The Who es el ave fénix. Se reventaron por costumbres extremistas con consecuencias fatales, mientras combinaban una intelectualización y compromiso con el arte inéditos en el rock abriendo caminos para bandas como Pink Floyd, junto a una violencia inusitada germen del punk, más una adicción por el volumen previa al metal. Se adelantaron en el uso del feedback a Jimi Hendrix, hicieron picadillo instrumentos y hoteles antes que todos, y las diferencias de opinión las resolvían a puñetazos.
Con la misma velocidad que ascendieron a la estratósfera de la fama y la influencia por complejizar el rock sin el elitismo progresivo, se desintegraron. Primero murió Keith Moon hace 41 años y la banda trató de sobrellevar su pérdida sin éxito. Cuando The Clash teloneó la gira final de 1982, Pete Townshend, Roger Daltrey y John Entwistle no se hablaban. Reunificados brevemente a fines de los 80 para ayudar a Entwistle, acostumbrado a vivir como rockstar sin generar nuevos ingresos, desde la segunda mitad de los 90 retomaron los escenarios.
Tal como en 2006 no tenían mayor obligación de editar un nuevo álbum tras 24 años y apareció el sorprendente Endless wire, este disco surge tras un lustro de anuncios de retiro sin concreción. Townshend y Daltrey grabaron separados y la modalidad no afecta, porque se trata de una costumbre en esta tradicional institución británica con 55 años de existencia. El guitarrista ha sido siempre el mandamás autoritario reacio a los aportes.
El entusiasmo de la crítica proclama que es lo mejor de The Who desde Quadrophenia (1973), soslayando la consistencia de Endless wire, donde el dúo se esmeró por recrear el período entre 1969 y 1975, cuando la grandilocuencia y el salvajismo escénico se fundían magistralmente. Desde esa perspectiva este es el primer álbum de The Who con la resonancia propia del siglo XXI. Tan así que "Danny my ponies", la canción al cierre, incluye autotune en la voz de Townshend. No hay alarmas de música urbana en The Who, solo un recurso que funciona sin inconvenientes.
Los 13 años transcurridos desde el último paso por el estudio se sienten. Aún son músicos extraordinariamente intensos en condición septuagenaria, pero el tiempo deja huella y se acomoda de forma natural en canciones que inevitablemente contienen un ánimo revisionista. "Toda la mierda que hicimos nos trajo algo de dinero, supongo, y esos mocosos jóvenes eran un éxito permanente", canta Daltrey con ímpetu y orgullo en la enérgica "I don't wanna get wise".
La distancia cínica y crítica de la pluma de Townshend aflora intacta en la poderosa “All this music must fade”, que en la mente del líder debía ser interpretada con cadencia hip hop, sugerencia rechazada de plano por Daltrey. “No me importa, sé que vas a odiar esta canción, y eso es, realmente nunca nos llevamos bien, no es nuevo, no es diverso (...) es solo un verso simple”. “Ball and chain”, alusiva a la base estadunidense de Guantánamo en Cuba, se arma en torno a esos patrones de teclados marca registrada de The Who en clásicos como “Baba O’Riley” y “We won’t get fooled again” de Who’s next (1971). “Detour” se interna en los inicios de la banda, cuando el soul era una de las principales inspiraciones con tiempo agitado, de viejo salón de baile con arreglos vocales que van aún más atrás, a la primera mitad del siglo XX, cruzado de pasajes donde Zak Starkey reinterpreta a su manera el estilo de Keith Moon.
"Beads on one string" es una pieza épica de gran equilibrio entre teclados y capas de guitarras, donde Townshend monta grandes arreglos vocales para una interpretación magnífica de Daltrey, aún dueño de un registro poderoso. La canción se une en su grandilocuencia a "Hero ground zero", de pulso épico, adornada de cuerdas más los acordes abiertos y relampagueantes rúbrica de Townshend. "La música, el arte y la ciencia van a reventar", predice la letra. El ímpetu heroico persiste en "Street song", con versos propicios para la agitación popular. "Podemos cantar cualquier cosa ahora (...) tenemos pancartas, tenemos ritmos, podemos gritar, estas son nuestras calles".
La intensidad desciende en la segunda mitad del álbum a partir del soft rock adornado de violines de “I’ll be back”, cantada íntegramente por Townshend con algún resabio de McCartney solista. Luego “Rockin’ in rage” y “This gun will misfire” responden a las estructuras de rock ópera fundadas por la banda en el monumental Tommy (1969). Hacia el final “Got nothing to prove” es una rareza de 1966 rechazada por el productor Kit Lambert que en un disco como este, con hálito de punto final al menos en lo que respecta a la carrera en estudio de The Who, sirve para cerrar el círculo de una fuerza musical que aún diezmada es capaz de recordarnos la grandeza del rock clásico.