Las calles están opacas. No hay fachada de vidrio que no esté cubierta de zinc, madera terciada o cholguán. Bancos, malls, AFPs, farmacias, tiendas y servicios públicos forran como pueden sus muros transparentes. Se fue el brillo y el reflejo y con ello desapareció esa pudorosa vanidad peatonal donde arreglarse un poco de camino a la pega. Es curioso, pero la transparencia, como propiedad óptica de la materia que deja pasar la luz, tiene por característica fundamental la estabilidad del cuerpo que le sirve de medio. Es decir, que no hay luz que transite rauda por un cuerpo atribulado y que sin calma nada se ve con claridad.

Chile promulgó en 2008 la ley de transparencia de la función pública regulando con ello el acceso a la información. La idea era que, con ciertas restricciones, cualquier persona podía conocer los actos y documentos de la administración si así lo requería. Su propósito era contribuir a evitar la corrupción, fortalecer la probidad y ser un avance para la democracia. Le siguieron en esto las empresas, las universidades y varias organizaciones sociales y el país logró ponerse a tono con una responsabilidad internacional. La transparencia, ahora como metáfora de la conducta humana, buscó dar garantías de un comportamiento honesto y entregó herramientas —una lupa y una llave son sus emblemas— para mirar en profundidad. Lo que se alcanzó a ver y se sigue viendo, sin embargo, hoy parece claro que no gustó. Y es que resulta sorprendente el ataque furioso al discurso transparente y la respuesta inversa de usar la propia palabra para opacar su materialidad. La saturación gráfica que se ve en las calles no es sino la clausura estética de ese mismo principio de claridad. No solo se oscurecen las vitrinas, sino que se escribe sobre ellas y sobre muros hasta rebosar de rabia una y otra vez. Así como la calma es condición para ser transparente, para presumir de honesto había que estar dispuesto a ser coherente, porque de esa coherencia deriva la calma y de esa calma la conducta transparente.

Hay una secuencia en estos conceptos que, si se altera, da como resultado algo más que vidrios rotos. Cuando la transparencia se hizo ley, lo que debía ser efecto de una estabilidad virtuosa se convirtió en principio de acción. Se diseñó un modo de ser transparente y la transparencia se volvió estética. En arquitectura la idea se verificó en revestimientos traslúcidos y espacios abiertos. El estado digitalizó la memoria y potenció el archivo. Las empresas buscaron la horizontalidad de mandos y auditorias permanentes. Las organizaciones sociales dieron protagonismo a sus bases y enarbolaron vocerías y la vida privada se publicó por redes sociales, siempre a temperatura de felicidad constante. Todos y todas abrazaron el querer mostrar y el mostrarse y Chile terminó ardiendo por exceso de luz artificial. Si esa claridad hubiera decantado por vía coherente, todos nos habríamos reflejado en ella con orgullo y convicción. Pero fueron tantas las diferencias que quedaron a la vista que simplemente se hizo imposible soportar el resplandor y hoy damos palos de ciegos sin saber muy bien a donde apuntar. Quizá sea esa la razón de que pocos vean bien por estos días, de que haya tantos ojos mutilados y de que aún nos esperen relámpagos por tronar.