Sería sobreinterpretar las cosas decir que Peter Morgan, el autor del guion de la película La reina, estrenada el año 2007 y dirigida por Stephen Frears, tuvo el propósito de inventar un nuevo subgénero cinematográfico. Sin embargo, visto a la distancia, eso fue exactamente lo que hizo. Es el subgénero de la compasión con los poderosos, por así decirlo. La cinta, que protagonizó la gran Helen Mirren, se hacía cargo no solo de los errores que cometió sino también de los dilemas que se planteó la reina Isabel II, con la ayuda de Tony Blair, tras la muerte de Lady Di. Sin ser enteramente complaciente, la mirada de la película estaba en cualquier caso lejos de ser crítica. El público salía pensando que el momento había sido muy duro para ella y que después de todo la monarquía había aprendido la lección. Lo importante es que después Morgan convertiría esa experiencia en una verdadera industria el día que discurrió que, sobre la base de supuestos parecidos, era posible contar, en una ambiciosa serie de televisión, la más cara de todas hasta el momento, la historia de las últimas décadas de la monarquía británica. The Crown lleva ya tres temporadas, pronto vendrán otras tres, y ha sido un éxito atronador. Se convirtió en un modelo de producción donde todos ganan: fue la consagración de una fórmula y de un guionista ocurrente (miembro de la Orden del Imperio desde el 2016), fue un proyecto que le ha dado notoriedad y prestigio a Netflix, se trata de un híbrido que junta el cotilleo de la realeza con la alta reflexión política y es una serie que, en una medida que no es menor, también ha contribuido a elevar la popularidad de los Windsor. En principio no hay acuerdo político alguno entre los productores y la corte, pero está claro que precisamente por no haberlo la familia real sale ganando, más allá de los reparos puntuales que pueda generar su conducta uno u otro capítulo.
Los dos papas es otra producción que viene a instalarse en el mismo nicho compasivo. Esta vez quien dramatiza la muy excepcional circunstancia de tener frente a frente al pontífice que piensa abdicar con el hombre que lo va a suceder en el trono papal es el escritor neozelandés Anthony MacCarten, que es también el guionista de Churchill, las horas más oscuras. La moral es la misma. En un caso, el drama apabullante del poder cuando Inglaterra ya no sabe cómo resistir la ferocidad del ataque alemán entre mayo y junio de 1940 y, en el otro, el momento en que la Iglesia tiene que optar, se supone, entre la rigidez conservadora que representaba el papa Benedicto y el reformismo de cuño más pastoral del actual pontífice. De nuevo: la mirada de la película, dirigida por el brasileño Fernando Meirielles (Ciudad de Dios), puede ser severa con el papa emérito, pero en modo alguno es destructiva. Y en lo que respecta a Francisco, bueno, la percepción de la película no solo es entusiasta sino también obsecuente. Lo es al punto de reconocerle liderazgos en temas donde abiertamente su pontificado se demoró mucho en reaccionar, como ocurrió con la pedofilia, donde en cambio sí Benedicto tuvo una trayectoria menos mediática y mucho más consistente.
Atendidos que sean unos altos estándares de producción, abierta la posibilidad de filmar en palacios y locaciones tan difíciles como espectaculares y teniendo un reparto encabezado por actores fuera de serie (Anthony Hopkins, que está descomunal, y Jonathan Pryce, que no está mal), el resto se traduce básicamente en conexión, en simpatía y en una cierta fascinación con el poder y con lo significa la intimidad en las altas esferas. Estas películas funcionan. No matan a nadie. No reinventan la rueda ni transgreden demasiado los códigos elementales de la credibilidad. Abren ventanas de conversación y controversia. Y, sin querer queriendo, toman por estos días la opción de colocarse junto a los poderosos. No a la primera, por supuesto. No deliberadamente. Tampoco con muchas agallas o en términos desafiantes. Pero el mensaje es claro: los de arriba también sufren.