Durante muchos años, en las largas noches de insomnio o en las también prolongadas tardes de inactividad adolescente, fantaseé con una posibilidad improbable pero atractiva. La idea era que, llegado el momento de la muerte, todos subíamos a una especie de cielo en el que se nos ofrendaba una lista con los datos duros de todo lo que habíamos hecho en la vida. Una suerte de estadística total que, paradojalmente, ya no tendría ninguna función; vaciada de su naturaleza práctica, sería puro juego, pura retórica. Ese informe debería consignar cuántos cigarrillos hemos fumado, cuantas veces tuvimos sexo, cuántos minutos dedicamos a la lectura, cuántos kilómetros caminamos, cuántas horas estuvimos durmiendo, cuántos kilos de alimentos ingerimos. Todo, absolutamente todo; de lo insignificante a lo trascendente. Una vida resumida en un millón de numeritos.

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Había olvidado esa fantasía módica, privada, hasta que hace unos días recibí en mi casilla un mail firmado por Google Maps. Recibir un mail de Google es como recibir un correo de Dios. Lo abrí con cierto reparo y me encontré con una información inquietante. En el encabezado, se me aclaraba que estaba recibiendo este mail porque había activado el "Location History", categoría de la que nunca había escuchado nada y a la que, al parecer, estaba adhiriendo. De este modo, a través de ese acuerdo que yo habría aceptado en algún momento irrecuperable del pasado, Google estuvo recogiendo toda la información de mis movimientos cotidianos y armó, con todo ese material, una gran estadística de los desplazamientos de mi 2019, que ahora me ofrecía como un regalo-bomba en mi casilla de correo. Mi anhelo juvenil de la Estadística Total, de pronto, parecía concretarse.

Hasta relevar la información, tenía la sensación de que el 2019 había sido un año más bien sedentario para mí. Casi no había salido de mi país, y mis recorridos fueron acotados, tenues. Sin embargo, la estadística de Google, de la que no tendría por qué desconfiar (aunque debería hacerlo) me asegura que recorrí el 47 por ciento del mundo. Casi di media vuelta al planeta sin salir, prácticamente, de mi ciudad. ¿Cómo es posible que algo así ocurra? Un cuento para un narrador post-kafkiano: alguien está encerrado en una habitación, quizás en una celda de prisión, y caminando de una pared a la otra tarda 365 días en dar la vuelta completa al mundo.

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Una modalidad interesante que ofrece la estadística es la de dividir el año en los lugares en los que estuviste. Así, temblando, hago click en esa opción y descubro lo obvio: que el primer puesto se lo lleva mi casa y el segundo mi lugar de trabajo. Pero luego empiezan a surgir las sorpresas. Una plaza en la que paré muchas veces pero que no consideraba parte de mi rutina; un bar en el que evidentemente tomé incontables cafés, y sin embargo consideraba, también, un espacio no representativo. La vida en una ciudad grande está hecha de esas afinidades imperceptibles: un collar de perlas que nos atamos al cuello y que a veces se parece más a una cadena, a un cinturón de castidad. Las ciudades grandes ofrecen todas las posibilidades y sin embargo, nos demos cuenta o no, nuestra rutina se establece siempre sobre cinco o diez lugares que se repiten como una estribillo. Una ciudad también es una cárcel.

Como en ningún otro momento de la historia, hoy una empresa —Google— se ha superpuesto con el mundo al punto de tener, prácticamente, sus mismas dimensiones. Sus tentáculos se han infiltrado en todas las zonas de la experiencia humana de Occidente y sus radares están en los lugares menos pensados: cuando estamos sentados en un parque de nuestro barrio, mirando las copas de los árboles, creyendo que estamos viviendo una experiencia anacrónica, de contacto con la naturaleza, en realidad estamos ofreciéndole información involuntaria a esa maquinita que lo absorbe y lo contabiliza todo. ¿Habría que desconectarse, romper los teléfonos celulares, deslocalizarse, cortar todo vínculo con Internet? Hoy algo así ya es imposible, y tampoco sé si sería deseable. Por lo demás, Google ya es una manera de pensar. Condiciona nuestra manera de sentir, imprime sentido a nuestros deseos y nuestras ansiedades. Ya salió del teléfono y nos secuestró el cerebro. Quizás no haya nada que hacer al respecto.

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En los últimos tiempos, las redes sociales nos fuerzan a ser iguales a nosotros mismos, nos inyectan una especie de híper consciencia sobre nosotros mismos. Al mostrarte una y otra vez tu pasado reciente —estos son los diez barrios que más te gustan, este es un día memorable de 2016, hace tres años que te casaste, hace 4 años que sos amigos de esa persona—, te inducen a hacerte cargo de tu pasado, cuando todos sabemos que el pasado es algo que, a veces, decidimos olvidar. La tecnología está modificando día a día nuestro presente, pero lo más inquietante es que reconfigurará, de manera irrecuperable, eso que creíamos todavía íntimo: nuestros recuerdos. Las consecuencias de esa transformación todavía son desconocidas.

Quizás ese sueño de las largas tardes de la juventud, el de una lista con toda la información de mi vida al momento de la muerte, vaya cobrando con el tiempo una forma más cercana a la pesadilla. La pesadilla de una vida sin olvido, sin agujeros negros, sin la posibilidad liberadora de una buena amnesia voluntaria.

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