La de Judy Garland (1923-1969) es de las historias que estremecen de solo escucharlas al pasar: estrella que a los 16 se ganó la eternidad con El mago de Oz, fue también una cantante/performer de aquellas, que por largos períodos se mantuvo en gira sostenida en químicos y alcohol, que pasó por abusos y adicciones para rendirle a la industria que profitó de sus talentos, y que partió muy temprano.
También, incorpora ese lado "B" de las estrellas que se inmolan en escena para satisfacción y perplejidad del espectador. Y para entusiasmo de los votantes de la Academia, que muy probablemente le entregarán a Renée Zellweger, el próximo 9 de febrero, su primer Oscar a mejor actriz (hace 15 años se lo dieron por mejor secundaria, gracias a Secreto en la montaña).
Judy parece tener todo lo que hay que tener, lo que quizá explica que haya ganado cuanto premio pueda uno imaginar, incluyendo el Globo de Oro. Tiene, en efecto, una protagonista sufriente, dañada, que tocó el cielo y tocó el suelo. Una mujer, de paso, encarnada por Zellweger, que a su vez estuvo un poco apartada del estrellato y las alfombras rojas. Que vuelve cual hija pródiga, entonces, y que hasta canta algunas canciones de Garland con total dignidad, además de "convertirse" en la intérprete de "Somewhere over the rainbow".
La historia que cuenta la cinta de Rupert Goold es la de los meses y años finales de la actriz y cantante. Tras el fin de un matrimonio, Garland se dedica a presentarse en boliches de por ahí, sin tener un domicilio para sus dos hijos. Con fama de inestable, los empresarios de espectáculos en EEUU no le tienen confianza. Pero la posibilidad de presentarse en Inglaterra, donde sus fans son hartos y no aflojan, la llena de entusiasmo y de la esperanza de vivir en una casa propia, junto a sus retoños. Eso, sin contar a un joven fan que se convierte en su nuevo amor. Pero nada es para siempre, menos la felicidad circunstancial de Judy Garland.
Mimética para replicar cada tic, cada gesto, Zellweger cumple con éxito lo de restituir a un personaje que, para mayor dificultad, tenía ese lado histérico que parece por definición exagerado. En eso, Judy no defraudará a nadie, como tampoco lo hará en aspectos como el vestuario, que en sí mismo es una razón para ver la cinta en la pantalla más grande que haya a mano. Pero las emociones no se agotan en el acto de provocarlas, ni las conductas en la necesidad de explicarlas. El problema, parece, es que acá se apegaron a viejas pautas revenidas que parecen conformarse con ganar estatuillas por defecto.