín estalla. A la medianoche del pasado domingo 1 de diciembre, el cielo opaco de la ciudad se alumbra con una seguidilla de fuegos artificiales que retumban como un bombardeo en cadena. Es la llamada "alborada", el momento de todos los años en que sus habitantes festejan la llegada del mes de la Navidad.
El reconocido estadio Atanasio Girardot también se suma a la tradición con su propia pirotecnia, aunque entre sus graderías se celebra el arribo de otra clase de mesías. J Balvin, santo redentor del reggaetón y patrono del nuevo pop latino, estrella nacida y crecida en Medellín, agita esa misma noche el recinto con uno de los conciertos más multitudinarios en la historia de la ciudad. Un hombre que no abrió los mares ni obró milagros, pero que este año se posicionó entre los cinco artistas más escuchados a nivel mundial en Spotify y que es responsable de uno de los fenómenos más singulares de la música hispanohablante en la última década.
Parte del sonido urbano que hoy domina el planeta, ha logrado con sus recientes discos transformar al reggaetón en un producto más inquieto, a la caza de nuevas ideas y otras audiencias, lo que ha propiciado sus duetos con Beyoncé o Rosalía, su protagonismo en festivales antes rockeros, como Lollapalooza y Coachella, y la consolidación de la propia Medellín como la nueva meca de los ritmos latinos.
Y se nota. Mientras los taxistas de mayor edad siguen sintonizando emisoras de cumbia o vallenato, el resto de la ciudad está cubierta casi sin contrapesos por el latido exuberante del reggaetón, con jóvenes exhibiendo ropa ancha, parlantes portátiles, cadenas y el corte de pelo más característico de Balvin, con su cabeza delineada como una pelota de fútbol. En la capital del departamento de Antioquia hay cerca de 50 estudios de grabación consagrados al género, se instalaron algunas de las mayores compañías del rubro y fue escogido como nuevo hogar por ilustres como Nicky Jam. Lo que hace casi tres décadas era el hábitat de Pablo Escobar y el narcotráfico, hoy es el eje de una de las industrias más rentables del orbe.
Y también una de las más fogosas. El Atanasio Girardot es un hervidero de perreo que noquea desde la entrada, con una programación maratónica que arranca cerca de las 17 horas y que, mucho antes que Balvin salte a escena, presenta una serie de nombres del reggaetón y el trap latino para todos los paladares; es un festín que arrebata incluso antes del plato central. No hay espacio para tímpanos sensibles con relatos de marginalidad o carnalidad más explícita, aunque el público es transversal, destacando un área VIP donde corren el ron y las empanadas locales.
La fiesta ya está servida cuando cerca de las 23 horas aparece Balvin, recibido como un hijo pródigo que retorna al vientre, en sincronía con un show titulado "El niño e Medellín". Pero Balvin ya no es un niño: tras una introducción con videos que lo muestran en sus inicios, golpeando puertas en discotecas o actuando en salas semivacías, el intérprete se asoma desde arriba de una escalera disparando el tema homónimo que abre Vibras (2018), el álbum elegido como lo mejor del año pasado por gran parte de la crítica.
Un gigantesco muñeco de peluche -una versión Mundomágico del Eddie de Iron Maiden- adorna la escenografía, mientras unas bailarinas disfrazadas de nubes se mueven alrededor del colombiano. El mundo Balvin tiene algo de fantasía, de ensoñación infantil, como si reforzara desde lo visual su opción por un reggaetón más cándido y primaveral, menos pendenciero y lascivo.
Aunque tampoco hay que engañarse: lo suyo sigue siendo reggaetón con todas sus letras y así parece declararlo en el segundo tema de la noche, precisamente "Reggaeton", a dúo con Nicky Jam, el hombre rescatado por Medellín tras un prontuario de cárcel y excesos, y el primer gran invitado de la velada, como una forma de mostrar que en la música urbana siempre la unión hace la fuerza.
Incluso aunque uno de sus protagonistas no esté. El concierto luego sorprende con el éxito "Con altura", a dúo entre Balvin y Rosalía, pero la española sólo baila y canta de manera virtual desde las pantallas. A nadie le importa demasiado. Los hits siguen con "Travesuras", "Ginza" y "Safari", mientras el festejado le dice al respetable que esperó esta noche por casi 15 años.
Para seguir celebrándolo, otro invitado: el puertorriqueño Bad Bunny, crédito consular del trap y quien con su facha más provocadora (capucha, lentes oscuros), y ese timbre vocal cansino que convirtió en su identidad, genera uno de los momentos más atractivos de la noche cuando cantan "Yo le llego" o "Qué pretendes", todas parte de Oasis, el disco que este año editaron en conjunto. Ambos en escena son pura combustión.
Pero Balvin también abraza al pasado y en su fiesta hay pie para clásicos como "Gasolina", la presencia de otros comensales como Prince Royce, y tributos a coetáneos como Maluma y Zion & Lennox, además de un par de frases para las revueltas sociales que atraviesa Colombia. Todo en más de tres horas de show y la friolera de casi 50 canciones. Una borrachera de reggaetón. Un género que embriaga al mundo incluso aunque no bebas de él.