A cargo de J.J. Abrams, un entretenedor consagrado del nuevo siglo, llega a salas la cinta que cierra la tercera trilogía de la redituable franquicia Star wars. La misma que arrancó en 1977 con La guerra de las galaxias, cuando nadie se imaginaba que cuatro décadas después se vería instalada como referente ineludible: como la vara con la que se ha de medir el cine, cuando no la vida misma, no solo entre niños y adolescentes, sino también entre los adultos que creen que "todo tiene que ver con Star wars".
El ascenso de Skywalker es, hasta nuevo aviso, la última película con jedis, siths y todos los demás, sin perjuicio de que la franquicia siga generando cuanto producto pueda ocurrírsele promover a Disney, su actual propietaria. Transcurre, como siempre, en una galaxia muy lejana, con una nueva versión del combate entre la oscuridad y la luz: de un lado, el Primer Orden, la maldad y la opresión encarnadas; del otro, los rebeldes de la Resistencia que, a punta de ñeque y sentido justiciero, combaten como mejor pueden.
En el camino de esta trilogía ya han reaparecido y sucumbido Han Solo y Luke Skywalker, sin perjuicio de que reasomen ahora vía recuerdos, alucinaciones o resurrecciones parciales. El caso es que la joven Rey, exchatarrera del planeta Jakku (Daisy Ridley), es ahora un emblema de la señalada lucha: educada por Luke en las artes jedi, se ha convertido en la gran esperanza contra el poder y la ambición del malvado Kylo Ren (Adam Driver), quien a su vez le rinde cuentas a Palpatine, villano entre los villanos que también ha sabido regresar, de alguna extraña manera.
Sin perder de vista a los despistados de siempre, la película hace sentir a los fans en confianza: la toponimia es copiosa (nombres de planetas, sistemas o lo que sea), así como las referencias a un universo pueril y autocontenido donde "nada es imposible", donde "la Fuerza es real" y donde la mitología ha escrito un destino que los personajes están condenados a cumplir. Todo, arropado por una escenificación convincente y una narrativa que sabe fluir, sin arrugar, a lo largo de 140 minutos. El problema, finalmente, no es de la película ni de la saga: es de quienes le hemos dado el afrecho.