A veces, la vida o la muerte terminan oscureciendo una obra, dirigen su lectura y no hay espacio para otras preguntas. La biografía en un primer plano, la muerte, el suicidio, en este caso: Sylvia Plath. El final de su historia: esa cocina, ese horno, los niños durmiendo en una habitación mientras ella termina con todo después de vivir un infierno. A lo lejos —aunque muy cerca también—, la figura de Ted Hughes, su marido, poeta como ella.
"Soy vertical, pero preferiría ser horizontal":
¿Cómo se lee ese verso de Plath si uno pudiera hacer a un lado su biografía? La muerte ronda sus poemas, la autodestrucción, el desasosiego. Está su poesía, pero también están las cartas que le escribía a su madre y su diario, portentoso, casi mil páginas en las que saca a la luz sus demonios, sus contradicciones, ese futuro esplendor que en algún momento se torció, inevitable.
No soy un árbol enraizado en la tierra,
Absorbiendo minerales y amor materno
Para rebrotar esplendoroso cada mes de marzo,
Ni tampoco la belleza del arriate del jardín
Que deja boquiabierto a todo el mundo y a la que
Todo el mundo quiere pintar maravillosamente,
Ignorando que muy pronto se deshojará.
Comparados conmigo, un árbol es inmortal.
El poema se titula "Soy vertical" y de ahí viene el nombre de esta antología portátil que trae de vuelta a librerías a Sylvia Plath: Soy vertical, pero preferiría ser horizonal (Penguin Random House). Son un puñado de poemas —seleccionados por la escritora española Luna Miguel y traducidos por Xoán Abeleira— que invitan a salir de la biografía, de las anécdotas, del destino trágico, para ingresar en el mundo de una voz que sigue siendo fundamental para entender la poesía anglosajona del siglo XX.
Es cierto: en esta antología aparece el tono confesional de Plath que uno podría rastrear, también, en poetas como Adrienne Rich y Anne Sexton, por ejemplo, pero en la poesía de la autora de Ariel siempre hay algo que escapa a lo biográfico: una imagen, un verso que se encierra en sí mismo y pierde toda referencia para convertirse, finalmente, en literatura:
Me sentaba bajo el algarrobo de mi padre
A comer los dedos de la sabiduría.
Los pájaros daban leche.
Cuando tronaba, me escondía debajo de una losa.
"Sería más respetuoso leer a Plath sin entrar en sus delirios. Atenerse a esos breviarios de extrañamiento que son sus libros", anotó alguna vez, con lucidez, la poeta argentina María Negroni en un ensayo que le dedicó a la norteamericana. En ese texto, además, convoca a otro imprescindible cuando se trata de hablar de Sylvia Plath: el escritor inglés Al Alvarez, que le dedicó un capítulo hermoso a la poeta en su libro El Dios Salvaje, un ensayo sobre el suicidio. Alvarez recuerda, en ese texto, la crítica que hizo del primer libro de Plath en The Observer, donde anotó: "Los poemas de Plath se apoyan con seguridad en una masa de experiencia que nunca sale totalmente a la luz… Es este sentimiento de peligro, como si continuamente la amenazara algo que sólo divisa con el rabillo del ojo, lo que da distinción a su trabajo".
Esa experiencia —el trabajo con ella— se intensificaría en los últimos años de vida de Plath. Después de su separación con Ted Hughes, en el otoño de 1962, se iría a vivir sola junto a sus dos hijos pequeños y le robaría horas al sueño para poder escribir, en medio de la vida doméstica y maternal. A eso de las cuatro de la mañana, Sylvia Plath escribiría algunos de sus poemas más importantes —"Papi", "Lady Lázaro", "Límite"—: el éxtasis y la derrota traspasan esta escritura urgente, íntima, feroz:
Moriste antes de que me diera tiempo (…)
Yo tenía diez años cuando te enterraron.
A los veinte intenté suicidarme
Para volver, volver a ti.
Creía que hasta los huesos lo harían.
En sus últimos meses de vida, Plath visitaría a Al Alvarez en su oficina de The Observer y le leería, en voz alta, muchos de estos poemas, buscando su opinión pero también su complicidad. Él le comentaba algún verso, algún detalle técnico, pero no ingresaba en la materia más oscura de esos textos: no lograba oír el rumor que corría en medio de las entrelíneas, no logró ver la depresión que acechaba a Sylvia Plath y que la llevaría a suicidarse esa mañana de febrero de 1963 en su departamento, cuando tenía sólo 30 años.
En "Lazy Lázaro" ella escribiría esos famosos versos:
Es un arte, como todo
Yo lo hago extraordinariamente bien.
Quedarían sus poemas, sus diarios —que en Chile los publicó Ediciones UDP— y un mito, el mito Plath, que Al Alvarez aborda en El Dios Salvaje de forma crítica. Desconfía de esa lectura que se centra en el suicidio y que la define como una "víctima pasiva":
"[Ese mito] desecha por completo su vivacidad, su apetito intelectual y su ingenio áspero, los grandes recursos de su imaginación, la vehemencia de sus sentimientos, el control que podía aplicarles. Sobre todo, deja de lado el valor con que supo transformar el desastre en arte. La pena no es que haya un mito de Sylvia Plath; es que el mito no sea, simplemente, el de una poeta de talento enorme a quien la muerte le llegó por descuido, por error, y demasiado pronto".
Ya lejos del mito, entonces, quedan los poemas.
Ni más ni menos.