¿Qué estrella cae sin que nadie la mire? Taylor Swift estrena Miss Americana en Netflix

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Taylor Swift.

El documental de Lana Wilson aborda el ascenso de Taylor Swift en la industria musical del último lustro donde ella es reina absoluta, pero también el andamiaje de una artista en construcción, con la necesidad imperante de componer sus propias canciones, y luego como una ciudadana preocupada por los derechos de las disidencias y las minorías.


En su extraordinaria novela La guerra de los gimnasios, César Aira cuenta que el protagonista pretende trabajar su cuerpo para una meta concreta y específica: “quiero provocar miedo en los hombres y deseos en las mujeres”. Es un tipo de frase que define un destino, una manera de actuar y, en un sentido amplio, un modo de intervención política. Pensaba en esto mientras veía el documental Miss Americana de Lana Wilson que aborda el recorrido de Taylor Swift en la industria musical de este último tiempo donde ella es una reina absoluta. Y es una película que, a su manera, está dominada por dos frases que estructuran la vida (física, mental, emocional) de la artista desde sus comienzos como una promesa country hasta llegar a convertirse en la gran salvadora del pop mainstream, blanco, rubio y heterosexual aterrizando en estadios repletos por todo el planeta —que fue un poco lo que quiso combatir de forma torpe, bruta, machista y lamentable Kanye West cuando le sacó el micrófono en los VMA del 2009 (algo que el documental aborda muy bien). Por un lado, Taylor habla de “ser una buena chica” en la primera parte a la que podríamos llamar “El ascenso de una estrella futura”. Y por otro lado, una vez que Taylor descubre que la fama es compleja de manejar en una adultez hiperexpuesta al juzgamiento exterior de las redes sociales —tiene más de 126 millones de seguidores en Instagram— y la frustración interior por no estar a la altura de lo que se le demanda siempre a una mujer y nunca a un hombre, está la frase “El lado correcto de la historia” en la segunda parte a la que podría poner por nombre “El mundo siempre es un infierno”. Entre una y otra frase, que como un dictum poderoso definitivamente dominan las acciones de la artista, se juega el camino que llevó adelante Taylor Swift hasta este presente: primero como una buena alumna (o la empleada del mes) que cumplió con las expectativas ajenas que depositaron en su mente (empezando por la madre y siguiendo por ella misma flagelándose con objetivos demenciales en su propio diario de niña) y las llevó a su máxima expresión de éxito en términos comerciales y credibilidad artísticos, que tuvo su andamiaje en la necesidad imperante de componer sus propias canciones y esos, realmente, son los mejores momentos del documental. Y más tarde como una ciudadana preocupada por los derechos de las disidencias, las minorías o de quienes se ponen del otro lado de la norma imperante.

Una vez que termina el documental surgen dos preguntas necesariamente: ¿es creíble? Digo, las preocupaciones a nivel social y de resignificación de la igualdad de géneros ante la ley que expone Taylor Swift en esta película le llegan a punto de cumplir sus 30 años y con un contexto de época a su favor. Es decir, el feminismo que ella proclama, y es totalmente necesario, por supuesto, pero se entiende que el punto es otro, es parte de un reclamo que ya tiene muchos años en todos los estamentos sociales. Lo que lo acerca, en un punto, a una suerte de estrategia de conquista de un tipo de mercado que quiere que los artistas se expresen políticamente. Y esto lleva a la otra pregunta: ¿para qué hacer un documental cuando Taylor Swift es una artista que lleva su vida a sus canciones (tal como lo hicieron desde Bob Dylan a Janis Joplin, por nombrar solo dos) y, como ella bien dice en la película, quienes disfrutan de su música pueden saber todo lo que le pasa a lo largo de sus discos? O sea: Taylor Swift ya es alguien que documenta su existencia en sus obras. ¿Cuál es el correlato que hay entre esas canciones y este soporte audiovisual? Es en este sentido que el documental como película pierde su valor de obra cinematográfica para volverse un souvenir para fans acérrimos que quieren siempre, siempre en serio, más y más de sus artistas amados con obsesión.

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¿Para qué se hace un documental de música? ¿Qué sentido tiene hacer ese esfuerzo y derroche de dinero y tiempo? Se podrían dar dos respuestas. Uno: para comprender mejor un momento particular de la historia. Dos: para descubrir (y redescubrir) a un artista (varón o mujer o disidencia) que hizo un aporte a un territorio y que significó un cambio de paradigma de lo que se consideraba habitual hasta ese momento. En este cuadro de situación, el mercado (como agente de bolsa que busca nuestra inversión, nuestro bolsillo y nuestro billete) quiere decirnos, y muchas veces es bien convincente, que algo es una revolución cuando simplemente son muchas ventas y mucha visibilidad. El gatopardo es una novela escrita por Giuseppe Tomasi di Lampedusa y nos dejó una frase increíble: «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie». En el mundo del pop mainstream hay mucho de esto. Miss Americana de Lana Wilson, lo quiera o no, habla de esta realidad que todavía —y lamentablemente no sabemos hasta cuándo— nos rodea.

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