Hacía muchos años que una película no generaba tanto consenso como Parásitos entre la crítica. El trabajo de su autor, Bong Joon-ho, sin embargo, con todo lo revelador que pueda ser para las grandes audiencias, no es el de ningún debutante ni recién llegado. Es un cineasta con una trayectoria más que atendible, con varias películas finas y muy personales (Memorias de un asesino en serie, Madre), responsable -además- de uno de los grandes taquillazos de la historia del cine coreano (The Host, 2006).

Mezcla de drama y comedia, de parodia negra y alegoría sin mayores ilusiones, Parásitos es la historia de dos familias, una muy rica y la otra enteramente arruinada. El hijo de esta familia pobre, fingiendo ser estudiante universitario, entra a trabajar como profesor de la hija de la familia rica y poco a poco va capturando el escenario de la mansión para instalar allí a su hermana, a su madre, a su padre, en roles de psicopedagoga, de ama de llaves, de chofer. Los patrones por supuesto ignoran el lazo que los une. La del joven es una sinuosa estrategia de conquista del poder de la cual los patrones nunca se dan cuenta. Si finalmente lo hacen es porque a este cineasta le gusta estirar la cuerda y conducir lo que es una controlada lucha de clases a una desatada comedia sangrienta que hace explotar por los aires las formas, las imposturas, las jerarquías, los candores y las perversidades de la trama.

Lo mejor es la inteligencia de la puesta en escena. También la mirada neutra, irónica, desilusionada del realizador sobre la naturaleza humana: aquí no hay buenos ni malos. El autor no se encariña con sus personajes, pero tampoco los tira a partir. Simplemente son y lo son en función del lugar que les corresponde en la estructura social. Está claro que los parásitos inicialmente son quienes se meten en la vida de los ricos, falseando su identidad. Pero esa percepción se va abriendo a otra, porque también son parásitos estos ricos incautos que ni siquiera están conscientes de sus propios privilegios.

Este conflicto de clases -bien obvio, en verdad- es lo que le ha volado la cabeza a la crítica. Siempre ha sido así: pareciera no haber nada más osado que reconocer en la pantalla que están los de arriba y están también los de abajo. Y que los intereses de unos y otros -vaya- son divergentes. Eso está en Renoir (La regla del juego), en Pasolini (Teorema), en Altman (Día de bodas), en todo Ken Loach, en Haneke (Caché), en Cuaron (Roma). Sin duda que la cinta tiene una dimensión política, que por lo demás su realizador siempre ha cultivado. Su cinismo, sin embargo, es lo bastante profundo para no tomársela muy en serio. Entre otras cosas porque la cadena de causalidades de su alegoría política termina desafiando la credulidad y porque el determinismo de los personajes los vacía, a su turno, de casi toda responsabilidad moral. Lo que queda de ellos, así las cosas, es una condición no muy distinta a la de unas cucarachas aprovechadoras que tratan de sobrevivir o de defenderse a como dé lugar, con lo que puedan, en contextos que ignoran, que no manejan (aunque a veces crean que sí) y de los cuales tampoco pueden escapar. No es esta, claramente, la película de un gran humanista.

Parásitos coincide y corona un gran ciclo del cine surcoreano. Es menos misteriosa que Burning y también menos inspirada que el cine de Hong San-soo, el Eric Rohmer surcoreano. Pero en ella hay un tipo de precisión en el encuadre, de autoridad en el plano y de perversidad en la observación de las conductas que es privativa de los grandes cineastas.