Es extraño e inevitable: los lectores nos derrumbamos con la muerte de un autor al que profesamos admiración. Me sucedió cuando murió Ricardo Piglia. Me ocurre ahora con la muerte de Germán Marín. Lo había visto un par de veces en las terrazas del Drugstore, encorvado, concentrado en la escritura a mano sobre hojas sueltas. Era la imagen del macho anciano, todavía aferrado a su oficio, como esos viejos boxeadores que siguen visitando el gimnasio para ver a los nuevos combatientes, y que animados por el entusiasmo, se vuelven a poner los guantes y lanzan un par de jabs en el ring otra vez.

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Tuve el privilegio de almorzar con él, hace un año, por mediación de Felipe Gana y Álvaro Bisama. Marín estaba lúcido y divertido, aunque flotaba en el aire una soterrada bruma de tristeza. Tenía que ver con la sostenida postergación que le había hecho el Premio Nacional. Pienso que Marín fue, siempre, el contendor cuya obra poseía el mayor mérito literario frente a sus adversarios. Todas las veces que fue postulado. Una amarga injusticia que se cometió con nuestro mayor escritor vivo hasta ayer. ¿Importan los premios? No lo sé. Uno de carácter tan político como el Nacional, que mide también la temperatura social e ideológica del momento, tiene muchos factores en contra. Le ha dado la espalda a escritores y escritoras importantísimos. Se me ocurren pocos ejemplos de premios nacionales con una obra de la altura de la de Marín. De los últimos distinguidos, ninguno.

La suya es una obra que hace crujir cimientos. Historia de una absolución familiar, esa trilogía colosal, tempestuosa, oscura, donde el narrador, como un brujo, va utilizando diversas herramientas narrativas, a medida que el relato lo va pidiendo, y esa complejidad no resulta un artilugio posmo sino puro lenguaje y recursos al servicio de la historia. O Un animal mudo levanta la vista, donde conviven tres novelas esenciales de nuestra narrativa reciente: El palacio de la risa, Ídola y Cartago. Pienso, ahora, que Ídola podría ser la puerta de entrada al mundo de Marín para lectores jóvenes y menos avezados: viejos boliches santiaguinos, un escritor en decadencia devenido en guionista de pornografía, nuestra ciudad en ruinas, explorada desde sus rincones más bajos y siniestros. En toda la obra de Marín persiste la mirada del hombre aniquilado por la historia, por la política, por la pasión y la sensualidad, por la vejez, por el devenir de un mundo que se ensaña con él desde el pasado y el presente.

La contundencia y la grandeza literaria de Germán Marín van a persistir. Lo seguiremos leyendo, escarbando en la complejidad de sus mundos, en su prosa embriagante; vamos a volver una y otra vez a su literatura, que sin duda va a ser descubierta por nuevos lectores a futuro.

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