Germán era como su cuerpo, grande e incómodo. Su cara, sus brazos, todo parecía dibujado o esculpido de manera rotunda e inamovible. Sonreía con una ligereza coqueta, infantil. Nunca fue joven pero su vejez era el Caballo de Troya donde escondía una adolescencia que prolongó como pudo hasta el final. Como las frases con que construía sus libros, parecía a primera vista imposible que los elementos dispares que lo construían podía conseguir el milagroso equilibrio en que se levantaba a fumar o a caminar unas improbables cuadras.
Su voz ronca, herencia de sus ancestros argentinos era lo que aglutinaba sus partes dispares. Maoísta y cadete, cascarrabias y tímido, generoso y mal hablado. El escritor joven que todos conocimos ya viejo se convirtió en el eterno guardián de un pasado sepultado por el Golpe. Un pasado que como en su trilogía, iba inventando mientras iba recordando sin saber ya qué era recuerdo y que era ficción.
Lo conocí en 1994. Había rumiado su trilogía paseando los fines de semana por la estación de trenes de Saint en Barcelona. Esa energía contraria, la de esperar demasiado tiempo trenes que se iban y volvían sin él, fue la marca de fuego de su obra. Escribió cuando ya estaban muertos y olvidados, los libros que su generación no se atrevió a escribir. La escribió para la generación que publicó con él, o que él publicó. Germán fue un hombre de dos mundos, dos tiempos, que no quiso, a Dios gracias, reconciliar. Creo que eso aprendí con él, que en la literatura estamos siempre y para siempre empezando... Vuelve entonces a debutar, querido Germán. Te toca hacer lo que se supone los escritores sabemos hacer mejor que nadie: morir un poco para resucitar un poco.