Cayó la noche del 9 de enero en el norte de la ciudad. El sonido inicial fue similar a un estallido. Un trueno en medio de una tormenta. O, más acorde para la historia de Bogotá, la explosión de una bomba -pequeña, en este caso-. Sucedió hacia las nueve de la noche. No le presté atención, pero mi vecina salió preocupada a su terraza. Desde ahí lo vio, desparramado en medio de la vía, bajo la luz de un poste, bloqueando el tráfico de uno de los carriles de la Calle 81, entre las carreras Séptima y Octava.
La mañana del día siguiente, tras enterarme de lo que había pasado, me detuve a observarlo. Para ese momento, un equipo de la alcaldía ya había cortado, troceado y organizado los restos en la acera. Conocía su nombre hacía apenas unos meses. Lo aprendí gracias a una investigación que llevaba a cabo para la revista El Malpensante. Magnolia grandiflora. Un magnolio norteamericano. Se trataba del árbol emblemático del sur de Estados Unidos, el símbolo del Ejército Confederado durante la Guerra Civil. Uno de los pocos magnolios que se adaptan bien a la vida de las ciudades. Un árbol con poderes sobrenaturales, ideal para realizar viajes interdimensionales, según cierta tradición. Un árbol demoníaco, con flores capaces de causar la muerte, según el tratado del siglo XIX Plant Lore, Legends and Lyrics. El mismo que celebraron en sus poemas Whitman, Emily Dickinson, García Lorca, Neruda y Rubén Darío. Un árbol de una familia que se remonta a los tiempos de los dinosaurios; que sobrevivió al meteorito o a las erupciones volcánicas que causaron la extinción de tres cuartas partes de todas las especies del planeta; que resistió aumentos de temperatura extremos del Eoceno; las glaciaciones del Cenozoico tardío, y las varias edades del hombre.
Era apenas uno de 2,5 millones de árboles en Bogotá, pero me molestó ver los pedazos de troncos, ramas y flores en el suelo. Yacían sobre el concreto, uno encima del otro, cada rama de un tamaño diferente. Flores crema como garras perfumando la acera, completamente abiertas. Desde hacía un tiempo, cada mañana, camino al trabajo, pasaba y miraba su copa en busca de botones. Era quizás lo más bello que tenía la cuadra. Lo que diferenciaba a ese edificio de los demás. Estaba ahí, junto a otros dos árboles de la misma especie, desde que tengo que memoria. Mi abuela vivía a dos calles y, hasta donde recuerdo, el magnolio estaba ahí cada vez que íbamos con mi padre a visitarla. Estaba ahí la noche en que la bomba explotó en el Club el Nogal, en la 78 con Séptima, justo frente al edificio de mi abuela. Probablemente lo alcanzaron el detrito del ladrillo, el polvo y las partículas de C4 y amonio. ¿Por qué tumbarlo? ¿Y quién dio la orden?
En 2019, la alcaldía de Bogotá organizó una tala masiva de más de 34.000 árboles por razones aparentemente técnicas. Se organizaron marchas en contra de la tala, que según algunos expertos obedecía más a preferencias estéticas del alcalde Enrique Peñalosa, célebre por escudar caprichos en supuestas cuestiones técnicas. Claudia López, la nueva alcaldesa, había sido inaugurada el 1 de enero. Por sus políticas y promesas electorales, no tenía sentido que hubiese dado la orden de empezar a cortar árboles tan temprano en su administración.
Había otro sospechoso de siempre. En 2013, en Buenos Aires, dos magnolias causaron una guerra entre vecinos. El dueño de la casa aledaña a la propiedad donde crecían los árboles en la calle Montevideo, en el barrio de Recoleta, solicitó que se tumbaran los árboles, dado que bloqueaban la luz y que -la peor parte, a su juicio- atraían a un sinnúmero de palomas. La defensora de las magnolias señalaba la antigüedad de los árboles en cuestión -eran más viejas que algunos de los edificios a su alrededor- y su papel como pulmón en medio del gris de la ciudad.
Nunca vi palomas en el magnolio de mi cuadra. En Estados Unidos, las semillas de la Magnolia grandiflora atraen a por lo menos 13 especies de aves, que no incluyen las palomas; a las ardillas grises y a algunas especies de ratón. Los mapaches, las zarigüeyas y los venados también se comen las semillas ocasionalmente, pero hasta donde sé, ninguno de estos causa problemas en Bogotá. Y ciertamente el árbol tenía un rol en la limpieza de partículas de la ciudad. Según el periodista estadounidense David Haskell, autor del libro Las canciones de los árboles, en condiciones óptimas, los cinco millones de árboles de Nueva York pueden retirar un 10% de las partículas contaminantes de la ciudad. Pero lo anterior, por supuesto, no precluía la existencia de vecinos incapaces de apreciar el valor de un árbol.
En 2015, un estudio liderado por el profesor de Sicología Marc Berman, de la Universidad de Chicago, mostró que, haciendo ajustes para considerar ingresos, edad y educación, bastó incluir 10 árboles por cuadra en una ciudad como Chicago para elevar un 1% la sensación de cuán sanos se sienten los habitantes de esa cuadra. Para tener el mismo resultado, sería necesario incrementar en 10.000 dólares el ingreso por hogar o rejuvenecer siete años a todos los habitantes.
El vecino culpable de la tala del magnolio seguramente no tenía idea de lo anterior, así que la mañana del 11 de enero me armé de indignación y marché hasta el edificio para espetarlo por haber dado la orden. Dos policías aguardaban al lado de sus motos a pocos pasos del árbol caído. Una cinta amarilla como la que se utiliza en las escenas de un crimen rodeaba los pedazos de tronco que descansaban sobre el pasto y la acera.
Entré al edificio y le pregunté al guardia de seguridad por qué razón habían tumbado el árbol. Iba a interrumpirlo para preguntarle por el autor intelectual del crimen cuando se me ocurrió que quizás las raíces estaban poniendo en riesgos los cimientos del edificio. O tal vez había una rama a punto de caerse contra la ventana de uno de los apartamentos. Quizás me había equivocado y no había ningún enemigo de los magnolios entre mis vecinos. Me callé mientras el guardia me miraba con extrañeza. Nadie cortó el árbol, me dijo. Se cayó solo.
Me di la vuelta y salí sin despedirme. Pasé al lado de los policías, subí a mi apartamento y observé el espacio vacío donde antes se hallaba la copa del magnolio. Nadie tuvo la culpa. La muerte del árbol me pareció aún más triste.