"Yo no venía del extranjero, sino del pasado".
Lo dice el narrador de El Palacio de la Risa al comienzo de la novela —esa novela extraordinaria, una de las indagaciones más feroces sobre lo que fue la dictadura—, pero lo podría haber dicho también Germán Marín, el autor que publicaba ese libro en Chile, en 1995, después de haber vivido exiliado durante casi dos décadas. Un año antes había vuelto a publicar después de tanto tiempo de silencio, Círculo vicioso, el comienzo de su trilogía Historia de una absolución familiar —no recuerdo otro proyecto más ambicioso y deslumbrante en la narrativa chilena reciente: 2666 y esta trilogía de Marín y si no hubiera muerto Wacquez podríamos estar hablando también de su trilogía autobiográfica La oscuridad que no alcanzó a terminar; la muerte llegó demasiado rápido, sólo se conoce el primer tomo, Epifanía de una sombra, justamente gracias a Germán Marín, quien la publicó en Sudamericana.
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Marín no venía del extranjero, sino del pasado, y así volvió a Chile, con un puñado de libros que escribió durante el exilio pero que no quiso publicar. Venía, como el protagonista de El Palacio de la Risa (que reeditó hace no mucho Ediciones UDP), a remover los escombros de un país —el suyo— que hicieron pedazos: escribiría sobre y desde esas ruinas. Escribiría y reescribiría ese país, indagaría en su memoria —personal, política, afectiva—, experimentaría con la escritura autobiográfica como muy pocos de sus contemporáneos: eso que hoy llamamos autoficción ya estaba en los libros de Marín, ya estaba en Historia de una absolución familiar. La autoficción, lo fragmentario, las formas llevadas a sus límites para darle cabida a una suma de historias llenas de violencia, pero también de melancolía y de mucha rabia, cómo no.
Decir Marín es decir rabia y es decir ese fraseo sinuoso, intenso, esa respiración que se alarga, carrasposa, hasta llegar al final imposible del camino. Fue la forma que encontró para explorar la lengua chilena, una sintaxis que es una genealogía también: Enrique Lihn, Carlos Droguett, Raúl Ruiz, Mauricio Wacquez. Y parte de esa genealogía fue la que publicó cuando asumió como editor de Sudamericana (y luego de Random House Mondadori), donde construyó un catálogo importante: Huacho y Pochocha de Enrique Lihn, Excesos y Frente a un hombre armado de Mauricio Wacquez, Poética del cine de Raúl Ruiz, Poste restante de Cynthia Rimsky, Horas perdidas en las calles de Santiago de Roberto Merino, Memorias prematuras de Rafael Gumucio, La belle époque chilena de Manuel Vicuña, La provincia de Marcelo Mellado, El río de Alfredo Gómez Morel o Trama y urdimbre de un joven y debutante Matías Celedón, por nombrar algunos títulos. Y habría que detenerse también, sin duda, en ese trabajo titánico que hizo al reunir los textos críticos de Lihn en El circo en llamas, un libro imprescindible y de lectura inagotable.
En el fondo: no se entiende la literatura chilena de las últimas décadas sin la presencia de Germán Marín: su trabajo editorial, sus libros, sus polémicas entrevistas, sus intervenciones en el campo literario, sus amistades, sus odios, sus rencores.
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Cuando volvió del exilio se encontró con otro país y con otra escena literaria: La Nueva Narrativa Chilena. Fue en ese contexto en que dijo en una entrevista que cuando estaba deprimido se dedicaba a leer a los narradores chilenos para subirse el ánimo. Era un chiste y era una verdad: Circulo vicioso apareció en Biblioteca del Sur, donde justamente publicaba ese grupo de escritores con los que nada tenía que ver: mientras Marín escribía obsesivamente sobre el pasado reciente de Chile, ellos insistían en mirar el futuro y abrazar esa idea noventera de un país próspero, el jaguar de Latinoamérica. Qué mal envejecieron esos libros y qué viva y urgente se ha vuelto la literatura de Marín. Hay que volver a revisar Historia de una absolución familiar —que reeditó Alfaguara hace unos años—. O esa otra trilogía que es Un animal mudo levanta la vista —donde está El Palacio de la Risa junto a Ídola y Cartago—, o sus cuentos compilados en Últimos resplandores de una tarde precaria, o su novela La segunda mano, en la que indagó en Patria y Libertad. O quizá mejor empezar por el final: Un oscuro pedazo de vida (Lectura ediciones), su último libro de relatos que acaba de llegar a librerías, en el que vuelve a contar la historia de un puñado de personajes trágicos, perdidos, y donde la muerte y las despedidas rondan como fantasmas rabiosos e inevitables.
Germán Marín ha muerto en medio de un Chile que se incendia. ¿Qué hubiese escrito con estos escombros? Seguramente hubiera insistido en el pasado, en la memoria, hasta encontrar una explicación a este presente que se resquebraja.
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"Yo no venía del extranjero, sino del pasado", dice el narrador de El Palacio de la Risa al poco andar de la novela, cuando llega a Villa Grimaldi y empieza a reconstruir su historia y la historia de ese lugar, que alguna vez fue una casona aristócrata, luego una discoteca y finalmente un centro de tortura; un lugar en el que el narrador vivió algunos de los momentos más importantes de su vida: el amor, la traición y el horror.
No tengo a mano mi ejemplar, por lo que debo recurrir a la memoria y aventurarme en el recuerdo del final de la novela, cuando el protagonista ya ha repasado la historia de ese lugar y emprende el regreso. Es ahí cuando aparece un grupo de jóvenes que lo asaltan o lo intentan asaltar. Y es ahí cuando al protagonista se le hace presente el exitoso Chile de los 90: ese país y ese tiempo que no entiende, pero que se le aparece una vez más como violencia. Marín nunca se cansó de escudriñar en el pasado porque sabía que ahí estaba escondida esa bomba que estallaría en el presente.
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