Una música. Una nana. Una carta de amor. Una declaración de guerra. Bueno: una canción también puede ser una esquina. "Durazno y convención", el mascarón de proa de Mediocampo, retrata con versos el barrio de la infancia de Jaime Roos pero también representa musicalmente la intersección: la parte dedicada a la calle Durazno es un candombe-beat; la parte dedicada a la calle Convención tiene un color salsero y está cantada por Jorge Vallejo. Como prueba el flamante libro de Andrés Torrón, ese gesto estético dice sus propias cosas. Por ejemplo: que Roos es capaz de correrse del reflector cada vez que la canción lo reclama. Sobre todo: que un artista es un individuo, pero también es su pueblo. Mediocampo, en ese sentido, concentra buena parte de la historia de la música popular uruguaya adentro de su cáscara de nuez. No solo por el mapa simbólico que dibujan letra (aquella esquina, la Playa Ramírez, las patios de Ansina, los tablados del carnaval) y música (candombe, pop, murga, rock) sino porque el personal incluye a artistas fundamentales como Eduardo Mateo, Hugo Fattoruso, Laura Canoura, el Lobo Núñez, las Travesía (Mariana Ingold, Estela Magnone, Mayra Hugo, Flavia Ripa), Jorge Galemire, Washington "Canario" Luna y la Falta y Resto.
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Así es: más Uruguay, no se consigue en ningún lado.
Una paradoja de manual: el disco más arquetípicamente montevideano de Jaime Roos se compuso en el exilio. Después de su paso por Madrid, París y Ámsterdam, un largo viaje por Latinoamérica y un breve regreso al Uruguay, Jaime fue amenazado por la dictadura y volvió a instalarse en una casa tomada de Holanda. Allí, mientras trabajaba como lavacopas y frotaba las noches con el humo del cannabis, comenzó a pintar su ciudad como una suerte de invocación. Un parto de nueve meses (desde mayo de 1983 a febrero de 1984) en el que escribió las nueve canciones de Mediocampo.
"Desde París empecé a ver el Uruguay con una visión, por un lado, idílica, y por el otro, realista —dice Roos—. Me di cuenta de que éramos una nación que tenía un idioma propio, y a través de ese idioma se manifestaba nuestra identidad cultural, que era para mí una visión del mundo. Cuando un japonés te describe un paisaje tal como lo ve, no va a ser lo mismo que te lo cuente un alemán sobre ese mismo paisaje. Siempre tuve presente la frase de Octavio Paz 'cada lengua que se pierde es una visión del universo que se pierde'. Me di cuenta de que, si quería encontrar mi propia voz como artista, tenía que desarrollar lo que estaba adentro mío y eso pasaba por mi identidad cultural. Mi manera de hablar de no importa qué cosa del universo era importante que se expresara a través de mi propio idioma para que fuera contundente y valedera. Esto no era para mí excluyente de que hubiera uruguayos que quisieran hacer música clásica u otros músicos que hicieran rock and roll explícito".
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Jaime Roos.[/caption]
El sueño era la síntesis. Mientras preparaba su regreso a Montevideo, Roos escuchaba tanto los discos de Opa y el tropicalismo brasileño como The Police, Devo, B-52's, The Fixx y uno de sus favoritos: Remain in light de los Talking Heads. Seducido por las sonoridades de Golden wings y las producciones del británico Rupert Hine, se propuso comprar un sintetizador. Roos no tocaba el instrumento y las penurias económicas eran aciagas, pero tenía el norte marcado. Mejor aún: el sur. Ahorró moneda a moneda unos doscientos dólares y finalmente logró, junto a otros tres músicos uruguayos (Estela Magnone, Leo Masliah y Fernando Condon) reunir los ochocientos necesarios para hacerse de un Juno 6: el teclado lanzado por la casa Roland que definió buena parte del sonido de los ochenta.
Unas semanas después regresó a Montevideo con su bolsito, doscientos dólares y el Juno sobre el hombro. Era febrero de 1984. Uruguay había entrado en el largo pasillo de salida de la dictadura y, en las calles, se empezaba a respirar el oxígeno de la democracia. Sin dinero para alquilar un departamento, Roos se instaló en la casa de su madre y se las arregló trabajando como boletero o portero, escribiendo reseñas para el semanario Jaque, organizando bailes o tocando como sesionista en los proyectos de otros artistas. Su convicción, sin embargo, era superior: todos los cañones estaban apuntados en una misma dirección. "Hacer discos era para mí la razón de vivir —dice Roos—. Me sentía un verdadero artista. Sentía que lo que hacía era importante para la música uruguaya, que era mi bandera sagrada, y por otra parte tenía la soberbia de pensar que estaba haciendo un arte que le iba a ganar al tiempo".
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Proverbialmente cerebral, Jaime Roos no solo tenía todas las canciones sino también el concepto redondeado de antemano. La imagen de la portada, de hecho, se concibió en Ámsterdam y fue tomada en el Estadio Centenario antes de entrar a grabar: un retrato del fotógrafo Mario Marotta donde Roos luce la camiseta número cinco (el mediocampo, el quinto disco) del Centro Atlético Fénix (el ave que renace de sus cenizas). Planificada en blanco y negro para que el violeta fuera pintado a mano, la primera tanda fue impresa erróneamente de color azul. "Casi me vuelvo loco —dice Roos—. Si hubiera sido una camiseta imaginaria o de otro país no hubiera sido relevante. Pero todo Uruguay sabe que la camiseta de Fénix es violeta y blanca".
Para las generaciones que crecieron grabando en sus casas, sacando fotos con el celular y subiendo las canciones directamente a la red, todos estos obstáculos que cuenta el libro de Torrón son inimaginables. Por ejemplo. Aunque el estudio La Batuta tenía dieciséis canales (un avance con respecto a los ocho canales de su disco anterior), contaba con dos monitores hogareños donde la mezcla podía convertirse en "el juego de la gallina ciega". Un brindis entonces por la intuición y el oficio de Darío Ribeiro y Luis Restuccia: un disco también es de sus productores.
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Grabado entre abril y agosto, Mediocampo avanzó entre la expresión más popular y un sofisticadísimo sentido de la estética. Por aquí y allá, está punteado por tambores de la calle y solos refinadísimos; por citas literarias (Chandler, Poe, Arlt, Lovecraft) y giros coloquiales. La melodía inicial de "Los futuros murguistas", por citar un ejemplo, está inspirada en el canto de los niños de la lotería. "Me complacía poder agarrar un pedazo de música de la vida cotidiana y convertirla en una canción –cuenta Roos-. Siempre me encantó esa reformulación pop en la música. En lugar de las latas de sopa Campbell de Andy Warhol, el canto de los niños de la lotería. Es lo mismo, es un elemento de la vida cotidiana, un pedazo de música que no es considerada música"
El libro, en ese sentido, es una gran herramienta. Combina el testimonio de Roos con un ejercicio ejemplar de la crítica (sobre el horizonte sonoro de los ochenta uruguayos, Torrón logra diseccionar cada canción sin arrebatarle su misterio) y los recuerdos del propio autor como público. Para los que vivimos y crecimos en otro país y otra época, esa perspectiva es oro puro: sin resignar el oficio ni el oído, nos permite entender de qué manera Mediocampo fue apropiado por varias generaciones. De qué manera habló con su tiempo y su ciudad, pero también de qué manera logró trascender su tiempo y su ciudad. "Beat the time era una frase que habíamos diseñado con mi amigo Álvaro Pasquet en el squat holandés que compartíamos —dice Roos—. Cosas que uno hace fumando porro sin tener plata para salir a dar una vuelta".
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