Según el poeta ruso exiliado y premio Nobel Joseph Brodsky, hay peores crímenes que quemar libros y uno de ellos es no leerlos. Tal vez tenga algo de razón, pero en todo caso, evitar destruir los libros deja abierta siquiera la posibilidad de que algún día, alguien, los lea.

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Ahora bien, las razones para leer libros, que van desde el crecimiento espiritual, la cimentación de una amplia cultura o (la más atendible) el puro placer, no explica por qué hay quienes quieren evitar que sean leídos, incluso destruyéndolos. ¿Por qué los libros podrían entrañar algún peligro para alguien? Todo indica que la palabra y las ideas encarnadas en las palabras suelen poner en cuestión al poder o los poderes. Las distintas encarnaciones de esos diversos poderes (políticos, religiosos e incluso económicos), entiéndase reyes, emperadores, estados, iglesias, empresas, han sido los practicantes más asiduos a esa forma drástica de la crítica literaria que es la censura. Ella ha operado desde antiguo, entendida como una restricción ilegítima a la circulación de la información o las ideas y su objeto de control ha sido el mayor difusor de ambas: el libro.

Pero el libro, por supuesto, no es la única forma de que las ideas circulen. Son más lo que cometen, de acuerdo a Brodsky, el crimen de no leer libros que de quemarlos. Ahí están la Internet y las nuevas tecnologías que permitirían una mayor fluidez de ideas y una más amplia libertad de expresión a través de todo el mundo. Sin embargo, el historiador y analista político Timothy Garton Ash, después de su amplia investigación consignada en Libertad de palabra (Tusquets, 2017) ha llegado a la conclusión de que tal libertad no está pasando ahora por un buen momento. Y así como la información adquiere nuevas formas, también la censura las adopta. Así, tradicionalmente se considera al Estado como el gran censor: efectivamente lo es en China, tratando de controlar la circulación de ideas y noticias mediante una censura masiva. Pero, aparte del Estado, existen también lo que Garton Ash llama "superpoderes privados" digitales, que algunos han bautizado con el acrónimo GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon), que dominan el mercado de la tecnología digital y toman decisiones editoriales de forma no siempre transparente, dirigiendo el tráfico de sus plataformas hacia determinados contenidos. La censura no sólo opera con fuego.

Censurables maneras

Más de algún analista ha considerado el año 1989, con la fatua (su condena a muerte) del ayatolá Jomeini contra el escritor Salman Rushdie, como un momento crucial en la historia de la censura, porque la amenaza entonces alcanza dimensiones globales: podían matar a Rushdie en cualquier lugar donde Jomeini tuviera seguidores o donde ellos pudieran viajar; es decir, en todo el mundo.

Pero, con mayor o menor alcance, antes de 1989 existió la censura. Incluso antes de 1989 a. de C. porque por esas fechas, en Sumeria, hace unos 5.300 años, ocurrió la primera destrucción masiva de libros, como informa Werner Fuld en su Breve historia de los libros prohibidos (Editorial RBA / Liberalia, 2013), si bien se debió al deterioro, desastres y conflictos bélicos más que a la voluntad de hacerlos desaparecer.

La imagen por antonomasia de la censura de libros en el siglo XX es la quema de ellos en la Alemania nazi, pero la incineración libresca y la destrucción de bibliotecas tiene una larga historia que se remonta a la antigua China, pasando por la "hoguera de las vanidades" promovida por Savonarola en la Florencia del siglo XV o la quema de códices mayas por religiosos cristianos en el México del siglo XVI. Y también después de la Alemania nazi, hubo quemas de libros, como por ejemplo, en Chile después del golpe de Estado de 1973 (de libros considerados subversivos), pero además (como demostración de que la barbarie tiene mil rostros), en 2006, encapuchados quemaron en una manifestación, un conjunto de libros de la biblioteca de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile.

En su libro Fuld recuerda que desde la misma invención del libro ha habido personas en posición de poder que los han incinerado. Según el autor alemán, la primera quema de libros deliberada ocurrió en Roma y la ordenó Augusto en las primeras décadas previas a la era cristiana sobre obras oraculares y proféticas: buscaba que nadie pusiera en duda sus ideas políticas. Luego el autor entrega un recuento, anecdótico, informado y vivaz, de la actividad censora promovida por distintas instancias. Desde el propio autor que quiere deshacerse de su obra: Virgilio, Kafka, Nabokov (la Eneida y Lolita, se salvaron de las llamas a manos de sus creadores) hasta instituciones de poder como Estados, gobernantes, Iglesias o partidos políticos, que han querido eliminarlos mediante una profusión de instrumentos: hogueras, autos de fe, índices, excomuniones, fetuas, delatores y espías.

Un listado distinto, aunque a veces se superpone, es el que ofrece Patricio Pron en El libro tachado (Turner / Océano, 2014). Frente al prejuicio positivo por la libertad de expresión, todo lo contrario a ella podría percibirse como execrable: la censura como "destrucción" o "negación", un aspecto más de la parte "oscura" de la historia. Desde un punto de vista muy general, Pron indaga en diversas formas "negativas" de la literatura, caracterizadas, dice, por la inexistencia, la borradura, el acallamiento. Pretende mostrar el opuesto perverso de la creación literaria, un silencio que (juguetón o siniestro) considera desde plagios, ocultamientos hasta obras nunca escritas, perdidas accidentalmente o destruidas. De la misma forma, se ocupa de escritores bloqueados, prohibidos, anónimos, suicidas o represaliados. El libro tachado está concebido, dice su autor, como una larga conversación, pero también (señala en nota) en contra de "cierto ensayismo hispanohablante" que presume de carecer de aparato crítico, de bibliografía, incluso de ideas. Quizá no muchas ideas, pero sí bastante "aparato crítico" y bibliografía exhibe el suyo, en un ejercicio recopilatorio de una erudición que la Internet ha vuelto menos asombrosa. Así, "una historia de los autores suicidados", señala, sería una que tal vez adquiriese el aspecto de una lista de nombres, fechas y, si acaso, métodos de quitarse la vida; él ofrece justamente eso, en una larga nota de 8 páginas.

Aunque Fuld ve una progresión en la victoria de la palabra sobre el poder y Garton Ash el peligro del poder sobre la palabra, ambos están de acuerdo en que actualmente hay una convergencia de dos tipos de poder: el del Estado, cada vez más amplio, y el de la comunicación, constantemente aumentado con los cambios tecnológicos. La historia de los intentos del Estado por controlar la comunicación puede dar una visión más amplia y certera de la situación actual. A eso punta el historiador Robert Darnton.

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Detalle de "Santo Domingo y los albigenses", de Pedro Berruguete.[/caption]

Tres ejemplos: Francia, India, Alemania democrática

No es siempre tan clara la división entre la luz de la libertad y la sombra de la censura. En Censores trabajando (FCE, 2014) Darnton no intenta dar una definición de ella, sino que "interroga" a los propios censores, en momentos muy diferentes, bajo tres sistemas más o menos autoritarios: el Antiguo Régimen en Francia, el gobierno británico en la India y el Estado comunista de la República Democrática Alemana (1949- 1990). Frente a la idea de que la labor censora habría sido prohibir y destruir, una represión bruta hecha por burócratas ignorantes, Darnton muestra un proceso mucho más complejo.

En la Francia del siglo XVIII la censura era una "certificación" entregada por censores reales, en formas cercanas a la crítica literaria. Se afirmaba la autoridad del rey sobre todo, incluso la palabra. Los censores trabajaban casi como editores, preocupados por cuestiones de estilo, gramática, legibilidad y originalidad del pensamiento, llegando a corregir la ortografía y las matemáticas. Un libro aprobado por el rey no debe estar mal escrito. Un censor podía rechazar una obra que no contenía nada ofensivo, excepto su estilo así como podía llegar a proteger al autor. Cuando en 1759 un edicto revocó el privilegio de la Enciclopedia de Diderot, el censor principal, Malesherbes, tuvo que ordenar una requisición a Diderot, pero cuando llegó la policía, muchos de sus documentos estaban escondidos en... la casa de Malesherbes, donde permanecieron durante años, esperando que el viento político cambiara.

En el segundo momento analizado por Darnton, la prensa era libre, pero el estado imponía sanciones cuando se sentía amenazado. Relata el caso de un misionero anglo-irlandés en Bengala, James Long, que intentó examinar todo lo impreso en bengalí entre 1857 y 1858, más por interés en esa "otra cultura". Pero su interés fue su perdición. En 1861, arregló la publicación de un melodrama sobre la opresión de los trabajadores nativos por los agricultores británicos, quienes lo acusaron de difamación: fue declarado culpable y cayó en la cárcel. La ley británica en la India defendía la libre expresión, por lo que las autoridades emplearon las leyes contra la difamación y la sedición como herramientas de censura. Los británicos querían ser liberales y humanitarios, pero también mantener su imperio.

En el tercer momento, en la Alemania del Este, oficialmente no había censura (quien afirmara lo contrario iba a la cárcel). Pero había un sistema de control de los libros muy elaborado y jerárquico y los escritores que se negaron a someterse al sistema enfrentaban consecuencias desagradables (Werner Fuld cuenta el caso de una académica que en 1957 publicó un libro sobre lo que llamó "la queja sobre el mundo" en la obra de Goethe, que fue juzgada por representar una imagen inadecauda de Goethe y como no se retractó, perdió su cátedra). Los censores alemanes se veían a sí mismos como promotores de la literatura, guiando a los autores por el cauce correcto. (Darnton pudo reunirse con dos de ellos: se consideraban personas honorables, casi heroicas, en lucha por mantener un alto nivel de cultura mientras se construía el socialismo). Como sus predecesores franceses del siglo XVIII, eran cultos, sutiles, logrando relaciones personales y, a menudo fructíferas, con los escritores cuya labor vigilaban. Tuvieron que filtrar palabras como "ecología" o "estalinismo", pero podían encontrara maneras de sortear el sistema si lo querían, permitiendo que circularan obras políticamente inadecuadas.

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Quema de libros "no alemanes" por miembros de las SA y estudiantes universitarios en Berlín.[/caption]

Un cuarto ejemplo: Alemania nazi

También en Alemania se desplegó la censura nazi, de la que se ocupa Guenter Lewy en Harmful and Undesirable, es decir, "Pernicioso e indeseable" (Oxford University Press, 2016, 268 pp.). Comenzó llamativamente con las quemas de libros de 1933: hubo 93 en 70 ciudades alemanas. En parte debido a la reacción negativa en el extranjero, las hogueras fueron seguidas por formas más discretas de control. De hecho, la palabra censura casi nunca se usó y se habló de impedir la venta de libros "perniciosos e indeseables", frase de una ordenanza de 1935 que llevó a la compilación de una lista de obras prohibidas y rechazadas para retirarlas de circulación. Lewy muestra al Tercer Reich, al menos en cuanto a la censura, como un régimen asistemático e ineficiente, plagado de feudos burocráticos rivales. La censura fue ejercida por varias autoridades e instituciones, intentando centrarse en el Ministerio de Propaganda bajo Goebbles. Pero intrvenían las SS, el Ejército, el Ministerio de Economía e incluso se creó una "Oficina Asesora de Literatura Astrológica y Relacionadas". Por otra parte, la censura era impredecible. Se permitieron las oscuras novelas de Hans Fallada (que le gustaban a Goebbels) pero se prohibió un libro infantil de Erich Kästner. Los libros nudistas fueron prohibidos en 1933, permitidos en 1936 y vueltos a prohibir en 1941 (los altibajos se debían a los gustos nudistas de Heinrich Himmler). Los libros prohibidos incluían los que suponían una corrupción moral, los de ideas marxistas, pacifistas o confesionales, los percibidos como perjudiciales para el espíritu militar o la moral del pueblo alemán y los que cabían en la amplia fórmula residual "no estar a la altura de lo que se esperaba en la nueva Alemania". Además estaba la lucha contra los libros "judíos", categoría dificultosa (¿cuán "judíos" debían ser los autores para prohibirlos?). Ya en guerra las prohibiciones se hicieron más estrictas y amplias: en 1939 el Ministerio de Propaganda prohibió todas las novelas policiales y de aventuras que propagaran las instituciones y el carácter inglés; en 1940 simplemente se prohibió la traducción de toda narrativa extranjera. Como fuere, según Lewy, entre 1933 y 1938, se prohibieron 4.175 títulos de libros y de 564 autores se prohibieron todos sus escritos; durante los doce años del régimen nazi, 5.485 libros fueron prohibidos. (Fuld comenta la lista surgida de la ordenanza de 1935 y dice que ella llegó a 12. 400 títulos y la obra completa de 149 autores).

No debería ser un ejercicio inútil prestar atención hoy a la censura de los libros en Francia durante la Ilustración, la India durante el Raj y en Alemania (bajo el régimen nazi o durante el gobierno comunista). Darnton tiene claro que la historia de los libros y los intentos de mantenerlos bajo control no darán conclusiones aplicables directamente a las políticas que rigen la comunicación digital, pero sí es una muestra de cómo pensaban los detentadores del poder y cómo trataban de enfrentar las amenazas a su poder. Pero saber algo del pasado no está de más. Si la censura no opera de manera similar en todas las sociedades y períodos, todo aquello que los censores de los regímenes analizados por Darnton y Lewy consideraban que protegían (privilegios, rectitud moral, ideologías, razas o imperios) aún persiste.

https://culto.latercera.com/2019/12/29/libro-la-decada/