En los días y semanas que siguieron al pasado 18 de octubre, las paredes de varias ciudades vieron reasomar un vocablo que nunca se había ido del todo -la publicidad le ha sacado jugo por décadas-, pero cuyo tenor sociopolítico no irrumpía así desde 1973: “Revolución”. Resucitó vía stencils, carteles y rayados, así como en RRSS, donde siempre ha tenido un lugar, aunque no con tanta persistencia. También, en lugares menos evidentes, como las columnas de prensa escrita y radial (“La tercera revolución pingüina”, “Notas sobre la revolución”). El historiador Gabriel Cid es de quienes observan el fenómeno.
Docente de la UDP, Cid es autor de Pensar la Revolución (2019), donde aborda el período en el que surgieron la Independencia y la República (1808-1833), atento siempre a cómo se veían las cosas en ese presente. Una historia de las ideas políticas y de los discursos que las encarnaron, envueltos como estuvieron en la incertidumbre y la indeterminación.
En conversación con Culto, Cid asume la atracción genérica del término, al tiempo que constata su uso invasivo en las semanas recientes ("probablemente, nunca se ha ocupado más la palabra que ahora"). Pero cree que por ahí pasa, también, su "vaciamiento de significado".
Triunfantes o derrotadas, nos recuerda el también autor de La guerra contra la Confederación (2011), en su disciplina las revoluciones no se califican de tales sino hasta pasado algún tiempo. En cuanto a lo ocurrido localmente, cree que, de momento, "estallido social" o "revuelta" son de utilidad, para luego precisar: "La idea de revolución está en su mejor momento retórico, pero, irónicamente, se están socavando las tres condiciones de su posibilidad de emergencia: descansar en cierto capital social, en redes sociales reales que movilicen y convoquen, que haya liderazgos reconocidos y un horizonte de futuro en el cual anclar la esperanza revolucionaria, y tener un relato convocante: una ideología".
1810 y 2019
En una revolución como la de Independencia, agrega Cid, hubo "una guerra civil ideológica, donde aparece el republicanismo, que legitima las acciones de violencia contra los realistas; después, el liberalismo toma la posta. Pero hay un guión ideológico. Sin ese guión, la capacidad de movilizar masivamente y de elevar demandas concretas, cuantificables, a partir de sus propios contenidos, la revolución está condenada al fracaso". Lo que actualmente hay, así las cosas, es una revolución "muda por sobrepoblación de demandas subjetivas": un mundo donde la subjetividad y la idea de que "lo personal es político", plantea Cid, se lleva al extremo ("donde el acto de comer es político, donde dormir es resistir") y cada uno se representa a sí mismo.
¿Cómo ayuda esto a entender la crisis de representación?
La crisis de la democracia representativa tiene que ver con una extremación del discurso del individualismo. Un discurso casi solipsista, en el que me repliego en mi propio ego. En esto vería una ausencia de futuro, una ausencia de capital social. Hay una pérdida del horizonte del bien común, y eso es clave en una revolución: la revolución debe tener un horizonte de bien común que no sea un colgajo de demandas particulares ('la revolución será vegana, o no será'; 'la revolución será lesbo-trans, o no será').
Para Gabriel Salazar, el 18-O es “la primera vez en que la masa social logra remover todo el país, en coincidencia con la ciudadanía crítica”, dando la oportunidad de iniciar “una ofensiva política” ante un “gobierno tambaleante”. ¿Qué ha habido de históricamente nuevo, a su juicio?
Creo que es primera vez que se da esta simultaneidad en distintos lugares del país -no solo en las grandes ciudades- con este grado de violencia y con la masividad del apoyo transversal, en un inicio. Esas dimensiones son únicas. Ahora, yo no lo veo con la vivencia vicaria de Salazar, ese "ahora sí que sí" de quien predica la revolución a cada rato y a quien le encantaría que, ahora sí, se produzca.
¿Qué lugar le asigna a la brecha generacional?
La propaganda conservadora respecto de La Sociedad de la Igualdad insiste en que esos son cabros chicos: que Bilbao es un adolescente, que nunca ha trabajado y que tiene todo el tiempo del mundo para prometer cosas que van a afectar la vida de gente que sí trabaja. El reclamo de que los cambios radicales, vehementes, están asociados a una nueva generación que solo tiene promesas, es tan antiguo como el concepto de revolución. Uno lo puede ver en la propaganda contrarrevolucionaria en tiempos de la Independencia, pero también de la Sociedad de la Igualdad: son jóvenes, son inexpertos, no saben, no tienen nada que perder.
¿Qué ve de particular hoy?
Lo históricamente novedoso remite a la cultura de la inmediatez: la disolución del tiempo y la pérdida de capital social mensurable. También, a la incapacidad de dialogar intergeneracionalmente y la idea de representarse como no corrompidos, como impolutos. El momento de la revolución tiene justamente que ver con decir, nosotros no somos los culpables del actual estado de cosas y lo podemos cambiar, pero eso puede conducir a un nivel de autorreferencia que sospecha que cualquier mayor de 30 o de 40 está corrompido. Esa idea de la pureza de una generación la veo bastante acentuada hoy, vinculada con una especie de narcisismo de redes sociales. Vivo en Santiago Centro y lo he visto: la selfie para Instagram, la idea de que estás haciendo algo realmente relevante, no sé si para validarte como alguien que está en la cima de la historia, o pensando en algo que te trasciende como individuo. Yo vería también una incapacidad de establecer diálogos concretos con personas de otros grupos. La Sociedad de la Igualdad hacía talleres con artesanos, igual que los jóvenes del Partido Democrático [1887]: establecían instancias reales de interacción con otros segmentos etarios y de clase.
¿Cómo se entendía localmente "la revolución" en 1808-1810?
En 1808, "revolución", tal como "democracia", era un concepto muy negativo, del que había que recelar: se tiene a la vista la experiencia jacobina en Francia, pero también la experiencia haitiana [1791-1804]. La respuesta fidelista es completamente antirrevolucionaria: "Revolución" no puede entrar al léxico de la política. Pero hay condiciones revolucionarias, aunque los actores no usen el concepto, porque todo proceso revolucionario supone una soberanía múltiple, donde el detentor del poder ya no está, y su lugar queda abierto a disputa. Ahora, cuando el vacío de poder les permite establecer cambios relativamente profundos, como imaginar una constitución o un pacto social, ahí, con guerra de por medio, empieza a aparecer el concepto, a fines de 1812.
Decía R.R. Palmer que la revolución se produce cuando hay gente normalmente desinteresada por la política, por lo general moderada y dedicada a lo suyo, “que se ve arrastrada a ella como a un camino frente al cual no parece existir ninguna alternativa aceptable”...
El momento revolucionario tiende a socavar a ese conjunto mayoritario de la población que no está en los extremos. Y cuando desemboca en guerra -y toda revolución es un proceso de guerra-, diluye esos cuerpos neutrales o moderados, que solo van a aparecer al final del proceso, cuando haya que poner la pelota contra el piso y legislar. Porque la guerra se prolonga. Es interesante ver que la Guerra de Independencia parte en 1813 y la última guerrilla, la de los Pincheira, se desmonta en 1832.